El reciente septuagésimo aniversario de la liberación de Auschwitz ha sido un recordatorio del gran crimen fascista, cuya iconografía nazi está impresa en nuestras conciencias. El fascismo se conserva como historia, como parpadeo de imágenes de camisas negras, de paso de ganso, de su nítida y terrible criminalidad. Sin embargo, en las mismas sociedades liberales, cuyas élites nos instan a no olvidar nunca, se suprime la evidencia del creciente peligro de una moderna especie de fascismo, pues es su fascismo.
«Iniciar una guerra de agresión…», sentenciaron los jueces del Tribunal de Nuremberg en 1946, «no es sólo un crimen internacional, es el supremo crimen internacional, que sólo difiere de otros crímenes de guerra en el hecho de que contiene en sí el mal acumulado del todo».
Los nazis no habrían invadido Europa, Auschwitz y el Holocausto no habrían tenido lugar. Si los Estados Unidos y sus satélites no hubieran iniciado su guerra de agresión en Irak en 2003, casi un millón de personas estarían vivas hoy en día, y el Estado islámico, o ISIS, no nos golpearía con su salvajismo. Ellos son la progenie del fascismo moderno, destetados por las bombas, bañados en la sangre y las mentiras de ese teatro surrealista conocido como noticias.
Al igual que el fascismo de los años 1930 y 1940, las grandes mentiras se difunden con precisión de metrónomo gracias a unos omnipresentes y repetitivos medios y a una virulenta censura por omisión. Tómese la catástrofe de Libia.
En 2011, la OTAN lanzó 9700 «incursiones de ataque» contra Libia, de los cuales más de un tercio estaban dirigidas a objetivos civiles. Se utilizaron ojivas de uranio, las ciudades de Misurata y Sirte fueron alfombradas de bombardeos. La Cruz Roja identificó fosas comunes, y Unicef informó que «la mayoría [de los niños asesinados] no cumplían diez años».
La sodomización pública del presidente libio Muammar Gaddafi mediante una bayoneta «rebelde» fue recibida por la entonces secretaria de Estado estadounidense, Hillary Clinton, con las palabras: «Vinimos, vimos, murió.» Su asesinato, como la destrucción de su país, se justificó con una gran y ya familiar mentira; que Gaddafi estaba planeando un «genocidio» contra su propio pueblo. «Sabíamos que… si esperábamos un día más», dijo el presidente Obama, «Benghazi, una ciudad del tamaño de Charlotte, podría sufrir una masacre que hubiera resonado en toda la región y manchado la conciencia del mundo.»
Esta fue una idea de las milicias islamistas que ansiaban la derrota de las fuerzas gubernamentales libias. Le dijeron a Reuters que sería «un verdadero baño de sangre, una masacre como la que vimos en Ruanda». Difundida el 14 de marzo de 2011, la patraña proporcionó la primera chispa para el infierno desatado por la OTAN, descrito por David Cameron como una «intervención humanitaria».
Secretamente abastecido y entrenado por la SAS de Gran Bretaña, muchos de los «rebeldes» se convertirían en ISIS, cuyo vídeo más reciente muestra la decapitación de 21 trabajadores cristianos coptos secuestrados en Sirte, la ciudad destruida en su nombre por los bombarderos de la OTAN.
Para Obama, David Cameron y el presidente francés Nicolas Sarkozy, el verdadero crimen de Gadafi era la independencia económica de Libia y su declarada intención de dejar de vender las mayores reservas de petróleo de África en dólares estadounidenses. El petrodólar es un pilar del poder imperial estadounidense. Gaddafi, audazmente, planeaba suscribir una moneda africana común respaldada por oro, establecer un banco universal África y promover la unión económica entre los países pobres y con esos recursos. Fuese o no a materializarse, la noción misma era intolerable para los EE.UU., pues ya se preparaba para «entrar» en África y sobornar a los gobiernos africanos con «asociaciones» militares.
Tras el ataque de la OTAN al amparo de una resolución del Consejo de Seguridad, Obama, escribió Garikai Chengu, «confiscó 30 mil millones de dólares del Banco Central de Libia, cantidad que Gadafi había destinado para la creación de un Banco Central Africano con el oro respaldando la futura moneda, el dinar africano».
