Hacia 1910, la aristocracia chilena a través de la pluma de sus intelectuales bosquejó una mirada sobre la cuestión indígena que sigue vigente, de modo soterrado, hasta nuestros días. Así, el diario El Porvenir de Santiago en su página editorial consigna el 21 de abril de 1900, a propósito de llevar un grupo de araucanos a la Gran Exposición de París: “…¿Qué interés nacional se sirve acarreando, para exhibirlo en París como muestra de Chile, un puñado de indios casi salvajes, embrutecidos, degradados, de repugnante aspecto?”
Una década más tarde, en el año del Centenario Benjamín Vicuña Subercaseaux nos deja en sus “Crónicas del Centenario” lo siguiente: “…la separación entre españoles y araucanos produjo la integridad originaria, con que las razas se mantuvieron en Chile, la falta de mestizaje, y, por lo mismo, la característica de nuestra superioridad étnica”.
Citas de este tipo la encontramos en personajes tan ilustres como Domingo Amunátegui o Francisco A. Encina. Podría decirse que estos intelectuales instilaron en el “sentido común” de nuestra cultura nacional un desprecio al indio. Esto se corresponde con una cierta “mitología aristocrática” que apela a conceptos como raza, linaje, sangre, como fundamento último de su visión de mundo.
Toda mitología es una mentira compartida por la mayoría. Nuestras elites se proclamaron “criollos”, invención cultural, para esconder su realidad de “mestizos”, condición histórica que compartimos con toda América Latina. El mito de una superioridad étnica chilena, oculta, en rigor, el reclamo de una condición de privilegio y abuso económico y cultural. Con los mismos argumentos, los terratenientes disparan a los indios en Bolivia o Guatemala y muchos otros rincones de nuestra América.
No se trata, tan sólo, de un prejuicio reaccionario propio de la derecha chilena. Se trata más bien de una mentalidad conservadora que persiste obstinada entre nosotros, impidiendo la búsqueda de soluciones políticas más justas. Si examinamos el modo en que los últimos gobiernos democráticos han tratado el problema indígena en nuestro país, podremos advertir el mismo desprecio ciego que se niega a reconocer la existencia de una nación distinta en nuestro territorio.
Siempre se afirma que en este tipo de cuestiones, no caben las comparaciones. Sin embargo, conviene mirar la experiencia en otros países, muchos de ellos más avanzados que el nuestro, donde las minorías étnicas han encontrado un lugar de dignidad. Chile tiene una deuda histórica con los pueblos originarios que, más allá del discurso demagógico que se ensaya en cada elección, no ha sido saldada.
Las soluciones policíacas con que se pretende abordar el tema sólo acrecientan el dolor y el luto de una comunidad que reclama su lugar en el presente de este país y sobre todo en su futuro. Han pasado cien años desde que aquellos distinguidos personajes de nuestra oligarquía estamparan su pensamiento en torno a la cuestión indígena. Lo más triste y lamentable es que, próximos al Bicentenario de la República y transcurrido un siglo, hay, todavía muchos compatriotas incapaces de sentir vergüenza frente a la ignominia y la injusticia que entrañan tales discursos en el ahora de Chile.
Por Álvaro Cuadra