Afortunadamente hoy no existe ninguna escuela, instituto o universidad, al menos de las que he podido conocer, que no tenga adoptada en las finalidades generales explicitadas en sus proyectos educativos el importantísimo y transcendental tema de la “Educación para la Solidaridad”. Evidentemente, no hace falta mucho justificar su necesidad social en un mundo atravesado por un feroz y depredatorio individualismo, en el que un tercio de la población malvive con menos de un dólar al día, o en el que se multiplica por doquier las desigualdades sociales. Sin embargo, ni las finalidades educativas, ni los proyectos curriculares son el rasgo fundamental por el que podemos identificar si una escuela está realmente comprometida con la solidaridad y educa auténticamente para ello.
Efectivamente, todas las escuelas e instituciones educativas siempre han tenido en mayor o en menor grado, alguna que otra actividad, esporádica, conmemorativa e incluso sistemática y programada dirigida a promover, animar, sensibilizar y hacer solidaridad aunque no se tenga muy claro lo que realmente significa este concepto. De hecho, la palabra y las actividades de solidaridad siempre aparecen en Navidad y en determinadas festividades. O también, cuando el profesor o la profesora de Ética o de Religión pone en marcha alguna campaña de sensibilización que incluso pueden terminar en la recogida de materiales o alimentos.
En un sentido similar, aunque con un carácter más sistemático, pedagógico y justificado en lo que se ha venido en llamar “Educación en Valores”, son numerosos los programas, materiales y actividades que las diferentes administraciones escolares y las ONGs han elaborado y puesto a disposición de todas las escuelas para educar en la solidaridad. Verdaderamente, el atractivo, utilidad, profundidad y variedad de estos materiales ha alcanzado cotas de perfección inigualables, que no podíamos hace unas décadas, imaginar. Y es más, hoy gracias a la revolución del internet, nadie puede argumentar, ya sea docente, alumno, padre o madre, que no existan a su disposición casi infinitas actividades, programas y materiales para sensibilizar y educar en la solidaridad.
En consecuencia, la institución que hoy no hace actividades de “Educación en Valores” y de solidaridad, es muy difícil de encontrar, porque siempre hay algún profesor o profesora sensible y dispuesto a hacer todo lo que le sea posible, para que estos temas se desarrollen en el aula y el centro escolar. Aunque desde luego, este tipo de prácticas docentes es cada vez más extendida y generalizable a todos los centros educativos, es cierto también que existe una gran diversidad, tanto en la calidad como en la cantidad, frecuencia e intensidad de las mismas. Diversidad que depende como es obvio, de distintos factores, tales como el contexto social, el carácter del centro, las políticas y normativas curriculares y el compromiso personal de los docentes. Es pues bastante común, encontrar siempre en los documentos escolares y en los proyectos educativos declarados, objetivos y contenidos curriculares, en los que se justifica la necesidad y se programan actividades concretas, dirigidas a trabajar educativamente, la solidaridad, la paz y no-violencia, la igualdad y la no-discriminación o lo que se conoce como “Educación para el Desarrollo” o “Educación para la Ciudadanía”.
En España por ejemplo, estos temas son preceptivos legalmente y están regulados y articulados curricularmente en lo que se conoce como “Áreas Transversales”, he incluso el anterior gobierno decretó la obligatoriedad de impartir una nueva materia escolar denominada “Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos” que fue eliminada por el gobierno actual.
¿Cuál es el realmente el impacto y la influencia que estos tipos de actividades tienen en la creación de actitudes personales solidarias en la ciudadanía? Pues la verdad y aunque no dispongo de datos precisos procedentes de investigaciones, mi limitada experiencia me dice que es escaso, por no decir raquítico o paupérrimo. Las razones de esta personal apreciación son diversas.
De una parte, nos encontramos con que las escuelas son instituciones altamente burocratizadas, reglamentadas y administradas cuya rigidez, aunque sea producto de las normativas o de la costumbre, impide muchas veces hacer algo diferente o distinto a las actividades enmarcadas en las tradicionales disciplinas o en los libros de texto y guías de las empresas editoriales. Pero a su vez, este tipo de actividades se encuentran con el obstáculo insalvable del horario disciplinar.