La «guerra humanitaria» contra Libia, propició un modelo cercano a los corazones liberales occidentales, especialmente en los medios de comunicación. En 1999, Bill Clinton y Tony Blair enviaron a la OTAN para bombardear Serbia, porque (mintieron de nuevo) los serbios estaban cometiendo «genocidio étnico» contra los albaneses en la provincia secesionista de Kosovo. David Scheffer, embajador de los Estado Unidos en misión especial para crímenes de guerra [sic], afirmó que, por lo menos «225.000 hombres de etnia albanesa de edades comprendidas entre 14 y 59» podrían haber sido asesinados. Ambos, Clinton y Blair, evocaron el Holocausto y «el espíritu de la Segunda Guerra Mundial». El heroico aliado de Occidente era el Ejército de Liberación de Kosovo (ELK), cuyos criminales antecedentes penales fue mejor dejar de lado. El ministro de Exteriores británico, Robin Cook, les dijo que podían llamarlo a cualquier hora a su teléfono móvil.
Con el bombardeo de la OTAN finalizado y gran parte de la infraestructura de Serbia en ruinas, junto con las escuelas, los hospitales, monasterios y la estación de televisión nacional, los equipos forenses internacionales aterrizaron en Kosovo para exhumar la evidencia del «holocausto». El FBI no encontró una sola fosa común y se fue a casa. El equipo forense español hizo otro tanto, su director denunció airadamente «una pirueta semántica urdida por la maquinaria de propaganda bélica». Un año más tarde, un tribunal de las Naciones Unidas sobre Yugoslavia anunció el recuento final de los muertos en Kosovo: 2788. Esto incluyó combatientes de ambos bandos y serbios y gitanos asesinados por el ELK. No hubo genocidio. El «holocausto» era una mentira. El ataque de la OTAN había sido fraudulento.
Detrás de la mentira, había un serio propósito. Yugoslavia era una federación única, independiente, multi-étnica que había destacado como un puente político y económico en la Guerra Fría. La mayor parte de sus bienes y grandes industrias eran de propiedad pública. Esto no era aceptable para la Comunidad Europea en expansión, sobre todo recién unida Alemania, que comenzaba a dirigirse al Este a fin de capturar su «mercado natural» en las provincias yugoslavas de Croacia y Eslovenia. En el momento en que los europeos se reunían en Maastricht, en 1991, para establecer sus planes para la desastrosa zona euro, un acuerdo secreto había sido ya tomado: Alemania reconocería Croacia. Yugoslavia estaba condenada.
En Washington, los EE.UU. vieron que a la competitiva economía yugoslava le eran negados los préstamos del Banco Mundial. La OTAN, entonces una reliquia de la Guerra Fría casi extinta, se reinventó como ejecutor imperial. En la conferencia de «paz» para Kosovo (1999) que tuvo lugar en Rambouillet, Francia, los serbios fueron sometidos a las arteras tácticas de sus verdugos. El acuerdo de Rambouillet incluye un Anexo B secreto, que la delegación de Estados Unidos insertó en el último día. En dicho anexo se exigió la ocupación militar de la totalidad de Yugoslavia -un país con amargos recuerdos de la ocupación nazi-, la puesta en práctica de una «economía de libre mercado» y la privatización de todos los activos del gobierno. Ningún estado soberano podría firmar esto. El castigo sobrevino rápidamente: Las bombas de la OTAN cayeron sobre un país indefenso, precursor de las catástrofes en Afganistán e Irak, Siria y Libia, y Ucrania.
Desde 1945, más de un tercio de los miembros de las Naciones Unidas -69 países- han sufrido, en mayor o menos proporción, a manos del fascismo moderno norteamericano. Han sido invadidos, sus gobiernos derrocados, sus movimientos populares reprimidos, sus elecciones subvertidas, sus pueblos bombardeados y sus economías despojadas de toda protección, sus sociedades sometidas al asedio paralizante de las conocidas como «sanciones». El historiador británico Mark Curtis estima el número de muertos en millones. En todos los casos, una gran mentira fue desplegada.
