París, la coleccionista de difuntos

Las ciudades son coleccionistas empedernidas, creo yo

París, la coleccionista de difuntos

Autor: Arturo Ledezma

Las ciudades son coleccionistas empedernidas, creo yo. Buscan con desespero, así como los buenos acumuladores de arte, ser admiradas por la cantidad de obras invaluables que les pertenecen.

Recopilan de todo, desde monumentos que dejaron una huella nostálgica en la vida de las mismas, hasta uno que otro loco que vagabundea por sus más recónditos callejones. Juntan historias, habitantes, arte, edificios, calles, automóviles, casas, ruido, en fin. Pero de entre el montón que se alinean año con año para presentar su colección, son muy pocas las que se atreven a pararse a un lado de la magnate llamada París para intentar sustituirla.

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            Desde que París adquirió su nombre, no ha parado con su afición por las colecciones garrafales que van desde increíbles piezas arquitectónicas, hasta un museo que se enviste con las obras de arte más reconocidas en la historia de la humanidad. Y es que París no se cansa de ver andar sobre ella un inigualable número de turistas maravillados al contemplar la colección que la muy ambiciosa ha ido construyendo y seguirá haciéndolo.

            Pero de entre todos los compiles que hay sobre territorio parisino, existe uno que saca a relucir el lado tenebroso de esta acumuladora compulsiva: su cementerio, Père-Lachaise. A nuestra querida París, se le cumplió también el capricho de coleccionar los cadáveres más notorios de Occidente.

            Situado en el distrito XX y con 93 hectáreas, el cementerio Père-Lachaise es el más grande de la ciudad. Alrededor de pasillos de tierra maltrechos, se alzan tumbas grises que le dan a este espacio un tono más tétrico del necesario. Sobre las lápidas de concreto, de todos tamaños y magnitudes, se exponen los nombres de los ahí enterrados en placas verdosas y medio oxidadas.

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            Entre bloques de concreto hay uno que supera en dimensiones a todos sus vecinos. Sobre la tumba, a lo lejos, se percibe una escultura en relieve que bien podría ser un ángel. Pero lo peculiar reside, no en el tamaño ni en la escultura, sino en que ésta ha sido repleta de besos color rojo, rosa y marrón. Ahí, descansa nuestro muy estimado Oscar Wilde, el polémico escritor y dramaturgo inglés, que tras haber sido acusado de sodomía y grave indecencia, pasó sus últimos años en París bajo el nombre de Sebastián Melmoth.

            El sepulcro de Marcel Proust, autor de En la búsqueda del tiempo perdido, se encuentra junto al de su padre y su hermano. Está salpicado de notas y flores secas que le agradecen al escritor las palabras y lo mucho que sus historias influenciaron o incluso cambiaron la vida de sus lectores. A Proust, siendo asmático, se le diagnóstico neumonía y murió el 18 de noviembre de 1922 con 51 años de edad.

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Molière duerme a un lado del fabulista más famoso de todos los tiempos, Jean de Lafontaine. El dramaturgo francés sufrió de un ataque de hemoptisis en el escenario mientras interpretaba su última obra: El enfermo imaginario. Iba vestido de amarillo, a partir de esto en las representaciones teatrales se cree que es de mala suerte usar este color.

Cadáveres de muchos otros escritores y personalidades reconocidas fueron a dar a este inmenso cementerio. Georges Perec, escritor y fundador de Oulipo; Camille Pissarro, uno de los pioneros del impresionismo; Auguste Comte, creador del positivismo; Ahmet Kaya, el famoso cantante turco que fue exiliado de su país debido sus ideales políticos. Pero de entre todas esas tumbas, hay una que llama la atención de todos los que se atreven pasear por Père-Lachaise.

No es fácil encontrarla, para llegar a ella hay que perderse entre lápidas chuecas y pasadizos sin forma. Tal vez la mejor manera de lograrlo no es guiarse por el mapa, sino por los murmullos. Ahí. Es en donde hay un grupo de gente aglomerada levantando el teléfono celular en un intento por tomar fotografías y un amplificador ya medio viejo, resuena la canción de People are strange. Casi tan concurrida como la Gioconda en Louvre, está la tumba de Jim Morrison con una escultura de su rostro y un incontable número de flores. El líder de The Doors murió en 1971 misteriosamente a sus 27 años, como muchas otras leyendas del rock.

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Queda algo por preguntar. ¿Es París la que está terca en coleccionarnos? ¿O somos nosotros los que moriríamos por formar parte de una colección tan sensacional?

Por  en Cultura Colectiva


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