¿Estas actividades deben hacerse permanentemente o solo en determinados momentos del calendario escolar? ¿Cómo fijar los tiempos en un horario reglamentario que no contempla la realización de estas actividades? ¿No perjudicarán al desarrollo de los contenidos de los programas escolares, de forma que les quite tiempo a los mismos y queden siempre temas por dar? ¿Estas actividades son realmente obligatorias o por el contrario ocupan un lugar marginal que justifica su escasa atención?
Así pues las actividades curriculares de educación para la solidaridad enmarcadas en lo que conocemos como “Educación en Valores”, al final no tienen tiempo real para ser desarrolladas y terminan efectivamente por ocupar un lugar marginal o puramente testimonial, porque además la realización de las mismas depende mucho más del voluntarismo individual de los docentes que del compromiso colectivo y solidario de la institución.
Evidentemente, ni puedo, ni debo generalizar, pero tras casi cuatro décadas en las aulas de educación básica, puedo decir al menos que si estas actividades sobreviven en las escuelas, es porque siempre hay alguna iniciativa de la maestra o el maestro, que movido por un sentido de responsabilidad social y sensibilidad solidaria, hace todo lo que puede para que sus alumnos reciban la indispensable educación en estos valores éticos universales y eternos.Con esto, desde luego no voy a negar, que este tipo de actividades ya sean ocasionales o sistemáticas, no deban seguir siendo desarrolladas de la forma más conveniente.
Es más, creo con convicción que una Escuela Solidaria, debería estar centrada en sus programas, en torno a los valores éticos que sirven de fundamento a la Declaración de Derechos Humanos Universales y de desarrollo personal y comunitario, para a partir de ellos, desarrollar todas las competencias de aprendizaje asociadas a cada una de las disciplinas escolares.
Sin embargo, una escuela solidaria, es algo muchísimo más profundo y estructural que las episódicas actividades para sensibilizar y practicar la solidaridad con los que menos tienen o los programas sistemáticos producidos por pedagogos especialistas en los que todo está convenientemente programado y articulado. Si lo que normalmente se hace en las escuelas tiene un escaso impacto en la creación de actitudes y compromisos solidarios, así como en el desarrollo del pensamiento crítico, tal vez sea debido a que no se comprende bien el concepto de solidaridad y las implicaciones prácticas, teóricas y educativas del mismo.
Lo que de ningún modo creo que puede entenderse como solidaridad, son aquellas actividades que juegan sin pretenderlo, un papel parecido a esos “reality show” que algunas cadenas de radio y televisión organizan para recaudar fondos para los más necesitados. Es decir, se trata de ser solidarios únicamente en las fechas y fiestas establecidas o en el tiempo en que el programa formativo se desarrolla en el aula, o de practicar la solidaridad únicamente con los de afuera o con los que están lejos.
Una escuela solidaria, es sin duda aquella que tiene que articular en sus programas educativos y en sus contenidos escolares, actividades dirigidas al aprendizaje de la solidaridad en todos los ámbitos del desarrollo personal y social, es decir, en las dimensiones cognitivas, afectivas, volitivas y sociales, dimensiones que como es sabido, siempre funcionan integradas. Sin embargo, esto sería también netamente insuficiente porque una escuela solidaria no es únicamente la que trata temas de solidaridad en sus programas, sino la que práctica la solidaridad en todas y cada una de sus estructuras, en todos y cada uno de sus espacios y en todos y cada uno de sus participantes.
La solidaridad no es en ningún caso ese sentimiento de conmoción o compasión que experimentamos cuando vemos a alguien que sufre o se duele. Ese puede ser el comienzo de un aprendizaje solidario, pero por lo general este sentimiento termina por extinguirse cuando desaparece la percepción del hecho, o cuando movidos por la caridad, la generosidad, o la asistencia, hacemos un acto altruista, dirigido coyunturalmente a paliar el dolor o también a suavizar nuestro posible sentimiento de culpa. Pero además la solidaridad tampoco es ese sentimiento de identidad y afiliación que se deriva de la pertenencia a un determinado grupo social, aunque sean los grupos humanos los escenarios naturales en los que se expresa la solidaridad.