«Esta noche, por primera vez desde el 9/11, nuestra misión de combate en Afganistán ha terminado.» Estas eran las palabras con las que Obama abría, en 2015, el Estado de la Unión. De hecho, unos 10.000 soldados y 20.000 contratistas militares (mercenarios) permanecen en Afganistán en misión indefinida. «La guerra más larga en la historia de los Estados Unidos está concluyendo de manera responsable», dijo Obama. Sin embargo, murieron más civiles en Afganistán en 2014 que en cualquier otro año desde que la ONU tomó registros. La mayoría de los asesinados -civiles y militares- en la época de Obama como presidente.
La tragedia de Afganistán rivaliza con el épico crimen perpetrado en Indochina. En su alabado y muy citado libro ‘El Gran Tablero de Ajedrez: Primacía Americana y su geoestratégica Imperativos’, Zbigniew Brzezinski, padrino de la política de Estados Unidos desde Afganistán hasta la actualidad, escribe que si Estados Unidos ha de controlar Eurasia y dominar el mundo, no puede sostener una democracia popular, ya que «la búsqueda del poder no es un objetivo que requiera pasión popular… La democracia es enemiga de la movilización imperial.» Está en lo cierto. Como WikiLeaks y Edward Snowden han revelado, un estado de policial vigilancia está usurpando la democracia. En 1976, Brzezinski, entonces Consejero de Seguridad Nacional del presidente Carter, puso en práctica su doctrina al asestar un golpe mortal a la primera y única democracia de Afganistán. ¿Quién sabe esta historia crucial?
En la década de 1960, una revolución popular recorrió Afganistán, el país más pobre en la tierra, derrocando finalmente los vestigios del régimen aristocrático en 1978. El Partido Democrático Popular de Afganistán (PDPA) formó un gobierno y declaró un programa de reformas que incluía la abolición del feudalismo, la libertad de todas las religiones, la igualdad de derechos para las mujeres y la justicia social para las minorías étnicas. Más de 13.000 presos políticos fueron liberados y los archivos de la policía quemados públicamente.
El nuevo gobierno introdujo la atención médica gratuita para los más pobres; se abolió el peonaje, se puso en marcha un programa de alfabetización masiva. Para las mujeres, las ganancias eran desconocidas. A fines de 1980, la mitad de los estudiantes universitarios eran mujeres, que representaban casi la mitad de los médicos de Afganistán, una tercera parte de los funcionarios públicos y la mayoría de los docentes. «Todas las niñas», recordó Saira Noorani, una mujer cirujano, «podían ir a la escuela secundaria y la universidad. Podíamos ir a donde queríamos y gastar en lo que nos gustaba. Solíamos ir a los cafés y al cine a ver la última película de la India en viernes y escuchar la música más actual. Todo empezó a ir mal cuando los muyahidines comenzaron a ganar. Solían matar maestros y quemar escuelas. Estábamos aterrorizados. Era chocante y triste pensar que fue a estos a los que Occidente apoyó».
El gobierno del PDPA estaba respaldado por la Unión Soviética, a pesar de que, como más tarde admitió el ex secretario de Estado Cyrus Vance, «no había evidencia de cualquier complicidad soviética [en la revolución]». Alarmados por la creciente confianza de los movimientos de liberación en todo el mundo, Brzezinski decidió que si Afganistán tenía éxito en el marco del PDPA, su independencia y su progreso podrían considerarse como «la amenaza de un ejemplo prometedor».
El 3 de julio de 1979, la Casa Blanca autorizó secretamente apoyo a los grupos tribales «fundamentalistas», conocidos como los muyahidines, un programa que alcanzó la cifra de más de 500 millones de dólares al año en armas estadounidenses y otro tipo de asistencia. El objetivo era el derrocamiento del primer gobierno secular y reformista de Afganistán. En agosto de 1979, la embajada de Estados Unidos en Kabul informó que «los grandes intereses de los Estados Unidos… serían servidos por la desaparición del gobierno LOPD, a pesar de los contratiempos que ello podría significar para las futuras reformas sociales y económicas en Afganistán. «
Los muyahidines fueron los precursores de al-Qaeda y del Estado Islámico, a los cuales hay que incluir a Gulbuddin Hekmatyar, que recibió decenas de millones de dólares en efectivo de la CIA. La especialidad de Hekmatyar fue el tráfico de opio y arrojar ácido en los rostros de las mujeres que se negaban a llevar el velo. Invitado a Londres, fue alabado por la primera ministra Margaret Thatcher como un «luchador por la libertad».
