El ataque en Buenos Aires, Cauca, de una estructura de las FARC-EP en contra de una unidad contra-insurgente de élite del Ejército, la Fuerza de Tarea Conjunta Apolo, que dejó como saldo 11 soldados muertos y varios heridos de consideración, ha puesto nuevamente al rojo vivo el debate en torno al proceso de paz. El sector uribista y el sector santista de la oligarquía se han unido para declarar, con gran estridencia, que esto es una violación intolerable al Derecho Internacional Humanitario (DIH), que los “terroristas” no han cumplido su palabra y han roto el cese al fuego unilateral, que las acciones militares deben arreciar[1]. Santos ha ordenado reanudar los bombardeos[2], tras un mes de haber sido suspendidos (mientras proseguía la ofensiva militar en el terreno) y apenas a escasos días de haber decretado que la suspensión de éstos se prolongaría por un mes más. Situación que, aunque de momento no pone a peligrar la mesa de negociaciones de paz, sí nos demuestra que estamos muy lejos del punto de no retorno, refutando algunas visiones excesivamente optimistas. ¿Es necesario insistir en que estos eventos comprueban una vez más que la fórmula de negociar en medio de las hostilidades se vuelve cada día más insostenible?
La naturaleza política del debate
No me referiré a los hechos sucedidos en el Cauca, porque son aún objeto de investigación y porque no creo que sea necesario. Han aparecido excelentes contribuciones para demostrar que, fueran cuales fueran las circunstancias del ataque –defensiva u ofensiva- este ni constituye una violación al DIH ni los soldados eran personas protegidas[3]. Pero en realidad ese nunca ha sido el debate. En Colombia todo el tiempo se bombardea campamentos guerrilleros en medio del sueño, aun en medio de treguas unilaterales de la insurgencia; se saca a campesinos de sus camas, con sacos en la cabeza, para luego desaparecerlos, torturarlos, o asesinarlos y presentarlos como guerrilleros “muertos en combate”; se da sistemáticamente tratamiento de guerra a la protesta popular como lo demuestra el reciente caso del norte del Cauca. Eso es pan de cada día en Colombia y nunca, jamás, hemos visto ni al Fiscal ni a ninguno de los que hoy lloriquean por el DIH hacer un escándalo siquiera comparable. El problema no es de orden técnico-jurídico. El problema no es ni el DIH, ni una violación al cese al fuegounilateral de la insurgencia. El problema es de orden político.
Confrontación y negociación
Bien decíamos que la negociación política no sería en Colombia ni un gran sancocho ni un tintico entre amigos, sino la confrontación encarnizada de dos visiones de país radicalmente diferentes[4]. En esta confrontación, la oligarquía ha buscado mantener la hegemonía y lo ha conseguido: las continuas e hipócritas acusaciones del sector uribista de la oligarquía -que se está vendiendo al país a las FARC-EP, que Santos está arrodillado y cede en todo a los insurgentes- apenas sirven para ocultar el hecho irrefutable de que hasta el momento Santos no se ha comprometido a nada sustancial que pueda tocar los intereses estratégicos de la oligarquía y de sus socios en el plano transnacional en ninguno de los puntos de la agenda. Esto es así, por vitriólicas que sean las declaraciones de Uribe y sus compinches, así como por iluminadas que parezcan algunos momentos de lucidez de Santos. La oligarquía colombiana no tiene buena fe, ni voluntad de paz en el sentido real del término. Nunca las ha tenido y nunca las tendrá. Sus concesiones nunca van más allá de lo estrictamente necesario que les permita mantener su hegemonía.
Se ha señalado que la agenda de negociación reflejaba el equilibrio de fuerzas que existía en el conflicto hasta el momento de ser acordada. Alterar ese equilibrio es la prioridad para el gobierno de Santos, que acusa cínicamente a la insurgencia de doble juego, mientras con ellos quienes utilizan esta negociación, como todas las anteriores, para fortalecerse y debilitar a su adversario. Rompiéndose ese equilibrio, la oligarquía no tendrá ningún impedimento, ni moral ni político, para pisotear la agenda, seguir evadiendo los compromisos bilaterales y forzar más y más acciones unilaterales de los insurgentes –es decir, de una manera u otra, lograr la rendición de la insurgencia en medio de la mesa de negociaciones, mediante la hábil combinación de todas las formas de lucha. Busca contener la presión militar y social del conjunto de los detractores del régimen, por todos los medios a su mano, violentos y cívicos, legales y extra-legales. Para este fin, la oligarquía colombiana aplica la misma fórmula que Prashant Jha identifica para el bloque dominante en la India-Nepal, consistente en “negociar, coaccionar, dividir, frustrar, degastar, corromper, engañar, repetir el ciclo y no ceder nada”[5]. Con el agravante de que esta fórmula la aplica mientras sus fuerzas armadas oficiales y para-oficiales arremeten militarmente en contra de la insurgencia y de todo aquel que identifican, aunque sólo sea potencialmente, como base social de apoyo.
