Señor Ministro, ¿no le sobra alguna camisa de fuerza?

(Capítulo de adelanto de la novela “Los años perdidos del Transantiago”, por Francisco Ramírez) La furia ciudadana contra “El Monstruo” adoptaría diversas formas, algunas no tan brutales como la violencia física contra sus operarios, el sabotaje a máquinas y paraderos, la evasión del pago del servicio o la crítica enceguecida


Autor: Sebastian Saá
(Capítulo de adelanto de la novela “Los años perdidos del Transantiago”, por Francisco Ramírez)

La furia ciudadana contra “El Monstruo” adoptaría diversas formas, algunas no tan brutales como la violencia física contra sus operarios, el sabotaje a máquinas y paraderos, la evasión del pago del servicio o la crítica enceguecida. Así, hubo usuarios que acudieron a la justicia para que se dirimiera si las cosas estaban desarrollándose de acuerdo a derecho. Por cierto, no fueron muchos: si los miles y miles de descontentos hubiesen tomado tal opción el colapso judicial habría sido mayúsculo.

Sin embargo, el Transantiago sí fue llevado al estrado y no siempre sorteó felizmente la prueba. Fue el caso de las demandas colectivas que el Servicio Nacional del Consumidor elevó a nombre de grupos de usuarios vulnerados por el “Plan Maestro” de transporte público puesto en práctica por las autoridades. De este modo, a las multimillonarias pérdidas diarias de su funcionamiento se añadirían ciertos gastos en el ítem de indemnizaciones civiles.

Sin duda, uno de los recursos judiciales de mayor alcance fue el entablado a comienzos de mayo por 1.667 querellantes quienes, por medio de su abogado, apuntaron más allá del Transantiago y pidieron que la mismísima Presidenta fuese citada a declarar por su responsabilidad directa como Jefa de Estado. En todo caso y pese a su valiente reconocimiento de que “las cosas se han hecho de modo errado” y que el Transantiago había originado un “daño significativo y notorio en la población”, la judicatura prefirió evitarle la molestia y el trámite fue desechado.

Pese a lo esperable, la demanda no fue muy divulgada en los medios de comunicación. La causa de ello resulta misteriosa, aunque también puede remitir a la lógica interna de los informativos, la que privilegia la personalización de los hechos: si la Jefa de Estado no prestaba testimonio, no había noticia. Tampoco si los usuarios no se autoinmolaban o amenazaban con suicidarse en Tribunales. Al menos, que quemaran algún bus, atentaran contra alguna empresa o –igual podía servir para TV-, por último, que agarraran a un conductor y lo patearan y escupieran, con un par de garabatitos como telón.

Aunque, claro, tampoco podía arrojarse al tacho una demanda contundente que podía dejar aún más por los suelos la infame reputación de uno de los “proyectos estrella” del oficialismo.

Eso creyeron los editores del conocido portal web Orbi. Fue así que la mañana del 2 de mayo, un titular llamativo encabezaba los contenidos generales.

Demanda masiva contra el Transantiago da cuenta de graves patologías mentales padecidas por los usuarios

Depresión, ataques de pánico, agorafobia  y trastornos de ansiedad. Eso es lo que había detectado un grupo de psicólogos tras estudiar por un año a los demandantes y cuyo informe se incluía en el escrito judicial.
Según los profesionales, el Transantiago había “alterado significativamente el diario vivir de los evaluados”. En concreto, un 95% de los consultados pensaba que su calidad de vida había empeorado desde su debut en 2007.

El “Monstruo” no necesitaba ni siquiera mostrar sus garras para horrorizar: su mera existencia provocaba que la gente comenzara a enloquecer.

Desde luego que las “micros amarillas” no fueron el mejor invento del hombre. En su historial contaban, igualmente, con muerte, violencia y descontento ciudadano. No obstante, la población se las arreglaba pues las consideraban un mal forzoso, pero necesario.

Ante ello, surgían algunas preguntas: ¿tuvo que implementarse el Transantiago tan brutalmente y sin que siquiera se evaluará el caos que acarrearía? ¿Era tan difícil suponer que una sociedad conservadora y reacia a cualquier “revolución copernicana” iba a ser superada por un cambio tan totalitario?

La idiosincrasia de las calles había demorado décadas para establecerse y de un día a otro se reformularon sus códigos. Más encima, ofertándole la última maravilla para grandes y chicos, cuya concreción fue espantosa. Y las calles se rebelaron. Y cuando eso sucede, mejor rogar a Dios para que su marcha no arrase con todo.

Obviamente, los diseñadores del sistema bien poco sabían de las calles. Toda su existencia había transcurrido en emplazamientos en donde la “imprevisión” era una práctica desterrada de lo cotidiano. Ese fue el error capital: no considerar la lógica de la calle… al implementar, paradójicamente, una estrategia de transporte masivo urbana y callejera. Un sin sentido garrafal. Impotente para desbaratar los altos designios del poder, la población recurrió al sarcasmo para ridiculizar a aquellas mentes geniales que dieron rienda a su sueño en soberbias oficinas gubernamentales equipadas con la mejor tecnología y sofisticación, donde todo no podía sino augurarles que todo funcionaría –valga la metáfora- “sobre ruedas”. Y el cáustico ingenio del pueblo dio frutos: los “ingenieros del Transantiago”: tal fue la descarnada burla con la que se vengaron todos aquellos que pagaron el costo de un sueño que se transformó en la más desvencijada de las pesadillas.

Mientras tanto, el Gobierno hace lo que puede. Sin duda, cuesta creer que actúe de mala fe y no ponga empeño en tratar de arreglar una de las más desastrosas políticas públicas de los últimos 100 años. Pero hay ciertas enfermedades –como la locura colectiva…- de las que cuesta mucho, mucho recuperarse. La verdad sea dicha: el Gobierno y la gente están enfermos del Transantiago. Sin embargo, aún no existe equipo médico que les recete una cura satisfactoria.

La Moneda, por supuesto, puede acudir al Ministerio de Salud. Aunque existe el riesgo… de que haya una que otra demora en la notificación del diagnóstico correspondiente.

¿Y la gente…?


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