Estos fanáticos podrían haber permanecido en su mundo tribal si Brzezinski no hubiera auspiciado un movimiento internacional para promover el fundamentalismo islámico en Asia Central y así socavar la liberación política secular y «desestabilizar» a la Unión Soviética, creando, como escribió en su autobiografía, «unos pocos agitadores musulmanes». Su gran plan coincidió con las ambiciones del dictador paquistaní, el general Zia ul-Haq, de dominar la región. En 1986, la CIA y la agencia de inteligencia de Pakistán, el ISI, comenzaron a reclutar a personas de todo el mundo para unirse a la yihad afgana. El multimillonario saudí Osama bin Laden era uno de ellos. Los técnicos que finalmente se unieron a los talibanes y al-Qaeda, fueron reclutados en una universidad islámica en Brooklyn, Nueva York, a los cuales se les da entrenamiento paramilitar en un campamento de la CIA en Virginia. Esto se llamó «Operación Ciclón». Su éxito se celebró en 1996, cuando el último presidente PDPA de Afganistán, Mohammed Najibullah -que había ido antes de que la Asamblea General de la ONU para pedir ayuda- fue colgado de una farola por los talibanes.
La «marcha atrás» de la Operación Ciclón y sus «pocos agitadores musulmanes» se produce el 11 de septiembre de 2001, y la Operación Ciclón se convirtió en la «guerra contra el terror», en el que innumerables hombres, mujeres y niños perderían sus vidas en todo el mundo musulmán, desde Afganistán a Irak, Yemen, Somalia y Siria. El mensaje del verdugo era y sigue siendo: «Tú estás con nosotros o contra nosotros».
El hilo común con el fascismo pasado y el fascismo presente, es el asesinato en masa. La invasión estadounidense de Vietnam tuvo sus «zonas de fuego libre», «recuento de cuerpos» y «daños colaterales». En la provincia de Quang Ngai, desde donde informé, muchos miles de civiles («gooks») fueron asesinados por los EE.UU.; sin embargo, sólo una, la masacre de My Lai, es recordada. En Laos y Camboya, el mayor bombardeo aéreo de la historia produjo una época de terror reconocible hoy por el espectáculo de cráteres de bombas unidas que, contempladas desde el aire, conforman monstruosos collares. El bombardeo propició en Camboya su propia ISIS, liderada por Pol Pot.
Hoy, la mayor campaña mundial de terror, conlleva la ejecución de familias enteras, ya sean invitados de las bodas, o dolientes asistentes a los funerales. Estos son víctimas de Obama. Según el New York Times, Obama hace su selección a partir de una «lista de muerte» de la CIA que se le presenta todos los martes en la Sala de Situación de la Casa Blanca. Decide entonces, sin una pizca de justificación legal, quién vivirá y quién morirá. Su arma de ejecución es el misil Hellfire (fuego infernal) cargado por un avión no tripulado conocido como «DRON»; estos cuecen sus víctimas y diseminan con sus restos por la zona. Cada «éxito» está registrado en la pantalla de una lejana consola denominada «BugSplat».
«Para los del paso de la oca», escribió al historiador Norman Pollock, «lo hemos sustituido por la militarización, aparentemente más inofensiva, de la cultura total. Y para ampuloso líder, tenemos al reformador frustrado, alegremente trabajando, planeando y ejecutando el asesinato, sonriendo todo el rato»
Uniendo el viejo y el nuevo fascismo, tenemos el culto a la superioridad. «Creo en el excepcionalismo americano con cada fibra de mi ser», dijo Obama, evocando el fetichismo nacional de la década de 1930. Como el historiador Alfred W. McCoy ha señalado, fue un devoto de Hitler, Carl Schmitt, quien dijo: «El soberano es el que decide la excepción.» Esto resume el americanismo, la ideología dominante en el mundo. Que no se haya reconocido como una ideología depredadora es el logro de un lavado de cerebro igualmente no reconocido. Insidiosa, no declarada, presentada ingeniosamente como la iluminación en la marcha, su vanidad insinúa la cultura occidental. Crecí en una cinematográfica dieta de gloria americana, casi toda ella una distorsión. No tenía ni idea de que fue el Ejército Rojo el que había destruido la mayor parte de la maquinaria de guerra nazi, a un costo de hasta 13 millones de soldados. Por el contrario, las pérdidas estadounidenses, incluyendo en el Pacífico, fueron 400.000. Hollywood invirtió todo esto.
