La línea que distinguía lo público de lo privado se ha difuminado en años recientes. El equipo del ex Presidente Bush utilizó los fondos y las estructuras del Estado para beneficiar y blindar el interés privado de empresas vinculadas a los mismos miembros del Gobierno: Halliburton, Blackwater, Bechtel, General Electric, Lockheed Martin, Gilead, Carlyle, Boeing, entre otros.
Esta vez no se buscaba alejar al Gobierno de la iniciativa privada, sino de desviar fondos públicos a empresas subcontratadas para encargarse del espionaje, de la rehabilitación de Nueva Orleans tras el huracán Katrina, de la reconstrucción de Irak, del sector penitenciario… Sobre todo, de tareas relacionadas con la seguridad nacional y con el ejército.
De la misma manera, gobiernos de todo el mundo cedieron al chantaje de los bancos y entregaron dinero de los contribuyentes para tapar los agujeros que las mismas entidades bancarias habían creado. De lo contrario, advertían, las consecuencias serían catastróficas para la economía mundial. Aún así, los directores financieros y altos ejecutivos mantuvieron sus primas millonarias con contratos blindados.
El corporativismo neoliberal que privatiza beneficios y socializa pérdidas se ampara en la premisa de que el objeto del mercado es sacar el máximo beneficio posible, cueste lo que cueste. Los funcionarios del Estado que operan bajo este paraguas muestran primero lealtad a los accionistas de sus empresas que a los ciudadanos a los que representan, lo que amenaza el juego democrático.
Lejos de poner los cimientos para una aristocracia – un gobierno de pocos, pero de los mejores -, la primacía del tener por encima del ser ha creado las condiciones para que proliferen oligarquías que se caracterizan por su desmesura, su falta de pudor y de ética. Para revertir la tendencia y construir verdaderas democracias desde la participación ciudadana, se tendrían que revisar y reforzar los ordenamientos jurídicos nacionales e internacionales en esta materia. Se trata de impedir la compaginación de cargos públicos con la participación activa en entidades privadas que puedan verse beneficiadas por información privilegiada o por presiones políticas (lobbying) a su favor.
El absentismo en el Congreso en España para participar en negocios privados demuestra también la jerarquía de lealtades cuando deja de existir la línea que separa lo público de lo privado. Algunos políticos compaginan sus cargos públicos con puestos como consejeros delegados o como “asesores” externos de grandes empresas, a pesar de los sueldos que tienen como funcionarios, los gastos y dietas, además de otros incentivos. La ciudadanía tiene la responsabilidad de exigir cuentas, especialmente cuando tiene acceso a la información y a las imágenes del Congreso semi-vacío en los medios de comunicación.
Otra amenaza para la democracia participativa proviene de las “donaciones” para campañas políticas. En Estados Unidos se ha propuesto que las donaciones sean anónimas. Esa medida no resolvería el problema, pues hay maneras de hacer una donación “anónima” que le permita al candidato conocer su procedencia. Aún así, la propuesta ha encontrado una oposición frontal de grupos de presión vinculados con los sectores farmacéutico y armamentístico. Se ha propuesto limitar la suma de las donaciones, medida que también puede eludirse de distintas maneras. Quizá funcionaría una combinación de estas propuestas y el compromiso de basar el proceso democrático en el diálogo, el consenso y el debate más que en un concurso de fortunas entre los partidos.
“Hay algo que tienen los funcionarios públicos que no tiene el sector privado: el deber de lealtad al bien común, al interés colectivo en lugar del interés de unos pocos. Las compañías deben su lealtad a sus accionistas, no a su país”. David M. Walker, auditor general de Estados Unidos, hablaba así de la necesidad de que el Senado pusiera límites a las privatizaciones del sector público que caracterizaron a la época Bush.
Estos excesos y desviaciones han sido posibles por el olvido de la función primordial del Estado: el bien común y el bienestar de sus ciudadanos, no la seguridad a cualquier precio que venden quienes utilizan las desgracias para desviar el dinero de los contribuyentes desde su mano gubernamental hacia su mano corporativa.
Carlos Miguélez Monroy
El Ciudadano