Así pues, todos estos programas dirigidos a que los alumnos se sensibilicen por las injusticias ajenas y lejanas, pueden representar inicialmente algo positivo para iniciarse en la solidaridad, pero no deben confundirse con la educación en, para y con la solidaridad. La solidaridad no se construye a partir de una situación de lejanía o de superioridad. La solidaridad no es ni caridad, ni compasión, ni asistencialismo, lo que no quiere decir que no incluya la ayuda desinteresada. La solidaridad es algo más profundo, intenso y permanente que no se restringe a un momento o a una acción concreta, sino que es más bien un proceso continuo de construcción cooperativa de la igualdad en la diversidad.
El maestro chileno Luis Razeto, lo deja bien claro cuando dice que “…la solidaridad es una relación horizontal entre personas que constituyen un grupo, una asociación o una comunidad, en la cual los participantes se encuentran en condiciones de igualdad. Tal relación o vínculo interpersonal se constituye como solidario en razón de la fuerza o intensidad de la cohesión mutua, que ha de ser mayor al simple reconocimiento de la común pertenencia a una colectividad. Se trata, en la solidaridad, de un vínculo especialmente comprometido, decidido, que permanece en el tiempo y que obliga a los individuos del colectivo que se dice solidario, a responder ante la sociedad y/o ante terceros, cada uno por el grupo, y al grupo por cada uno..”
En sociedades en las que se destruyen los vínculos, o en las que nuestras relaciones y compromisos adoptan la forma de mercancías de bajo coste y calidad, o en las que se promueve el infantilismo y la dependencia, construir la solidaridad es realmente un desafío de primer orden, tanto personal y social, como educativo.
Hoy nuestras escuelas ya no son la prolongación de los hogares del mundo rural de antaño y muchísimo menos, aquellos reductos de estudio y contemplación para las clases privilegiadas y el clero. Hoy el formato es el de la gran industria, o el del shopping center, es decir, el de la concentración de grandes masas de operarios y usuarios cuya misión es consumir y consumir productos elaborados que los operarios distribuyen.
Por esta razón, la primera y más fundamental medida que habría que adoptar para hacer una escuela solidaria, sería construir y acondicionar espacios a escala verdaderamente humana, que hicieran más fácil la creación de vínculos duraderos entre los agentes de la comunidad, pero también con la realidad natural, social, económica, cultural y política del contexto social.
Una escuela solidaria, además de que necesariamente tiene que ser de pequeño tamaño y huir del principio de concentración y maximización de la gran industria, es también aquella que promueve vínculos afectivos, de confianza y de amistad. En consecuencia, cualquier actividad escolar que incremente o ponga en juego la colaboración, la cooperación, la confianza mutua y la corresponsbilidad, estará contribuyendo a mejorar y a perfeccionar el funcionamiento y la eficiencia de la propia escuela, así como también el desarrollo y la madurez crítica y ética de alumnos, padres y profesores.
En una escuela solidaria, no se rechazan las actividades de sensibilización ante problemas e injusticias externas a la escuela, por el contrario, pueden y deben incluso promoverse con mayor intensidad y continuidad. Sin embargo, no es esta su razón de ser, ni tampoco su metodología fundamental. En una escuela solidaria, los objetivos y actividades educativas no consisten en conmover, emocionar, apreciar, interpretar o ver la realidad desde una atalaya o un refugio sentimental. En una escuela solidaria, no se predica, ni se publicita la solidaridad, sino que es la solidaridad misma, su práctica continua en todos las estructuras y actividades de la escuela la que educa.
La práctica de la solidaridad en las escuelas, obviamente afecta en primer lugar al comportamiento de alumnos, profesores y familias, comportamiento que necesariamente tiene que estar vinculado mediante la construcción colectiva de un proyecto educativo común. Y esto exige de las escuelas una visión completamente diferente de la que actualmente tenemos.