La diferencia ahora es que el espectador está invitado a empaparse en la «tragedia» de los psicópatas estadounidenses que tienen que matar a personas en lugares distantes – al igual que el propio Presidente los mata. La encarnación de la violencia de Hollywood, el actor y director Clint Eastwood, fue nominado a un Oscar este año por su película, ‘American Sniper’, que trata sobre un asesino chiflado y con licencia. El New York Times lo describió como un «cuadro patriótico, pro-familia, que rompió todos los récords de asistencia en sus días de apertura».
No hay películas heroicas acerca del abrazo los Estados Unidos al fascismo. Durante la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos (y Gran Bretaña) fueron a la guerra contra los griegos que habían luchado heroicamente contra el nazismo alemán y que resistieron al avance del fascismo griego. En 1967, la CIA ayudó a llevar al poder a una junta militar fascista en Atenas -como lo hizo en Brasil y la mayor parte de América Latina. A los Alemanes y europeos del este que habían actuado en connivencia con la agresión nazi y habían sido responsables de crímenes contra la humanidad, se les dio refugio en los EE.UU.; muchos de los cuales fueron mimados y sus talentos recompensados. Wernher von Braun fue el «padre», tanto de la V-2, bomba de terror nazi, y del programa espacial de Estados Unidos.
En la década de 1990, como las ex Repúblicas Soviéticas, Europa del Este y los Balcanes se convirtieron en puestos militares de la OTAN, y en Ucrania, a los herederos de un movimiento nazi se les dio su oportunidad. Responsable de la muerte de miles de judíos, polacos y rusos durante la invasión nazi de la Unión Soviética, el fascismo ucraniano fue rehabilitado y su «nueva ola» aclamada por el verdugo como «nacionalistas».
Esto llegó a su apogeo en 2014, cuando el gobierno de Obama gastó 5000 millones de dólares en un golpe de Estado contra el gobierno electo. Las tropas de choque eran neonazis conocidos como el sector derecho y Svoboda. Sus líderes son Oleh Tyahnybok, quien ha pedido una purga de la «mafia judía-moscobita» y «demás escoria», como son los gays, las feministas y los de la izquierda política.
Estos fascistas están ahora integrados en el gobierno golpista Kiev. El primer vicepresidente del Parlamento de Ucrania, Andriy Parubiy, líder del partido de gobierno, es co-fundador de Svoboda. El 14 de febrero, Parubiy anunció que estaba volando a Washington para conseguir «que los EE.UU. nos proporcione armas modernas de alta precisión». Si tiene éxito, será visto como un acto de guerra por parte de Rusia.
Ningún líder occidental ha hablado sobre el resurgimiento del fascismo en el corazón de Europa – con la excepción de Vladimir Putin, cuyo pueblo perdido 22 millones merced a una invasión nazi que llegó a través de la frontera de Ucrania. En la reciente Conferencia de Seguridad de Munich, el Subsecretario de Estado de Obama, de Asuntos Europeos y de Eurasia, Victoria Nuland, acusó a los líderes europeos de oponerse a la entrega de armamento estadounidense al régimen de Kiev. Se refirió a la ministra de Defensa alemana como «la ministra del derrotismo». Fue Nuland quién planeó el golpe de Estado en Kiev. La esposa de Robert D. Kagan, un iluminado líder «neocon» co-fundador del Proyecto de extrema derecha para un Nuevo Siglo Americano, que fue asesor de política exterior de Dick Cheney.
El golpe de Nuland no se materializó. La OTAN fue prevenida de cualquier intento de apoderarse de la histórica y legítima base naval rusa en Crimea. Mayoritariamente rusa, la población de Crimea —anexada ilegalmente a Ucrania por Nikita Kruschev en 1954— votó abrumadoramente volver a Rusia, como ya lo habían hecho en la década de 1990. El referéndum, voluntario y popular, fue observado a nivel internacional. No hubo invasión.
