“Nuestros sueños no caben en sus urnas”. La célebre consigna popular, masificada en los años de rotundas abstenciones, votos-bronca y desprestigio de las clases dirigentes, ya suena con un dejo de nostalgia. El cambio de época que vive Nuestra América, con partida de nacimiento pongámosle a fines del ´98 con la victoria de Hugo Chávez, que tuvo su clímax y gran envión con el entierro al ALCA en 2005 y que siguió con la irrupción de un variopinto de gobiernos populares y progresistas, vino de la mano de una recomposición de la institucionalidad tradicional y su mecanismo electoral representativo. Salvo algunas excepciones -sobre todo donde todavía comanda el neoliberalismo puro y duro-, las mayorías latinoamericanas volvieron a las urnas alentadas por las innegables mejoras sociales, ya sean tibias y parciales en la mayoría de los casos o con perspectivas transformadoras como en Venezuela y Bolivia.
¿Cómo queda el mapa geopolítico en América Latina y el Caribe tras las siete elecciones presidenciales y otras tantas parlamentarias que hubo en el año? ¿Hacia dónde va el proceso de integración huérfano de Chávez y con el avance de la “restauración conservadora”? ¿Qué pasó con la efervescencia popular que copaba las calles y tumbaba gobiernos a principios de siglo?
El tetra del PT y el tri del Frente Amplio
Por su gigantesco tamaño, sus más de 200 millones de habitantes, por ser la mayor economía del continente y por su devenir como potencia emergente, Brasil es el actor clave en el escenario regional. La magnitud de las elecciones de octubre trascendía largamente sus fronteras. Dilma consiguió la reelección y el PT se enrumba hacia su cuarto mandato. En un sentido, el triunfo en el balotaje frente al socialdemócrata Aécio Neves significa un alivio. Pero también una señal de alerta. La brecha se achicó y mucho: de los más de 20 puntos de ventaja que sacó Lula en 2002 y 2006 y los 12 en la anterior elección de Dilma, ahora se ganó apenas por tres.
Es verdad que la carroña mediática puso esta vez toda la carne en el asador, pero no menos cierto es el desencanto de buena parte de la población brasileña ante la falta de solución a problemas estructurales (vivienda, transporte público) y la poca audacia para impulsar cambios de fondo. Aun habiendo sacado de la pobreza a 40 millones de personas y reducido el desempleo a cifras históricas, el modelo económico sigue ponderando el agronegocio y la tan mentada reforma agraria no deja de ser una quimera.
Así y todo, los movimientos populares bancaron la parada y le impregnaron cierta legitimidad por izquierda a la candidatura de Dilma ante el cuco del retorno neoliberal. Y la figura de Lula, poniéndose el equipo al hombro, también fue determinante. Varios desafíos aparecen en el horizonte inmediato del gobierno petista: los principales, cumplir la promesa de la reforma política a través de un plebiscito constituyente e impulsar una ley de medios que revierta la monopolización actual. Como sea, el PT deberá reinventarse, rescatar sus orígenes y apostar al protagonismo popular si no quiere profundizar su debacle y terminar como la verdeamarela en el Mundial. Las recientes designaciones de ministros con perfil neoliberal no son una buena señal.
Similar escenario vive el Uruguay, con la polarización entre un bloque de centroizquierda y otro ultraliberal. También allí el primero sigue ganando la pulseada. Por una ventaja histórica, el Frente Amplio volvió a derrotar a blancos y colorados y arriba a su tercer gobierno. Sin embargo, la vuelta de Tabaré Vázquez al centro de la escena vaticina un futuro de políticas aún más moderadas. El ex presidente representa a los sectores más conservadores de la coalición gubernamental, de hecho no acompañó los avances más progresivos de la gestión del Pepe Mujica: la despenalización del aborto, el matrimonio igualitario y la legalización de la marihuana.
En los comicios, además, el FA logró conservar la mayoría parlamentaria y la derecha perdió el plebiscito que buscaba bajar la edad de imputabilidad. Se consolida así la hegemonía de un proyecto con ciertas políticas redistributivas pero que tampoco apuesta a subvertir el patrón de acumulación.
Evo-lución
La elección más cantada y contundente se dio en Bolivia. La paliza de Evo Morales fue una burla a los agoreros del desgaste en el poder: tras nueve años en el Palacio Quemado, logró el 61% de los votos vapuleando por más de 37 puntos al empresario Samuel Doria Medina. Además de llegar a su tercer mandato, el MAS consiguió mantener los dos tercios para la mayoría parlamentaria.