Hoy concebimos las escuelas simplemente como lugares de estudio y aprendizaje a partir de libros, lectura, estudio, explicaciones de los profesores y por supuesto pruebas y exámenes que deben ser superados. En este modelo, lo que opera es el esfuerzo individual con el fin de situarse en los lugares más altos de la selección o de las calificaciones. En las escuelas solidarias, por el contrario lo fundamental no es la infatigable lucha por los primeros puestos del ranking escolar, sino el esfuerzo por la extensión de la cooperación y la ayuda con el fin de que cada alumno en particular y con la singularidad de sus características, pueda adquirir las competencias básicas de aprendizaje establecidas o las metas que el propio grupo de alumnos o la escuela haya decidido. Para esto desde luego, no sería necesario hacer grandes cambios de infraestructura y recursos, sino sencillamente buscar sistemas y metodologías cooperativas y de responsabilidad compartida en las aulas, que pueden conocerse y aplicarse con facilidad. Pero aun así y pensando solamente en el alumnado, esto no sería suficiente.
Una escuela solidaria, no es tampoco la que aplica metodologías cooperativas y solidarias en el aprendizaje y en las aulas, aunque desde luego esto sería un avance de primer orden para aprender en la práctica lo que significa la solidaridad.
Una escuela solidaria es aquella que desde el primer momento del ingreso de los alumnos en sus instalaciones, ya sean únicas o repartidas en diversos espacios y establecimientos, hace posible que cada uno de ellos asuma una responsabilidad, siempre claro está, en función de las características y el nivel de desarrollo de cada uno. Las escuelas solidarias, no son aquellas que dan todo hecho, preparado y cocinado de antemano a sus alumnos para que estos consuman y consuman sin ofrecer nada a cambio de su propio esfuerzo y cosecha. No son pues escuelas de receptividad y pasividad, sino escuelas de muchísima actividad en todos los órdenes, para cuya realización se requiere el concurso de todos y cada una de las personas que participan en ella, ya sean padres, profesores, directivos, agentes de la administración o alumnos.
Pero al decir de muchísima actividad, no estamos hablando exclusivamente de los procesos de aprendizaje que se desarrollan en las aulas, sino de todas las actividades y recursos que son necesarios poner en juego para que la escuela funcione.
Pongamos por ejemplo la necesidad del mantenimiento, el orden y la higiene de las aulas y determinadas instalaciones que pueden ser perfectamente asumidas por la totalidad del alumnado. O por ejemplo también, el trabajo inherente necesario para que determinados servicios como el comedor, la biblioteca, el gimnasio estén disponibles. Son pues numerosas las posibilidades que un centro escolar brinda, para que padres, profesores y alumnos se responsabilicen y cooperen en un proyecto educativo en el que todos participan y si se desaprovechan estas oportunidades, estamos contribuyendo en mayor o en menor medida a la infantilización y a la dependencia, negando así las posibilidades de autonomía, creatividad y solidaridad.
Otro aspecto de sumo interés, es la conciencia y el modelo generalizado de escuela infantilizada y ortopédica que hemos creado, un modelo que ha propiciado en gran medida la incapacidad y la inutilidad para el trabajo manual y productivo. Las escuelas primarias, secundarias y terciarias, no son lugares para el trabajo manual, artesanal y técnico con resultados económicos y productivos, sino por el contrario para la promoción exclusiva de habilidades mentales o cognitivas.
Con razón decían nuestros padres que debíamos estudiar para liberarnos de la esclavitud del trabajo físico y manual, porque en el pasado siglo y en el actual, trabajar con las manos es algo muy poco valorado y remunerado socialmente. Sin embargo aquella vieja movilidad social que proporcionaba a la escuela a los alumnos más aventajados en la selección, está desapareciendo si no lo ha hecho ya, pero además no hay ningún trabajo físico que no requiera un determinado grado de aprendizaje cognitivo, emocional y social.