Al mismo tiempo, el régimen de Kiev se cebó, con la ferocidad de una limpieza étnica, con la población rusa en el este. Implementando las milicias neonazis a la manera de las Waffen-SS, bombardearon y pusieron ciudades y pueblos al asedio. Utilizaron una hambruna masiva como arma, cortando la electricidad, congelando las cuentas bancarias, suprimiendo la seguridad social y las pensiones. Más de un millón de refugiados huyeron a través de la frontera con Rusia. En los medios de comunicación occidentales, se convirtieron en «gente escapando de la violencia» causada por la «invasión rusa». El comandante de la OTAN, general Breedlove —cuyo nombre y acciones podrían haber sido inspirados por el Dr. Strangelove de Stanley Kubrick— anunció que 40.000 soldados rusos se estaban «concentrando». En la era de la evidencia forense vía satélite, él no ofreció ninguna.
Estas personas de habla rusa y bilingüe de Ucrania —un tercio de la población— han buscado durante mucho tiempo una federación que refleje la diversidad étnica del país y que sea a la vez autónoma e independiente de Moscú. La mayoría no son «separatistas», sino ciudadanos que quieren vivir con seguridad en su patria y que se oponen al poder instaurado en Kiev. Su rebelión y el establecimiento de «estados» autónomos son una reacción a los ataques de Kiev a ellos. Poco de esto se ha explicado al público occidental.
El 2 de mayo de 2014, en Odessa, 41 personas de etnia rusa fueron quemadas vivas en la sede sindical ante la pasividad de la policía. El líder del Ala Derecha, Dmytro Yarosh, elogió la masacre como «un brillante día más de nuestra historia nacional». En los medios de comunicación estadounidenses y británicos, esto fue publicado como una «turbia tragedia» resultante de «enfrentamientos» entre «nacionalistas» (neo-nazis) y «separatistas» (la gente que recoge firmas para un referéndum sobre una Ucrania federal).
The New York Times enterró la historia, tras haberla calificado de propaganda rusa las políticas fascistas y antisemitas de los nuevos clientes de Washington. The Wall Street Journal condenó a las víctimas – «Fuego mortal en Ucrania, probable causado por los rebeldes, ha dicho el gobierno». Obama felicitó a la Junta por su «moderación».
Si Putin puede ser provocado para que viniera en su ayuda, su papel de «paria» pre-concebido por Occidente justificará la mentira de que Rusia está invadiendo Ucrania. El 29 de enero, el máximo comandante militar de Ucrania, el general Viktor Muzhemko, casi sin darse cuenta desestimó la base misma de la argumentación de los Estados Unidos y las sanciones de la UE sobre Rusia cuando, enfáticamente, declaró en una conferencia de prensa: «El ejército ucraniano no está luchando contra las unidades regulares del Ejército ruso» . Había «ciudadanos» que eran miembros de «grupos armados ilegales», pero no hubo invasión rusa. Esto no fue noticia. Vadym Prystaiko, viceministro de Relaciones Exteriores de Kiev, ha llamado a la «guerra a gran escala» contra la Rusia de las armas nucleares.
El 21 de febrero, el senador estadounidense James Inhofe, republicano de Oklahoma, presentó un proyecto de ley que autorizaría el suministro de armas americanas al régimen de Kiev. En su presentación al Senado, Inhofe utiliza fotografías como prueba de que eran tropas rusas las que invaden Ucrania, fotografías que durante mucho tiempo han sido utilizadas y que han resultado ser falsas. Reminiscencia de los cuadros falsos de Ronald Reagan simulando una instalación soviética en Nicaragua, o las pruebas falsas de Colin Powell ante la ONU simulando armas de destrucción masiva en Irak.
La intensidad de la campaña de desprestigio desatada en contra de Rusia y la representación de su presidente como un villano de pantomima, supera todo cuanto he conocido como periodista. Robert Parry, uno de los periodistas de investigación más destacados de Estados Unidos, que reveló el escándalo Irán-Contra, escribió recientemente: «Ningún gobierno europeo, desde la Alemania de Adolf Hitler, ha tenido a bien enviar tropas de asalto nazis para hacer la guerra a su propia población, pero el régimen de Kiev lo ha hecho a sabiendas e intencionadamente. Sin embargo, a través del espectro mediatico/político de Occidente, ha habido un deliberado esfuerzo de encubrir esta realidad hasta el punto de ignorar hechos que han sido bien establecidos… Si usted se pregunta cómo el mundo podría sumergirse en la tercera guerra mundial -tanto como lo hizo en la guerra mundial hace un siglo- todo lo que necesita hacer es mirar a la locura sobre Ucrania que ha demostrado ser impermeable a los hechos y a la razón».
