A nadie se le oculta que la consolidación de las cadenas de supermercados e hipermercados ha cambiado radicalmente nuestra manera de consumir, y sobre todo, de alimentarnos. Pero tal vez no seamos conscientes de hasta qué punto esa nueva forma global de distribución, cada vez concentrada en menos manos, afecta a nuestras vidas.
Como recientemente recordaba Esther Vivas, en España el primer supermercado abrió en 1957 y el modelo se consolidó a lo largo de los 80 y 90. A día de hoy, en estas grandes cadenas adquirimos los españoles entre el 68% y el 80% de nuestra cesta de la compra [1]. Además, sólo cinco cadenas (Carrefour, Mercadona, Eroski, Alcampo y El Corte Inglés) acaparan el 55% de los alimentos que compran los españoles y, si sumamos a las dos principales centrales de compra mayoristas, esa cifra alcanza el 75% [2]. Una dinámica parecida se aprecia en Europa: el caso extremo es Suecia, donde tres cadenas de supermercados controlan el 95% de la cuota de mercado. Frente a esta realidad, el comercio local tradicional lucha apenas por sobrevivir: en 1998 había 95.000 tiendas en España; en 2004, apenas 25.000.
Las corporaciones multinacionales, insertas en grandes grupos con vinculaciones accionariales cada vez más complejas, se han convertido en un actor fundamental del sistema capitalista en su fase de la globalización. Esto es así con la producción, pero también con la distribución de las mercancías. En 2007, la empresa más grande del mundo en volumen de ventas, según la lista Fortune Global 500, fue la multinacional estadounidense de la distribución Wal-Mart; en la lista de las cien primeras estaban también Carrefour (número 33 del ranking), Tesco (51) y Kroger 87).
Primera conclusión: la fantasía del “oasis de libertad” del consumidor que genera la visión de decenas de estantes cargados de coloridos paquetes de distintas formas y tamaños oculta la realidad de que nuestras opciones cada vez son más limitadas: casi todos esos productos son elaborados por un pequeño grupo de grandes multinacionales, y se venden en un puñado de cadenas de hipermercados o de tiendas de descuento que pertenecen al mismo grupo.
El consumidor cada vez tiene menos opciones para comprar alimentos y los productores, menos alternativas para distribuir sus productos. Es la llamada teoría del embudo: de un lado hay millones de consumidores; de otro, miles de productores; y en el medio, unas pocas cadenas de distribución que marcan las reglas del juego, pagan precios bajos a los productores y privilegian en sus estantes productos industrializados y poco saludables y alimentos “kilométricos” o “viajeros”, que vienen de la otra esquina del mundo. La consecuencia más evidente es la desigualdad de fuerzas de los productores de alimentos a la hora de colocar sus productos: según un cálculo de 2007 de la Coordinadora de Organizaciones de Agricultores (Coag), la diferencia media entre el precio que se paga a los productores de alimentos y el que paga el consumidor final ronda el 390%. Se estima que más del 60% del beneficio va a parar a los distribuidores.
Pero la regla del máximo beneficio se aplica también en el interior de estas grandes cadenas, a sus trabajadores. Vivas asegura que los empleados de estas corporaciones “están sometidos a una estricta organización laboral neotaylorista caracterizada por ritmos de trabajo intensos, tareas repetitivas y rutinarias y con poca autonomía de decisión” y, cada vez más, los grandes hipermercados apuestan por el empleo precario y temporal, con horarios atípicos que incluyen los fines de semana e imposibilitan la conciliación de la vida laboral con la social y laboral. En algunos de estos centros, según la autora, “se lleva a cabo una política antisindical” a través de “p?acticas ilegales” que dificultan el derecho a reunión y la creación de sindicatos.
¿Son tan baratos los hipermercados? Explotación laboral, precios irrisorios a los productores, contaminación por transporte de los “alimentos kilométricos”. Todo ello, supuestamente, posibilita que lleguen a las estanterías de los hipermercados productos mucho más baratos que los del tradicional comercio de proximidad. Pero, ¿esto es así realmente? El sociólogo Christian Topalov lo cuestionó hace 35 años en su obra La urbanización capitalista. Hacía allí una observación aguda: al menos una parte del dinero que supuestamente ahorramos en el precio del producto lo gastamos en combustible y en tiempo. Y en calidad de vida, aunque eso sea más difícil de cuantificar en euros.
Los grandes supermercados suponen, añade Topalov, un retroceso en la división social del trabajo: antes los pequeños comerciantes se ocupaban de transportar las mercancías hasta muy cerca de nuestra vivienda; ahora, ese trabajo lo realiza el propio consumidor, que debe desplazarse una cierta distancia, y con frecuencia necesita forzosamente el automóvil para ello. El hecho de que ahora hagamos los consumidores algo que antes hacían los minoristas supone que, considerando a la sociedad en su conjunto, la distribución de las mercancías requiere más tiempo de trabajo y también implica más gasto en transporte y más contaminación. Y, si consideramos todos estos factores, siguen siendo tan baratos los hipermercados?
Seguramente no, si consideramos un último factor: la incitación constante al consumismo que se hace en las grandes cadenas de la distribución. Desde las promociones 3×2 a la disposición de los estantes, cada detalle está orientado a hacernos comprar más productos de los que necesitamos, y a menudo, a adquirir alimentos industrializados y poco saludables. El capital sale ganando, pero, ¿y nosotros? Seguramente no, y cada vez más consumidores comienzan a entenderlo y a buscar alternativas, como la creación de grupos de consumo y la compra directa a cooperativas y pequeños productores.
Artículo publicado originalmente en Carro de Combate >>