Pero quizá el dato más significativo fue el triunfo de Evo en ocho de los nueve departamentos, logrando hacer pie en buena parte de la otrora Media Luna secesionista. En palabras del vice Álvaro García Linera, “se logró integrar al oriente boliviano y unificar el país, gracias a la derrota política e ideológica de un núcleo político empresarial ultraconservador, racista y fascista”. Por si acaso, aclaró: “Por supuesto, somos un Gobierno socialista, de izquierdas y dirigido por indígenas. Pero tenemos la voluntad de mejorar la vida de todos”.
Un gran espaldarazo a este histórico líder sindical que no terminó la secundaria y que en 2006 se convirtió en el primer presidente indígena. Pero sobre todo, el apoyo a un proceso que provocó una inédita metamorfosis: de país emblema del colonialismo y la miseria a Estado Plurinacional que nacionaliza los sectores estratégicos, aplica una fuerte redistribución y empodera a las grandes mayorías indígenas.
Claro que esta voluntad “integradora” que menciona el vice mucho tiene que ver con el impulso a un modelo de desarrollo que incluye importantes avances en infraestructura y tecnología (carreteras, red de teleféricos, el satélite Túpac Katari) pero que también contiene aspectos con tintes contradictorios (conflicto en el TIPNIS, ley de minería) que ponen en tensión los enfoques occidentales con las cosmovisiones arraigadas en la Pachamama y el Buen Vivir.
Santos recargado
Otro que logró la reelección en 2014 fue el presidente colombiano. Cuesta creer que el Juan Manuel Santos modelo 2008, comandando el bombardeo que aniquilaba a 22 guerrilleros en Sucumbíos como ministro de Defensa de Álvaro Uribe -violando la soberanía ecuatoriana-, sea el mismo que se impuso este año ante el candidato uribista con apoyo de buena parte de la izquierda, y que tiene altas chances de quedar en la memoria histórica como el presidente que logró poner fin al conflicto armado más largo de la región.
Con el pragmatismo como rasgo principal, Santos desplegó una constante búsqueda por sacarse la mochila de su antecesor y desmarcarse de esa impronta guerrerista y entrelazada con el narcoparamilitarismo. Forjó así su fuerza propia con un perfil más moderado bajo la fachada de la Tercera Vía como sustento ideológico. Pero su carta central tiene que ver con los Diálogos de Paz con las FARC y el inminente inicio con el ELN. Ese es el asunto transversal de su apuesta política. Y gracias a venderse como “el candidato de la paz” conquistó la reelección imantando apoyos de todo el arco político, en una elección que rondó el 60% de abstención.
Aun así, vale aclarar que su proyecto económico marca la continuidad neoliberal y que en materia internacional -al margen de un mejor espíritu diplomático- mantiene el carnal vínculo con Estados Unidos, siendo principal motor de la Alianza del Pacífico, el bloque de gobiernos alineados al Norte.
De todas formas, la etapa política en el país está marcada a fuego por la posibilidad de clausurar una guerra que lleva más de medio siglo y ya se cobró más de seis millones de víctimas. Ese es el principal desafío de Santos y por lo que lo juzgará la historia, más allá de si Colombia en 2018 siga siendo uno de los países más desiguales del planeta.
Centroamérica: cambios y continuidades
La subregión centroamericana, histórico bastión político y militar yanqui, también viene experimentando una bocanada de aire fresco desde el retorno al gobierno del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en Nicaragua en 2007 y el triunfo del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) en El Salvador en 2009, aun teniendo ambas experiencias un perfil aggiornado, lejos de sus orígenes revolucionarios. También aportaron una luz de esperanza los tres años y medio que duró Mel Zelaya en Honduras hasta que el golpe en 2009 abortó un proceso que se corría hacia la izquierda (hoy, el partido LIBRE se consolida como segunda fuerza).
Tres procesos electorales se dieron en 2014 en el istmo centroamericano. Por apenas siete mil votos, Salvador Sánchez Cerén logró la relección del FMLN en El Salvador. A diferencia de su antecesor Mauricio Funes, un periodista sin pasado en la organización, Sánchez Cerén proviene del propio riñón del FMLN y hasta fue uno de los máximos comandantes de la guerrilla durante el conflicto armado que vivió el país entre 1980 y 1992. Sin embargo, los meses que lleva en el gobierno marcan más continuidad que profundización, con políticas sociales activas y cierta retórica latinoamericanista pero sosteniendo una firme alianza con Estados Unidos y con los vecinos reaccionarios de Guatemala y Honduras.
