No se puede subestimar la influencia de un libro en una adolescente que no ha cruzado la frontera de los 17 años. Sobre todo si la adolescente se llama Patti Smith y el libro Iluminaciones. Estamos en 1962. Como se sabe, en Estados Unidos el rock and roll ya había comenzado a estremecer la nación, los escritores beatniks echaban por tierra los dogmas vomitando textos ácidos e infestados con historias de los bajos fondos, y más tarde los cimientos del país se removerían por la eclosión cultural y política que fue el movimiento hippie.
Por esa misma fecha, en una escuela secundaria una muchacha desgarbada y delgada —muy delgada—, anda a la caza de un novio. Y no lo encuentra. O mejor dicho, no lo encuentra en el mundo de los vivos. Pero nada más abrir Iluminaciones, el innovador libro del célebre Arthur Rimbaud, Patti Smith quedó subyugada por los oscuros encantos de un escritor que sangraba en cada texto y comenzó a alucinar con los versos del poeta maldito francés y, como su ídolo, eligió dedicarse a explorar los callejones más sucios, y oscuros del alma humana.
No era fácil ser Patti Smith en aquel momento. La incipiente artista, nacida en Chicago, el 30 de diciembre de 1946, venía de una formación religiosa (su madre era testigo de Jehová) y la literatura se introdujo en su piel como una inyección de adrenalina y le pavimentó el camino para cambiar las reglas del juego y echar hacia lo más profundo del océano las ataduras morales con las que la sociedad quería llevarla por el buen camino, según los códigos más ortodoxos de la época. Pero no.
Ahí estaba Rimbaud para iluminarla y Patti Smith no dudó en devorar un reguero de palabras que le servirían de fuente de inspiración y que definieran a la explosiva artista que llegó después. Una artista revolucionaria, insolente y vital que con sus primeros alaridos de poeta salvaje hizo sonar las campanas en el underground que avisaban de la proximidad de un tren descarrilado que colisionaría contra las puertas de la escena subterránea, en la forma de una mujer de rostro pálido, pelo negro sobre los hombros, una mirada de pocos amigos y un aspecto totalmente andrógino.
No sorprendió a nadie que Patti Smith entrara al mundo del rock por la puerta de la literatura. De la poesía. De performances que se fueron convirtiendo, gracias a su conceptual dramatismo, en una sensación en la agitada bohemia neoyorkina, donde desembarcó tras abandonar su ciudad de origen en 1966. Tanto que en una de sus lecturas, que, de más está decirlo, atraían a la crème de la crème de los personajes que deambulaban por los predios del arte de la época, (léase Joey Ramone, Andy Warhol, entre muchos más), un fascinado William Burroughs se gastó una frase para los libros. “Es una estrella”, señaló el beatnik y sentenció, sin proponérselo, el futuro de la femme fatale del punk. Pero ella no estaba dispuesta a agitar solamente los vientos de la poesía, aunque se estrellaran contra la ventana con la fuerza del más grande los huracanes. Así llamó a un guitarrista para sus performances que de a poco adquirieron el cariz de un concierto de rock.
Más tarde se fueron subiendo al tren otros músicos que le ponían sonido a sus lecturas públicas que cada vez eran más salvajes, más auténticas, más chocantes. Cuando terminaba un poema rompía la hoja entre alaridos y parecía que descendía al mismo infierno, como si persiguiera en cada momento ofrecerle una ofrenda a su ídolo francés. Pero en su caso no se trataba de echar mano a los resortes más comunes de la irreverencia para atraer más público, sino de la necesidad de crear otra manera de entender el arte, de fundar algo nuevo, de demostrar que el rock para que sea también tiene que desprenderse de las mismísimas entrañas.
Notablemente influida por Jim Morrison, Jimi Hendrix, o Los Rolling Stones, Patti dio el gran salto cuando publicó su álbum debut Horses, en 1975, producido por John Cale, uno de los fundadores de The Velvet Underground. El disco constituyó un desafío desde que abre con aquel verso de “Jesús murió por los pecados de alguien, pero no por los míos” y fue un punto de quiebre en la contracultura con canciones como Gloria, Free Money o Redondo Beach. Por otro lado, el álbum alcanzó una connotación mítica gracias también a su foto de portada, tomada por el influyente Robert Mapplethorpe.
En ella aparece una Patti Smith con una provocadora figura en la que no se puede delimitar si es hombre o mujer, alejándose así de los cánones implantados por las rock star de vidriera, que explotaban su sensualidad para enganchar al público y hacerle sin tapujos guiños al corporativismo con el fin de vender más discos. Con Horses sentó las bases de un estilo inédito hasta entonces y fue proclamada definitivamente en los altares del rock como la madrina del punk. Ya destapada la caja de pandora, Patti publicaría luego en la década del 70 tres discos que cargaban con historias que mostraban la cara b de la sociedad estadounidense, como Radio Ethiopia (1976), Easter (1978) y Wave (1979).
Tras un periodo de retiro espiritual con su esposo, el guitarrista Fred “Sonic” Smith, de los MC5, la madrina del punk volvió a los escenarios en los años 90, publicando, entre otros, discos como Gone Again ( 1996) y Peace and Noise (1997) y Banga (2012).
En el presente, La Smith, de 69 años, que en el 2005 obtuvo la distinción de Comendadora de la Orden de las Artes y las Letras de Francia, y en el 2007 entró en el Salón de la Fama del Rock, continúa dando muestras de lo que es ser una verdadera representante de punk sin artificios ni impostaciones, como se podrá ver en la gira mundial que anunció el pasado año para celebrar los 40 años de Horses, el disco que la hizo despegar desde las profundidades hacia el olimpo del rock.
Como anécdota, podemos mencionar que Patti Smith estuvo cerca en una ocasión de llegar a Cuba como invitada al festival Peace and Love, según me comentó X Alfonso en una conferencia de prensa, pero los trámites al final no se llegaron a concretar. No obstante, quizás alguien pueda decirle a la madrina del punk que en Cuba cuenta con no pocos seguidores, sobre todo aquellos con una vida anterior al rock cocinado en los grandes almacenes y al punk corporativizado. De todos modos ahí permanece su música que, entre otras cosas, enseñó que las mujeres no son segundas de nadie cuando se trata de arder en el fuego del punk y de llevar en las venas las iluminaciones de Arthur Rimbaud.
por Michel Hernández en Granma