«Era aterrador, pero solo quería escapar. Estos policías me daban una mala sensación», contó en una entrevista al portal ‘Global Post’ Eusebio, un estudiante de 19 años de la universidad rural para maestros en Tixtla, situada en el estado mexicano de Guerrero.
Eusebio es un apodo. El estudiante pidió no revelar su nombre verdadero ya que teme repercusiones de lo que él mismo llama una red corrupta de policías y narcotraficantes.
El 26 de septiembre, sobre las seis de la tarde, junto con otros 120 estudiantes Eusebio salió de su universidad para dirigirse a Iguala, que está a una hora en coche. Una vez allí, se dirigieron a la estación de autobuses y se fugaron con tres vehículos que querían utilizar para el transporte a los colegios y la marcha en la ciudad de México el 2 de octubre para conmemorar la masacre estudiantil de 1968. La práctica de coger autobuses comerciales sin permiso para las marchas con su posterior devolución a los propietarios se suele tolerar en gran parte.
Eusebio iba en uno de estos autobuses cuando, sobre las 9 de la mañana, el camino fue bloqueado por un coche policía. Los estudiantes salieron corriendo del autobús para intentar hacer que la Policía se moviera. Según los testigos, los agentes de seguridad empezaron a disparar a los estudiantes enseguida.
Pensaban que solo los iban a arrestar, pero les esperaba algo diferente.
«El tiroteo duró mucho tiempo. Llegaban más policías y nos disparaban. Me tumbé en la parte de atrás del autobús. Algunos respondían tirando piedras. ¿Pero de qué sirven piedras contra pistolas? Ninguno de nosotros estaba armado.»
Finalmente, uno de los estudiantes fue matado a tiros, otros estaban heridos. El tiroteo paró y llegaron ambulancias para llevarse a los heridos. También llegaron unos periodistas locales y los estudiantes empezaron a contarles lo sucedido.
No obstante, al poco tiempo llegaron más policías, acompañados de hombres vestidos de civil, que ahora se han identificado como miembros del grupo ‘Guerreros Unidos’. Dos estudiantes más fueron abatidos y varios otros resultaron heridos.
Durante el tiroteo, los policías agarraban a los estudiantes y los metían en los coches patrulleros. «Estaban pegando a los estudiantes. La gente tenía tanto miedo de que les dispararan que se rendían. Pensaban que solo los iban a arrestar. Pero les esperaba algo diferente», relata Eusebio.
«Los disparos llegaban de todas las direcciones y la Policía u hombres armados bloqueaban las salidas. Pero otro estudiante y yo conseguimos encontrar la salida a través de un callejón. Salimos corriendo a otra calle y allí había un hombre al lado de su casa. Al principio se mostró desconfiado, pero le explicamos que solo éramos estudiantes y nos dejó entrar en su casa. Nos quedamos allí hasta la mañana. Este hombre nos salvó», cuenta Eusebio.
Cuando los estudiantes volvieron a reunirse en Tixtla, descubrieron que 43 de sus compañeros habían desaparecido. El sábado, 28 cadáveres fueron recuperados de seis fosas clandestinas en las afueras de Iguala. Actualmente, se está comparando el ADN de estas víctimas con el de los familiares de los 43 estudiantes desaparecidos.
Eusebio opina que el derramamiento de sangre es el resultado de que las autoridades, represivas ya de por sí, trabajen con narcocárteles, y eso hace que la violencia aumente.
Varios policías locales y presuntos miembros del cártel fueron arrestados. El alcalde de Iguala se dio a la fuga. El lunes, el presidente mexicano Peña Nieto pidió una investigación meticulosa del incidente, que llamó «indignante, doloroso e inaceptable» y anunció que se castigará a todos los responsables.