Hace apenas unas semanas, varios medios se hicieron eco de los peligros que representa Peppa Pig para el recto crecimiento moral de las niñas y niños de nuestra maltrecha sociedad. Según parece, los aparentemente inocuos cerditos que protagonizan el dibujo animado esconden, tras sus simpáticos hocicos sonrosados, la terrible cara del más fiero colectivismo marxista-leninista; una propaganda panfletaria que amenaza con transformar a nuestros desprevenidos púberes en estandartes del socialismo, el comunismo, y lo que es mucho peor, del feminismo. Créanme, el señor Piers Akerman afirmó que la malvada puerca hacía gala de unas «estremecedoras posturas feministas». Tiene sentido que los inapelables puntos sobre las íes en tan controvertido asunto viniesen del periódico australiano The Telegraph; no en vano, el rotativo es propiedad de Rupert Murdoch, vivo ejemplo de triunfador hecho a sí mismo gracias a las obvias virtudes del liberalismo económico y, por tanto, un hombre decente y de bien. Afortunadamente, pocos días antes de tan necesaria revelación, nuestro bienamado ministro de Justicia acababa de presentar el anteproyecto de la nueva Ley de Protección de la Vida del Concebido y de los Derechos de la Mujer Embarazada, que limitaba los avances de estas peligrosas enemigas de nuestro crecimiento como nación. No obstante, esta nueva ley no es más que un parche; si el señor Gallardón en verdad desea mantener la paz social que nos vertebra y que tanto nos ha costado conseguir entre todos, debería prestar atención a los incesantes ataques feministas que sufre diariamente la ciudadanía más indefensa, esto es, los niños, y apuntar a la médula de tan perniciosos pensamientos. O sea, prohibir la emisión de Peppa Pig, de Dora la Exploradora, de los Teletubbies y sobre todo, desterrar de nuestras parrillas televisivas, de una vez y para siempre, a la mayor apologeta del feminismo que se ha camuflado bajo la máscara de una narración infantil: Mary Poppins.
Una mujer trabajadora en un mundo de princesas
Cuesta imaginar un marco menos proclive a la reivindicación femenina y feminista que The Walt Disney Company, la verdad. Sí, es cierto que hace unos quince años, la mastodóntica compañía dio vida a Mulan, una mujer guerrera tan equiparable a sus pares masculinos que, en efecto, eran pares. No obstante, en el filme, la heroína asiática no hacía gala de su condición de mujer; antes bien, debía ocultarla para llevar a cabo su heroico propósito. Es posiblemente el estreno de Brave en 2012 la primera ocasión en que la Disney, aunque fuese a través de Pixar, coloca al frente a una mujer en su propia y completa condición femenina. Merida es una protagonista sin disfraces, sin imposturas y sin ocultaciones.
Afrontémoslo, salvo estas últimas ondas en la superficie, la corporación del ratón y el castillo llevaba siete décadas solidificando unos roles de género, ejem, tradicionales. Esto es, la mujer y la sartén en la cocina estén; o lo que es lo mismo, la mujer vale para ser guapa y para que la rescate un hombre. Y si quieres ser una mujer fuerte, independiente y carismática, entonces te toca ser, literalmente, la mala de la película.
Veamos. Blancanieves; una pavisosa mojigata cuya única función parece ser la de servir de chacha a siete hombres hechos y derechos, pese a su estatura. La Cenicienta; con esta comienzan las ensoñaciones. La chica tiene una vida bastante espantosa y sueña y sueña con salir de ella algún día. Gracias, por supuesto, a un hombre poderoso; o sea, a un hombre, vamos. Su cometido en el filme es existir. No hace nada más, no toma ninguna decisión. Nada.
La Bella Durmiente; esta directamente es que ni existe. Lo único que hace es dormir, y ni siquiera su vida es especialmente mala, por lo que su ensoñación es aún más ridícula. Solo sueña con un príncipe azul. Porque sí.
La Dama, Lady Marian, la Sirenita, la Bella, Jasmine, Pocahontas, Wendy, Campanilla… todas, pese a ser en muchas ocasiones la cabeza y el nombre de la película, están a la sombra de un príncipe, un soldado, un conquistador, un ladrón o un guerrero. Es que no soportan la menor comparación con sus antagonistas. En serio, piensen en la Madrastra, en la Reina de Corazones, en Cruella de Vil. Piensen en el personaje femenino más carismático de la época dorada de Disney: Maléfica. Firme, decidida, independiente, bella, seductora. Pues ya ven, era la mala. Así que las niñas acababan asociando estas características a la maldad.
En definitiva, parece que la Walt Disney Company se encontraba en una enconada lucha con Mattel por discernir cuál de los dos transatlánticos del entretenimiento infantil femenino perpetuaba una imagen más rancia de la mujer. Posiblemente también peleasen —y aún lo hagan— por patentar el color rosa, pero esa es otra historia.
