Corazones de hojalata

Máquinas expendedores de tabaco, surtidores de combustible, contestadores automáticos, operadores de telefonía, sintetizadores de voz, asistentes virtuales, cajeros parlantes y un largo etcétera de engranajes y tuercas ocupan ahora el lugar que no hace tanto sólo podía ocupar seres humanos


Autor: Mauricio Becerra



Máquinas expendedores de tabaco, surtidores de combustible, contestadores automáticos, operadores de telefonía, sintetizadores de voz, asistentes virtuales, cajeros parlantes y un largo etcétera de engranajes y tuercas ocupan ahora el lugar que no hace tanto sólo podía ocupar seres humanos. El avance de la tecnología re-edita, una vez más, el viejo enfrentamiento del hombre contra la máquina. El Doctor Frankenstein frente a su creación. La tentadora posibilidad de insuflar la chispa de la “vida” en la materia muerta.

Quizás estemos, sin saberlo, en la antesala de la tercera Revolución Industrial. Una sedición, sin precedentes, basada en las premoniciones de las novelas y el cine de ciencia-ficción que auguraban un futuro en el que las máquinas tomarían el poder para someter a los hombres. O quizás no sea para tanto. Pero la presencia, cada vez más acusada de “voces metálicas” en la vida cotidiana es innegable. El mundo es ya una nueva versión de sí mismo.

El ejemplo más palpable está en los asistentes virtuales con los que quién más y quién menos ha tenido que lidiar alguna vez para llevar a cabo diversas diligencias. Una herramienta de atención al cliente que para el usuario medio genera antipatía pero que para muchas empresas supone mayor eficiencia y una reducción de costes. Pese a todo, a casi nadie le gusta hablar con máquinas. Y precisamente, esa capacidad, la de hablar, es la que ha dejado de ser una propiedad exclusiva y distintiva de las personas para convertirse en un bien compartido con robots humanoides construidos a nuestra “imagen y semejanza” pero diseñados para esquivar la imperfección humana.

Sus voces no sufrirán de afonía ni se entrecortaran jamás. Tampoco se deformaran con tartamudeos nerviosos o salidas de tono en momentos de apuro. Sólo reproducirán de manera mecánica las frases pertinentes, ni una más ni una menos. No habrá ningún tipo de modulación ni expresión. Sólo opciones descritas en orden alfabético para terminar con un raquítico “pulse uno cuando escuche la opción deseada”.

El ser humano es extraordinario, no cabe la menor duda. Aunque el “milagro de la palabra” le haya sido arrebatado como bandera de su originalidad, todavía se mantiene intacto el argumento de los sentimientos como aquello que lo diferencia y que lo hace único. La capacidad de experimentar la nostalgia por un pasado mejor, de sentir tristeza o dolor por las miserias de la existencia, alegría en los instantes felices o amor por quién es capaz de llenar el vacío siguen siendo códigos indescifrables para cualquier programa informático.

El siglo XXI ha propiciado que la humanidad deba entenderse con las máquinas para continuar viaje en los vagones del tren del progreso. Guste o no, están ahí y forman parte de la cotidianidad de millones de personas. Facilitan innumerables tareas pero con su frialdad fallan a la hora de transmitir aquello de lo que carecen: humanidad. Al fin y al cabo ni ellas son perfectas, puesto que por mucha eficacia que demuestren sus corazones siguen siendo de hojalata.

Si en el futuro la realidad alcanza a la ciencia ficción y las máquinas aprenden a sentir, entonces sí será un buen momento para preguntarle al hombre si el camino escogido para su evolución ha sido el correcto o ha naufragado al elegir un rumbo erróneo. Entonces, ya no habrá nada que nos distinga y se hará patente el dialogo que el escritor ruso Isaac Asimov describió en sus relatos y que el director Alex Proyas llevaría al cine en Yo, Robot:

“¡Tú no eres más que una vulgar imitación!”, le dice a una máquina con supuestos sentimientos el detective Spooner. El policía, ante la posibilidad de que el descendiente más evolucionado de la revolución industrial pueda poseer emociones, lo pone a prueba: “¿Puede un robot escribir una sinfonía? ¿Puede hacer de un lienzo en blanco una obra maestra?”. Al robot le viene a la ¿mente? la más tajante de las respuestas: “¿Puedes tú?”.

A partir de ahora, si la clasificación aristotélica de las herramientas con las que se levantó la Grecia de su época siguiese vigente hoy en día, debería incluir, además de parlantes (esclavos), semi-parlantes (animales domésticos) y mudas (instrumentos de labranza), un nuevo apartado: robot parlantes.

David Rodríguez Seoane

El Ciudadano


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