Los brindis también son cancha

  Mis primos dicen que en el dieciocho se come y se bebe como siempre, especialmente en mi familia que es profundamente sibarita y curá

Los brindis también son cancha

Autor: Arturo Ledezma

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Mis primos dicen que en el dieciocho se come y se bebe como siempre, especialmente en mi familia que es profundamente sibarita y curá. Comentábamos que alguna gracia de estas fiestas –excluyendo las notas horrorosas y sexistas de Fariña o de ese videíto con alguna sacá de chuchá del borracho simpático de moda-, está en una especie de secreta comunión, en un alto al rigor diario al que nos obligan nuestros jefes y nuestras instituciones y nuestros ministerios y nuestros ideócratas que nos inventan las obligaciones que hay que cumplir en el laboreo de todos los días.

Ese paréntesis se explica como una especie de acto de supervivencia. Es como cuando los luchadores frente a la llave que los aniquilará y hará perder, golpean con desesperación el cuadrilátero. La mano sopeada, urgente, busca una salvaguarda para poder respirar y zafar, aunque sea brevemente, de la golpiza caraja que el bien cuidado enemigo le propina. Y ahí es donde empieza la metáfora, porque en el desmadre y el exceso se busca tomar alguna forma de respiro y la lectura más cercana es creer que en el olvido, en la evasión, sencillamente se tributa a los deseos del enemigo, pero prefiero quedarme con la lectura de que el perraje, por el simple hecho de ser y existir, se configura como la resistencia al poderío y su hegemonía injusta y por ese simple hecho de ser y existir desde la otredad, necesita un renuncio, un contacto con la dispersión desordenada y excesiva.

Este dieciocho lo pasé en Coñaripe, -décima región o décimo cuarta, no cacho en qué ocurrencia administrativa quedó al final-, y el pueblo desfilaba con todos sus máximos representantes. Pacos, bomberos, colegios, juntas de vecinos, asociaciones de huasos y de señoras que se dedican a alguna cosa, paseaban por la avenida principal, bajo la llovizna, con sus pilchas de ocasión y sus rostros llenos de orgullo por ser parte de. El resto del pueblo observa y registra en sus teléfonos, el paso marcial y los pechos de paloma de esta red carpet sin carpet. Muchos niños juegan con autitos y aviones, casi como terminando de completar la escena ideal en donde el desfile realmente sería grandilocuente y soñado. Porque todos saben que para ese pueblo y para muchos otros no alcanzan los halcones de la fash ni los desfiles de blindados ni las grandes armas ni la farándula de lo castrense y la tradición corre como una manera de pertenecer a un concepto más grande, a un árbol más frondoso que alcance a cubrir a esa periferia provinciana.  {destacado-1}

Y parece que ahí es donde aparece este inacabable discurrir, porque al final no importa tanto que el pueblo remede a las figuritas oficiales de la urbe o a triunfos que antes y ahora no alcanzaron a llegarles; importa que el conjunto de ese caserío se mantenga intranquilo y curioso, que se organice y disienta en el exigente doméstico, importa que salude y cuide y huevee con sus vecinos y que si quiere alzar las copas los dieciochos y los días que se les plazca o si quiere hacerlo enchufado a rancheras, a la bachata de ocasión o al Tokio del Solo di Medina, lo haga siempre, siempre sabiendo claro y convencido de que cuando acaba la caña y empieza otra jornada, él y ella, son los personajes principales de esta historia, son los responsables de que en el algún mejor momento, los trofeos, las lindas cifras, las lucas, las opciones, sean una escena habitual.

Salud.


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