Hablar de estas cosas cuando Chile está clasificado para el Mundial de Fútbol, es casi de aguafiestas. Pero la realidad tiene la nariz dura. Y los mismos que el sábado, el domingo y hasta el lunes estaban con cara navideña, el martes 13 cayeron en el diario vivir.
Ocho de cada diez chilenos reconoce que no somos respetuosos. Es cosa de ir a un mall y se verá a señoras y señores que no son discapacitados estacionando su automóvil en lugares reservados para éstos. Y a varones dejando su vehículo en el sitio guardado para embarazadas. En la calle, las discusiones entre automovilistas es cuestión cotidiana. Y los reclamos en la fila del banco, porque un vivo se saltó la espera, a veces suben de tono. Ni que hablar de los regaños a la cajera del supermercado. O de los gritos destemplados de padres a hijos pequeños.
Todo pareciera indicar que los chilenos estamos de mal genio, especialmente los de las grandes ciudades.
No es algo nuevo. Pero se me ocurrió abordar el tema luego de leer en El Mercurio una nota que se refería a nuestro mal humor. En ella había opiniones de diversos especialistas. Incluso, una tabla para determinar si uno era rabioso incurable, si sólo perdía el control esporádicamente o si estaba bien con alguna rabieta de vez en cuando.
Los especialistas ahondaban un poco y daban razones para este estado de ánimo. Por ejemplo, las jornadas de trabajo interminables. La falta de tiempo para el contacto familiar. El endeudamiento creciente. La no satisfacción de expectativas.
Ahí quedaba el artículo. La explicación final podía atribuirse a diversas causas. Incluso, a falta de sociabilidad o escasa resistencia a las presiones y frustraciones. Pero agregaba, al terminar, que hasta se ha perdido la valoración de la amabilidad y de la gentileza. En todo caso, esto se da en las relaciones anónimas, callejeras, porque en lo más íntimo, los chilenos son personas afables y acogedoras. ¡Por suerte!
En resumen, capaz que nos comportemos así -especialmente los santiaguinos- de puro subdesarrollados, incultos y débiles. Pero la nota deja en claro que las personas soportan presión y llevan una vida ingrata. Nada se decía, sin embargo, sobre la causa última de ese estado de cosas.
Es cierto que somos muchos. Como afirma Claudio Naranjo, “en otro tiempo se podía arrojar la basura un poco más allá, pero ya no se puede, pues no hay más allá”. Agreguemos otros elementos. Hoy, los criterios de vida nacen de economicismos. Y la política tiene que someterse a ellos. Por lo tanto, el ciudadano es transformado en consumista, perdiendo la calidad anterior. Eso significa que su vida está regida no por valores inmanentes a la calidad humana, sino a comportamientos del mercado. Cuado ello ocurre, la asignación de recursos no se hace con parámetros valóricos, sino queda librada a la competencia. Y en ella ganan los que tienen el poder.
Se puede retrucar que hay sociedades que exhiben algo menos de ceño fruncido. Y es verdad. Pero son aquellas en que la profundidad de la sensibilidad social dejó huellas en el pasado. Estoy hablando de naciones desarrolladas como Holanda, Suecia. Pero no es lo mismo en los Estados Unidos, nuestro paradigma. Allí, casi con precisión periódica, algún alienado sale a cobrar cuentas entre sus congéneres, arrasando con escuelas, campus universitarios o locales comerciales. Y lo mismo está ocurriendo en Alemania y en otras naciones europeas. El malestar, sin embargo, también golpea duro en diversos rincones. Entre las naciones desarrolladas, Rusia se ubica en el tercer lugar de los suicidios, con 34,3 por cada cien mil habitantes. Japón está noveno (23,8), pero se posiciona en un lejano primer lugar en cuanto a suicidios de escolares.
Afortunadamente, nuestro ceño fruncido no ha llegado hasta esos extremos. Pero eso no elimina la desesperanza. Tal vez la explicación haya que buscarla en la multiplicidad de factores que impone el sistema que estamos viviendo.
Que mujeres y hombres hayan sido reducidos a “capital humano”, es una pista nada despreciable. La idea, esbozada a mediados del siglo pasado por Schultz y Becker, ha sobrepasado hoy el campo del estudio sociológico que la cobijó en un comienzo. Su popularización reconoce a un ser humano considerado sólo como elemento productivo. Y posiblemente es de allí de donde surgen las insatisfacciones. El ser humano tiene una multiplicidad de capacidades. Algunas evidentes y otras insondables. Todas ellas forman el conjunto. El capital, en cambio, se puede manejar sin mayores consecuencias que aumentarlo, equilibrarlo, disminuirlo o perderlo.
Posiblemente no baste con construir nuevas autopistas y estacionamientos para evitar atochamientos. Tampoco con aumentar la alienación con drogas legales, ilegales o banalidad audiovisual. Es posible que el ceño fruncido sea la gran diferencia entre crecimiento con madurez, que es desarrollo, y crecimiento económico a secas. Tal vez el mal humor sea la forma de demostrar que la mayoría entiende que no puede hacer nada, pero sabe -aunque sea a nivel de subconsciente- que le están pasando gato por liebre.
Por Wilson Tapia Villalobos