En 1946, el fiscal del Tribunal de Nuremberg declaró a los medios de comunicación alemanes:. «El uso que los conspiradores nazis hicieron de la guerra psicológica es bien conocido. Antes de cada gran ataque, con algunas pocas excepciones basadas en la conveniencia, iniciaron una calculada campaña de prensa para debilitar a sus víctimas y preparar al pueblo alemán psicológicamente para el ataque… En el sistema de propaganda del Estado hitleriano, la prensa diaria y la radio eran las armas más importantes». En The Guardian el 2 de febrero, Timothy Garton-Ash llama, en efecto, a una guerra mundial. «Putin debe ser detenido», decía el titular. «Y a veces sólo las armas pueden parar a las armas.» Reconoció que la amenaza de la guerra podría «nutrir una paranoia rusa de cerco»; pero que estaba bien. Detalló el equipo militar necesario para el trabajo e informó a sus lectores de que «Estados Unidos tiene el mejor kit».
En 2003, Garton-Ash, profesor de Oxford, repite la propaganda que llevó a la masacre en Irak. Saddam Hussein, escribió Garton-Ash, «tiene, como [Colin] Powell ha documentado, almacenadas grandes cantidades de horribles armas químicas y biológicas, y esconde una gran parte de ellas. Él todavía está tratando de conseguir las nucleares.» Alabó a Blair como «Gladiador intervencionista cristiano-liberal». En 2006, escribió: «Ahora nos enfrentamos a la próxima gran prueba de Occidente después de Irak: Irán.»
Los arrebatos -o como prefiere Garton-Ash, su «tortuosa ambivalencia liberal»- no son las típicas de los de la élite liberal transatlántica que han llegado a un acuerdo fáustico. El Blair criminal de guerra es su líder perdido. The Guardian, en el que el artículo de Garton-Ash apareció, publicó un anuncio de página completa para un bombardero americano indetectable. En una imagen amenazadora del monstruoso Lockheed Martin podía leerse: «El F-35 GRAN Para Gran Bretaña.». Este «kit» mericano costará a los contribuyentes británicos 1,3 mil millones de libras, sus predecesores F-modelo han estado masacrando el mundo. En sintonía con su publicista, un editorial de The Guardian ha exigido un aumento en el gasto militar.
Una vez más, hay un serio propósito. Los gobernantes del mundo quieren Ucrania no sólo como una base de misiles; quieren su economía. El nuevo ministro de Finanzas de Kiev, Nataliwe Jaresko, es un ex alto funcionario del Departamento de Estado de Estados Unidos a cargo de la «inversión» en el extranjero. Se le concedió a toda prisa la ciudadanía ucraniana. Quieren a Ucrania por su abundante gas. El hijo del vicepresidente Joe Biden está en la junta de la mayor compañía de petróleo, gas y fracking de Ucrania. Los fabricantes de semillas transgénicas, empresas como la infame Monsanto, quieren el rico suelo agrícola de Ucrania.
Por encima de todo, quieren al poderoso vecino de Ucrania, Rusia. Quieren balcanizar o desmembrar Rusia y explotar la mayor fuente de gas natural en la tierra. Como se derrite el hielo del Ártico, quieren el control del Océano Ártico y sus riquezas energéticas y larga frontera terrestre ártica de Rusia. Su hombre en Moscú solía ser Boris Yeltsin, un borracho, que entregó la economía de su país a Occidente. Su sucesor, Putin, ha restablecido Rusia como nación soberana; ese es su crimen.
La responsabilidad de todos nosotros es clara. Consiste en identificar y exponer las imprudentes mentiras de los belicistas y evitar toda connivencia con ellos. Si permanecemos en silencio, nuestra derrota está asegurada, y un holocausto hace señas.
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