Escuché, en casos como las vacas locas o la gripe A, a las administraciones que corrían a disculpar a las empresas y al modelo agroindustrial, pues «sin ellas el planeta no podría alimentarse». Pero ocurrió que, al rastrear el origen de la enfermedad de las vacas locas, se llegó a las granjas donde a esos animales herbívoros se les alimentaba con piensos cárnicos muy baratos. Igual que al investigar la gripe A, se llegó hasta las granjas porcinas que la multinacional Smithfield relocalizó en México, donde las exigencias sanitarias son menos estrictas para criar tantos animales en tan poco espacio.
Pero también recientemente pude leer que autores como el estadunidense Robert G. Wallace (University of California, Irvine) trabajan y preconizan sobre la urgente necesidad de abordar el origen de las enfermedades tirando del hilo de los circuitos del capital. Porque en muchos casos nos llevan a una respuesta que no aparece en los tratados ni en las bibliotecas de medicina: un desencadenante de la existencia, expansión y dificultad de control de muchas patologías de nuestra civilización es la codicia por acumular capital.
{destacado-1}
Y lo leí en un artículo de Jean Batou, en Viento Sur, que recogiendo los estudios que durante las últimas semanas se han presentado respecto a la pandemia del ébola, llega a la misma conclusión: su origen está relacionado con la implementación de un modelo de agricultura diseñado para generar materias primas para el mercado en lugar de alimentos para la población. En palabras de Batou, «la transmisión del virus del ébola, de la fauna a las personas, está vinculada a las transformaciones cualitativas operadas en el medio ambiente de la región, a causa de la deforestación, del acaparamiento de recursos naturales, del acaparamiento de tierras y de la explosión del monocultivo para la exportación».
Por un lado, eso ya lo conocíamos de otras enfermedades, el empobrecimiento que ha generado la expansión de la agricultura de monocultivos industriales orientados a la exportación en los países afectados, con la consecuente insuficiencia alimentaria y las limitadas posibilidades sanitarias, están en la base de la dificultad de controlar la expansión del ébola. Por otro lado –esta es la gran novedad–, los cambios en el ecosistema de la zona, de un mosaico de pequeña agricultura familiar y biodiversidad a un uniforme y pobre monocultivo, son los que han favorecido la transmisión del virus de la fauna portadora a las personas.
En concreto, quienes han seguido el rastro del ébola han llegado a lugares donde los pueblos se encuentran rodeados de plantaciones de palma aceitera, a partir de proyectos promovidos por los gobiernos correspondientes e impulsados por inversores internacionales (la corporación italiana Nuove Iniziative Industriali y la estadunidenses Farm Land of Guinea, en Guinea Conakry; la empresa Sime Darby, de Malasia, en Liberia; Addax, de Suiza, en Sierra Leona, e incluso un fondo de cooperación al desarrollo del gobierno español acabó siendo utilizado por una empresa canadiense para desarrollar plantaciones de palma en el Congo). Y este tipo de monocultivos de palma aceitera o palma africana, se sabe, «atraen especialmente a los murciélagos frugívoros del bosque, anfitriones privilegiados del virus, que después pueden transmitirlo a las personas a través de sus orines, excrementos o saliva».
Sólo nos queda formular unas preguntas para acabar de entender el circuito del ébola. ¿Por qué en estos países de África –y también en otros lugares– se está despojando a miles de familias de sus tierras, donde practican sus cultivos tradicionales? ¿Por qué empresas estatales o extranjeras están apropiándose de estas tierras –muchas veces acompañada de intervenciones del ejército o de la policía para frenar la resistencia de la gente– en un fenómeno de acaparamiento de espectaculares dimensiones? ¿Qué negocio comporta la palma africana?
Efectivamente, la palma aceitera que tanto gusta a los murciélagos produce el maná, el combustible que mueve todos los grandes negocios: la gasolina.
Por Gustavo Duch
Fuente: La Jornada