En Costa Rica, el dato central fue el fin del bipartidismo que reinó durante más de cinco décadas. El historiador y académico Luis Guillermo Solís llevó por primera vez al poder al Partido de Acción de Ciudadana (PAC) y, con un discurso renovador, logró destronar a su ex partido (el PLN) luego de una gestión ultraneoliberal de Laura Chinchilla. En pocas palabras, Costa Rica experimenta un corrimiento desde la extrema derecha hacia el centro.
Otro sillón presidencial que cambió de color (pero no de rumbo) fue el de Panamá. El empresario y miembro del Opus Dei Juan Carlos Varela le ganó la pulseada a José Arias, delfín del exmandatario proestadounidense Ricardo Martinelli. La elección confirmó el lugar de retaguardia que ocupa el país en la etapa de cambios que vive la región: los tres primeros candidatos, todos de derecha, concentraron el 98% de los votos. El ínfimo atisbo de oxígeno lo aportó el debut del Frente Amplio por la Democracia (FAD) que, si bien no llegó al 1%, se convirtió en la primera apuesta electoral panameña impulsada por movimientos sociales, sindicales e indígenas.
Balance y destino nuestroamericano
Echando una mirada global, a todas luces fue un año de revalidación de las fuerzas progresistas y de derrota para las tropas más retrógradas del espectro político regional. Sin embargo, el panorama electoral no refleja la profundidad de la realidad: mientras los primeros parecen haber pasado a la defensiva, se percibe una paulatina recomposición de las derechas autóctonas, que adoptaron la estrategia de fabricar líderes jóvenes y marketineros con perfiles más moderados y discursos desideologizados, buscando reactualizarse y desmarcarse de su responsabilidad en los malos viejos tiempos. Y -por si fuera poco- aún cuentan con el poderío económico, la gran artillería mediática y la bendición norteamericana.
Al mismo tiempo, el proceso latinoamericanista que parió el ALBA, la Unasur y la Celac pareciera haber entrado en una especie de amesetamiento y pérdida de entusiasmo. Con la ausencia de Chávez, su líder y motor, ningún mandatario intentó agarrar el guante, casi todos abocados a resolver los incendios y disputas locales.
Trascartón, la irrupción plebeya y los movimientos populares que protagonizaron la escena a comienzos de siglo resistiendo al colapso neoliberal quedaron atrapados en la encrucijada del cambio de etapa. En su gran mayoría, sufrieron la cooptación y/o institucionalización o perdieron potencia, capacidad organizativa y fuerza en las calles. Mayor vitalidad registran en algunos países con gobiernos conservadores, como las organizaciones campesinas e indígenas en Colombia, los estudiantes en Chile o la oleada de protestas que generó en México el caso Ayotzinapa.
Para concluir, bien vale desmenuzar la generalidad de los gobiernos posneoliberales y diferenciar entre el proyecto de relegitimación capitalista “con rostro humano” encarnado en los gobiernos neodesarrollistas y el proyecto de ruptura sistémica que aún se mantiene latente en el horizonte en Venezuela y Bolivia.
La doctora en filosofía Isabel Rauber hecha luz sobre este dilema: “La disyuntiva es clara: convierten a sus gobiernos en herramientas políticas para impulsar procesos populares revolucionarios de cambios raizales o se limitan a hacer un `buen gobierno´ conservador, reciclador del sistema (…) mantenerse en los cauces fijados por el poder y cambiar ´algo` cuidando que ´nada` cambie o colocarse en la senda de las revoluciones democrático culturales e impulsarlas. Esta opción revolucionaria está marcada por un factor político clave: la participación protagónica de los pueblos (…) Se puede ser `la izquierda´ del sistema capitalista y gobernar para reflotarlo. Pero como lo ejemplifican Bolivia y Venezuela, se puede optar por otro carril e impulsar procesos revolucionarios de cambios sociales, creando y construyendo día a día avances de la civilización superadora del capitalismo”.
Gerardo Szalkowicz.
Artículo publicado en la edición de diciembre de la revista Sudestada
via Alainet