Caminamos y vivimos en sociedades con una determinada tasa de desempleo permanente, que en algunos lugares alcanza cifras de extraordinaria gravedad, o en sociedades de empleo precario y “mini jobs” en las que prolifera y se instaura también de forma permanente, la economía informal y popular, despreciar pues las posibilidades que una escuela puede aprovechar para autogestionarse, autoabastecerse e incluso contribuyendo al sostenimiento de la comunidad, es completamente absurdo.
¿Puede una escuela, ya sea primaria, secundaria o terciaria contribuir a la autogestión de las necesidades económicas de la comunidad? Sin duda alguna y esto es algo que puede constatarse en numerosas experiencias que se están desarrollando en este instante en muchos países. ¿Por qué no puede tener cada escuela, por ejemplo, un espacio agrícola y ganadero o un huerto que no sirva solamente para hacer experimentos, sino para producir bajo las condiciones técnicas más adecuadas?
Obviamente se me dirá, que en las ciudades no hay espacios naturales para los huertos, pero hoy son también numerosas las experiencias que mediante huertos urbanos se contribuye en mayor o en menor medida al autobastecimiento. Pero en cualquier caso, una escuela solidaria no es exactamente una escuela agrícola, aunque puede serlo, sino la que crea condiciones para que el trabajo manual, artesanal con carácter económico y a pequeña escala, pueda ser desarrollado.
Con este carácter, la eterna división entre trabajo manual e intelectual que tanto el mercado como el estado contribuyen a crear, no solo tendería a difuminarse sino que además, al centrarse dichas actividades en procesos solidarios, es decir de corresponsabilidad, cooperación, confianza y colaboración, estaríamos contribuyendo también a difuminar y suavizar la eterna división entre pensantes y ejecutantes, dirigentes y dirigidos, hombre y mujer, etc.
No es ninguna utopía que una escuela pueda desarrollar al mismo tiempo un trabajo de aprendizaje, un trabajo de cooperación para el mantenimiento de la comunidad y un trabajo artesanal y productivo a pequeña escala. Son numerosas las experiencias que se están dearrollando en todo el mundo en este sentido.
Si la solidaridad es un proceso que se construye a partir de la cooperación, la corresponsabilidad, la creatividad y la autonomía, las escuelas solidarias necesariamente tendrán que ser diversas y singulares.
En ellas no cabe la estandarización a la que estamos acostumbrados con el modelo burocrático estatalizado que normaliza y reglamente exhaustivamente lo que debe o no debe hacerse en las escuelas. Por ello, no necesariamente cada escuela tiene que adoptar la forma de un centro productivo a pequeña escala, sino que será cada comunidad la que determine, cuáles son los ámbitos posibles y necesarios de cooperación y en los que fraguar el compromiso solidario.
Así por ejemplo, existen también numerosas experiencias de cooperativismo escolar, en las que la comunidad, el profesorado y el alumnado se corresponsabilizan del funcionamiento y el mantenimiento de determinados servicios que se realizan en las escuelas tales como comedores, bibliotecas, actividades complementarias y otros.
Una escuela solidaria, no puede ser por tanto una escuela pasiva, receptiva y consumidora de servicios. Por el contrario y si quiere ser realmente solidaria, tendrá que compartir y poner en marcha proyectos, iniciativas, programas y actividades desde dentro de la misma comunidad escolar, en las que cooperación, colaboración y las responsabilidades libremente asumidas y compartidas sean el medio y el fin que den sentido a todas sus finalidades educativas.
Pero imaginemos que nada de esto es posible, pero que al menos tenemos en las aulas abundantes actividades basadas en metodologías participativas y cooperativas. ¿Sería suficiente con ello? Pues tampoco, porque nos olvidaríamos de los padres de familia, del profesorado y de los gestores, directivos y personal de mantenimiento.
