La redención del perkin

La vida en la cárcel es brutal y el Gobierno lo sabe: para promocionar la ley Emilia, hace gala de ello

La redención del perkin

Autor: Arturo Ledezma

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Con el fin de disuadir al auditor de que conduzca bajo la influencia del alcohol, las radios chilenas están emitiendo una propaganda estatal sobre la ley Emilia. Se trata de una motivación a la inversa: un actor, que las hace de presidiario, realiza una sucinta descripción de lo terrible que es la vida en la cárcel.  En su relato, resuena la palabra  «perkin», un chilenismo que ha invadido la vida cotidiana para designar a quien «está para los mandados» o hace todo lo que le piden. Su origen se encuentra en la cárcel. Su redención, también.

¿Quién es el perkin (o perquin)? Es el que no es «vivo» ni delincuente profesional, el que se encuentra fuera de la estructura de los choros y los guapos. El perkin es el ladrón casual, de poca monta, o el homicida por arrebato que, en realidad, no es un bandido. Un ejemplo podría haber sido Gerardo Rocha, quien teniéndolo todo (incluso una universidad) incendió una casa para asesinar al que le había arrebatado el amor de su mujer. Podría haber sido, ya que el combustible estalló y le produjo quemaduras que lo llevaron a la muerte. Lo patético del delito, dentro de la escala de valores que existe en la estructura social de la cárcel, hubiera hecho, casi con certeza, que Rocha formara parte del universo de los perkins.

Este ejemplo permite precisar una conceptualización. Un perkin es toda persona «normal» que, por circunstancias ajenas a su realidad socioeconómica, ha cometido un delito y se encuentra en la cárcel. Este sujeto es sometido violentamente y esclavizado para todo tipo de uso. Lavar la ropa, entregar las encomiendas y hacer las camas de los demás internos a quienes pertenece no se compara con la sodomización a la que se expone constantemente, caricaturizada con el archicliché de que «a quien vaya a la cárcel más le vale tener cuidado con el jabón».

Con impotencia, con frustración y sin poder negarse, los perkins deben convertirse, además, en «perros» guardianes que duermen fuera de las celdas de sus jefes. El perkin-perro no elige a qué celda llegar, y el azar, mitigado por las técnicas de segregación en la ejecución de la condena, determina quién será su dueño, mientras que la voluntad de este define su nivel de humanidad.

So pena de que las vejaciones que padece sean perpetuas, el perkin solo puede redimirse si cumple una determinada función.

En los sectores más peligrosos —dentro de una estructura de por sí peligrosa—  se forman bandas lideradas por los internos que tienen más experiencia delictual o poder fáctico, ya sea dentro de la cárcel o fuera de esta. El ansia por conseguir una pequeña cuota de poder en un lugar al que es casi imposible acceder, unida al afán de dominación, expansión  y supervivencia, viene derivando hace décadas en pequeñas, cortas y cotidianas batallas a las que se denomina «guerras».

Tres internos de tres centros penitenciarios distintos me entregaron versiones de estas batallas y del papel que desempeña el perkin que sorprenden por su similitud. La conjunción sería más o menos así:

El perkin que hace de guardia en la entrada de la celda del jefe de una banda, por ejemplo M. F., ve acercarse a uno de los soldados de, por ejemplo B. O., armado, con el torso descubierto y la polera sobre el rostro. El perkin entra, le avisa a M. F. el número de presos que componen la tropa que viene detrás, y este, junto a sus mejores hombres si es necesario, se dirige a la afrenta. Tanto el perkin como su jefe saben quiénes son los contrincantes y saben, también, si tienen o no motivos para librar la batalla. La guerra comienza como una pelea de gallos, solo que las púas son reemplazadas con estoques, cepillos de diente con punta y hasta verdaderas lanzas. Una suerte de baile en círculo, mudo y con mirada fija es el preludio a la primera estocada. La guerra comienza y también los gritos. Si la pelea va mal para uno u otro lado, y se trata de algo más que de un simple tanteamiento, el grupo de luchadores aumenta y el público también. {destacado-1}

Los resultados son obvios: sangre e insultos, lesionados y muertos. Los gendarmes llegan tarde y preguntan quién es el responsable de la batahola. Y el perkin, si acepta el código que redime, debe adjudicarse toda la responsabilidad. Entonces será sometido a juicio y se le impondrá una pena, que vendrá a sumarse a la que ya cumplía. Si no lo hace, seguirá siendo el animal que se mueve a patadas dentro del penal.

Dicho esto, es evidente que nadie desearía «caer» en un lugar donde su vida corre peligro y su humanidad se difumina como el humo del cigarro. La vida en la cárcel es brutal y el Gobierno lo sabe: para promocionar la ley Emilia, hace gala de ello en el panfleto radial. Lo cuestionable es que utilice este infierno para convencer a los chilenos de que no manejen borrachos, mientras no hace nada para mejorar las condiciones de vida de la población penal.

El mensaje del Gobierno debería ser más honesto y decir: «Hemos creado un sistema horrible de castigo, que deshumaniza y en el que corre peligro tu vida si te ves expuesto a él, pero que no estamos dispuestos a mejorar», de modo que, «en caso de beber y conducir, con lanzas y estoques tu vida debes cubrir».

 el autor es director de Comunicaciones de Leasur (Litigación Estructural para América de Sur)


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