Y sin embargo, en 1964, apenas cinco años después del estreno de La Bella Durmiente, la compañía ya había puesto una pica en un Flandes que no volvería hasta treinta y cinco años después. La película era Mary Poppins y la protagonista homónima encarnaba una contestación cuidadosamente afinada al prototipo femenino que la Disney había proyectado hasta el momento. Mary Poppins no es una princesa. No tiene derechos de sangre ni herencias visibles u ocultas en ominosas profecías. Mary Poppins no basa su atractivo en lo bella que pueda ser —y no es queJulie Andrews fuese precisamente fea—. Mary Poppins no necesita un hombre para estar completa, no es su búsqueda vital porque ni siquiera es su búsqueda. La relación que tiene con el pizpireto Dick Van Dyke puede incluir una cierta tensión sexual pero no es el leitmotiv de la misma; al menos no desde Mary hacia Bert.
Podrán objetar que tampoco Alicia es la media naranja de nadie, pero seamos honestos, su personaje no deja de comportarse como una bola de pinball a merced de la locura de Lewis Carroll y el País de las Maravillas. Y esto es lo que la diferencia esencialmente de la niñera voladora y lo que eleva a Mary Poppins por encima de todas sus contrapartes: Mary Poppins toma sus propias decisiones y asume sus propias responsabilidades. Conduce su vida como ella considera adecuado; aconseja cuando lo cree conveniente y se muestra severa cuando decide que debe serlo. Y sin perder la amabilidad ni maquinar malvados planes. Mary Poppins es firme, independiente y decidida. Y es la buena de la película.
Quizá me digan que el análisis que presento es demasiado rebuscado. Puede ser, pero también puede ser que, con un poco de azúcar, Walt Disney Pictures nos estuviese metiendo una píldora de libertad en medio de una comedia musical aparentemente sencilla.
Una mujer libre en un mundo de esclavos
Es curioso, porque el personaje que la escritora P. L. Travers dibuja en las novelas originales de Mary Poppins es sensiblemente distinto al que aparece en el filme. El primer libro, escrito en 1934, presenta a una mujer mucho más severa, áspera y hosca. De hecho, Travers veía con muchas reticencias una posible adaptación de su personaje por parte de la Disney; y no fue sino tras una larguísima negociación con el propio Walt Disney que la autora australiana dio su brazo a torcer, permitiendo el rodaje de la película. Con todo, una vez estrenado el filme, Travers rechazó frontalmente la versión cinematográfica, precisamente porque la Mary Poppins que aparecía en la cinta producida por Disney y dirigida por Robert Stevenson no era lo suficientemente severa, áspera ni hosca.
Y me parece curioso porque, aunque es bien conocido el suavizado general que las películas de Disney llevan a cabo sobre sus homónimos originales, el caso de Mary Poppins es algo distinto. Y me explico; los cuentos dePerrault o los hermanos Grimm son bastante más gore que sus versiones en la pantalla grande, pero Disney creía conveniente su dulcificación para ofrecerlos al público infantil. Quizá este proceso vaya en contra del espíritu de las narraciones, pero sin embargo, el suavizado de Mary Poppins ayuda a la transmisión de un mensaje que la Disney había contravenido sistemáticamente hasta ese momento: que una mujer firme, decidida e independiente puede ser también amable y buena.
Y ser libre.
Porque este es el mensaje último que la película parece difundir: las personas deben ser libres. Libre es la sufragista señora Banks, libre es el deshollinador Bert y libre, absolutamente libre, es Mary Poppins. Y además, aquello que toca se vuelve libre.
Los niños se liberan de una educación decimonónica basada en la rigidez y la impostura de los modales. El propio señor Banks, pese a ser un acaudalado bancario, se libera de un trabajo que le transforma en esclavo. Esclavo del tiempo, claro, pero también esclavo del espacio oscuro y opresivo del banco. Y sobre todo, lo que es verdaderamente horrible, esclavo de una represión emocional derivada de una ambición que no le pertenece. Incluso el director del banco, el tacaño señor Dawes —interpretado en doble papel por el propio Van Dyke— se libera de años y años de avaricia y aprende, finalmente, a volar.
Quizá este mensaje feminista no sea tan evidente como los exuberantes números musicales, los deliciosos efectos especiales o la formidable interpretación de Julie Andrews; pero a mí me gusta creer que contribuyó a las doce nominaciones a los Óscar —incluidas mejor actriz protagonista, mejor película, mejor director y mejor guion adaptado—, a las cinco estatuillas y a que la propia Walt Disney Company considere Mary Poppins como sucrowning achievement. Su mayor logro. Su coronación.
Es divertido pensar que la compañía coloca en lo más alto de su propio ranking un filme cuyo trasfondo está en las antípodas del mensaje de timorata sumisión femenina que asociamos a Disney. Que la mejor película de Walt Disney Pictures sea una película feminista.
Porque de eso va el feminismo: de que cada persona pueda tomar sus propias decisiones y asumir sus propias responsabilidades. En igualdad y en libertad. Porque en el coño de Mary Poppins manda ella.
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