El modelo funcionarial vigente, que tan bien ha protegido a sus trabajadores con la seguridad de un empleo para siempre y no pocos privilegios consuetudinarios, aunque ahora reciban fuertes agresiones en sus condiciones laborales como consecuencia de la crisis, ha generado también patologías y excrecencias funcionales. Individualismo, abstencionismo, indolencia, corporativismo y diversas conductas no catalogables, muchas de ellas claramente corruptas, son algo que forma parte de la normalidad del paisaje de las burocracias escolares. Por ello, el hecho de que los profesores se conviertan exclusivamente en funcionarios docentes especializados y no en profesionales de la educación al servicio de la comunidad, genera culturas laborales claramente individualistas, meritocráticas y orientadas por lo general al ascenso o a la necesidad de ocupar puestos en la jerarquía de mayor prestigio y salario, al mismo tiempo que de menor trabajo individual y esfuerzo. Es decir, generan culturas laborales basadas en el propio interés que conducen, además de al individualismo, al corporativismo más ramplón que incluso es interno a las propias escuelas, mediantes las diversas diferenciaciones de estatus y salarios. Así pues, por muchas actividades curriculares de solidaridad que se realicen en las escuelas, si el profesorado no trabaja en equipo, no comparte sus materiales y experiencias, no asume responsabilidades en el colectivo, no se reúne y coopera en la realización de proyectos educativos y comunitarios, o sencillamente no asume la necesidad de promover y realizar actividades y proyectos solidarios, muy difícilmente podremos conseguir una escuela solidaria.
A su vez, si la estructura organizativa de la escuela está reglamentada de tal modo, que no hay espacio para la autonomía profesional y para la creatividad, es evidente que será muy difícil hacer solidaridad en la escuela. Y en el ámbito de la gestión y de la organización escolar, si los directivos de los centros escolares, no son auténticos testimonios y modelos de solidaridad capaces de estimular, asesorar y liderar procesos de innovación y cooperación educativa, pedagógica y comunitaria, difícilmente también podremos conseguir en la práctica una escuela solidaria.
Si la dirección de los centros escolares está sometida exclusivamente a los dictados de la estructura de mandarinato de la burocracia escolar. O si el directivo, que es muy frecuentemente un hombre en una comunidad docente constituida en su mayoría por mujeres, consigue su puesto tras un determinado esfuerzo por ascender en la jerarquía de la burocracia escolar, las posibilidades de construir escuelas solidarias chocan también con las diversas formas de autoritarismo y desclasamiento que muchas veces estos funcionarios adoptan.
No puede por tanto entenderse una escuela solidaria que no esté autogestionada y basada en la más amplia participación de padres, profesores y alumnos. No puede concebirse una escuela verdaderamente solidaria, es decir que haga solidaridad y no solamente la predique con necesidades ajenas y distantes, si esa escuela no es profundamente democrática en todos sus ámbitos, incluido desde luego el de la elección de aquellas personas que pueden y son aceptadas plenamente para dirigir y hacer posible el desarrollo un proyecto educativo que es compartido y autogestionado por toda la comunidad.
Así pues, una escuela solidaria es aquella que está atravesada y practica la solidaridad en todas sus dimensiones: en los contenidos escolares, en las aulas, en los patios de recreo, en el profesorado, con los padres y madres de familia, con la comunidad, en los órganos de gestión y organización del centro. ¿Cómo podríamos evaluar entonces el grado de solidaridad de una escuela? ¿Podrían establecerse algunos criterios básicos?
En primer lugar, el grado de solidaridad de una escuela puede valorarse en función del grado de profundidad, intensidad y solidez de las relaciones sociales y los vínculos cooperativos y afectivos que en ella se establecen.
Una escuela que funciona como un shopping, movida por rutinas o por un activismo esporádico y supuestamente innovador producto de modas y tendencias mercantiles y en el que profesores, padres y alumnos se comportan como extraños en la cola de un supermercado, o como adversarios eternos en los que prima la desconfianza, no podrá ser nunca una escuela solidaria.
Por el contrario, una escuela que se compromete con las personas, que las respeta, que las considera en los saberes originales que cada una posee y aporta y que promueve el encuentro, el diálogo, la confianza y la amistad tiene evidentemente muchas posibilidades de convertirse en una escuela solidaria. Dicho de forma sucinta: una escuela solidaria es aquella que promueve y practica relaciones de confianza y cooperación sólidas, es decir, ni líquidas, ni gaseosas.
A su vez, una escuela solidaria es aquella que promueve y practica relaciones de igualdad y de reconocimiento mutuo de saberes. Una escuela que pretenda ser solidaria no puede rechazar, ni mucho menos despreciar los saberes populares, los saberes del trabajo manual, los saberes del buen vivir y del sentido común que han contribuido a que generaciones enteras vivan y sobrevivan sin necesidad de estar escolarizadas.
Una escuela solidaria por tanto, es aquella que valora, reconoce la dignidad esencial de cada persona, al mismo tiempo que estimula el desarrollo de todas y cada una de las capacidades y habilidades de cada uno de los miembros de la comunidad escolar.
Una escuela solidaria, no puede ser aquella que cree que el único que sabe, puede y debe enseñar es el maestro, sino por el contrario, aquella otra que busca, investiga, reconoce y da oportunidades de cooperación a los diferentes maestros y maestras de humanidad, de profesionalidad o de artesanía que existen en la comunidad.
Una escuela solidaria, es aquella que borra y hace posible la eliminación de los límites y las fronteras entre lo escolar y lo extra-escolar, aprovechando el inmenso caudal de posibilidades culturales, de aprendizaje y de saberes acumulados que tiene la comunidad y que la escolarización por lo general ha despreciado siempre.
Por último, una escuela solidaria es la que además de hacer solidaridad, es decir, centrarse en las necesidades y en los problemas concretos y específicos de la propia escuela, de la comunidad, de las aulas y de las personas individualmente consideradas, promueve y hace también democracia directa y no meras liturgias representacionales dictadas por las burocracias.
Democracia directa, que consiste en una acción continua de participación, colaboración y cooperación en un proyecto social y educativo constituido por la propia escuela en sí, proyecto que al ser participado, sentido y realizado como propio, hace posible también la cohesión y la solidez necesaria, que va mucho más allá de la simple pertenencia identitaria, para dar lugar así, a la práctica de la solidaridad permanente. Una escuela solidaria es la que hace posible el desarrollo de valores y actitudes democráticas, como consecuencia y efecto de la práctica continua de la libertad y la responsabilidad.
Por último, no me resisto a traer aquí unas estrofas de una canción, que desde el primer año en el que tuve la oportunidad de ejercer como maestro de escuela, en plena dictadura franquista, me ha acompañado. Se trata de la canción “Simplemente solidario” compuesta y cantada por cantautor, folclorista y antropólogo chileno Valericio Leppe (1937-2004) que acompañado de la voz y la guitarra de Eladio López, constituían en 1971 el Dúo Coiron, que formaba parte de todo aquel movimiento musical llamado “La nueva canción chilena”.
Aquella canción, que tan sentimentales recuerdos me trae como consecuencia de haberla enseñado y cantado muchísimas veces a mis alumnos decía así: “Simplemente solidario, conducta de amanecer, carajo hermano que cuesta al Ego poder vencer. Deme la mano y la tomaré, que si va solo se pue perder, pa hacer la yunta, pa hacer la yunta, no basta un buey. Una escuela solidaria, la tendremos verá usted, formaremos manos buenas solidarias para el bien.”
Sirva pues este artículo también, para rendir homenaje a aquellos cantores chilenos que plantaron las semillas de valores eternos de los que hoy estamos sumamente necesitados.
Juan Miguel Batalloso Navas es maestro de Educación Primaria. Licenciado en Filosofía y Educación y Dr. en Ciencias de la Educación –Universidad de Sevilla, España–. Ha ejercido la profesión docente durante 35 años, impartido numerosos cursos de Formación del Profesorado, dictado Conferencias en España, Brasil, México, Perú y Portugal, publicado varios libros y numerosos artículos sobre temas de educación. Es Miembro del Consejo Académico Internacional de UNIVERSITAS NUEVA CIVILIZACIÓN, donde ofrece el Curso e-learning: ‘Orientación Educativa y Vocacional’.