Por qué ningún gesto unilateral será suficiente
La insurgencia fariana ha insistido en varias entrevistas que no ha llegado a la mesa de negociaciones derrotada[6]. Eso es verdad: el escenario de la mesa de negociaciones fue forzado por una creciente presión tanto en lo militar como en lo político, desarrollado desde el 2008 en adelante, que puso a la oligarquía entre la espada y la pared, forzándola a replantearse su esquema de guerra total[7]. Ahora bien, el hecho de que la insurgencia no haya llegado derrotada a la mesa de negociaciones, no significa que no pueda salir derrotada de ella. Santos está constantemente tanteando el terreno. Ignora negociar con el EPL, dilata los diálogos con el ELN, tensa las negociaciones con las FARC-EP para ver hasta dónde puede llegar. Decide que se negociará en medio del conflicto –precisamente porque la conviene desde su apuesta de debilitar a la insurgencia durante el proceso de negociación-, festeja sobre las cabezas de guerrilleros abatidos, pero patalea cuando el conflicto arroja resultados que no le complacen. Se para unilateralmente de la mesa, rompiendo todos los protocolos acordados, cuando se captura a un general en un área de operaciones militares (el caso del general Alzate en el Chocó) y exige que se le devuelvaunilateralmente. Su comportamiento es recompensado: obtiene lo que quiere a cambio de nada. Y así sigue. Por su parte, la insurgencia decreta un cese al fuego unilateral para abrir un espacio que lleve, eventualmente, al cese al fuego bilateral. Dicen que éste acto unilateraldepende de que no se ataquen sus estructuras, pese a lo cual reciben golpes militares contundentes en varias partes del país. Y no pasa nada.
Sea quien sea que haya asesorado a la insurgencia sobre la pertinencia de un cese al fuego unilateral de carácter indefinido (sabemos que deben haber operado grandes presiones, nacionales e internacionales, sobre esta decisión), hasta un medio representante de los intereses del bloque en el poder, la revista Semana, ha debido reconocer que esto fue un mal cálculo político de los guerrilleros que puede tener consecuencias gravísimas sobre su estrategia de negociar:
“Adelantarse con un cese unilateral para presionar a la contraparte, como lo hicieron las FARC, sin negar que es un gesto de buena voluntad, también resultó ser un error de cálculo. (…) las acciones armadas de las FARC han disminuido sustancialmente, (…) el cumplimiento del cese se acerca al 95 por ciento. Sin embargo, la ofensiva militar del Ejército no ha bajado. (…) En esas circunstancias ellos mismos [las FARC-EP] no tienen cómo pedirles a los guerrilleros que aguanten la ofensiva por mucho tiempo, sin disparar. (…) El cese unilateral también tiene el problema de que cualquier violación que ocurra, por aislada que sea, es leída como una inaceptable traición a su palabra.”[8]
Al bloque dominante se le agota la paciencia cada vez más rápido, pero tanto la guerrilla como los sectores populares que luchan por sus derechos tienen que aguantar en silencio todos los golpes, todas las humillaciones y enterrar a sus muertos calladitos y sin protestar. A cada acción unilateral, el bloque dominante responde exigiendo más y más acciones unilaterales. Las sistemáticas concesiones unilaterales a la oligarquía colombiana, en lugar de amilanar sus tendencias guerreristas, las alimenta.
¿Cambio de corazón de un sector de la oligarquía?
Nadie puede llamarse a engaños: el “presidente de la paz” -con injusticia social-, tiene firmemente en sus manos las llaves de la paz, que le fueron entregadas en bandeja de plata por la izquierda que llamó a votar por él –de manera crítica unos, de manera entusiasta otros- en las pasadas elecciones; voto táctico que ocultó la derrota estratégica del proyecto transformador de izquierda[9]. Desde entonces, el tema de la paz es indivisible ante la opinión pública de la presidencia de Santos. Nos han querido vender que los “enemigos de la paz” están exclusivamente en el sector uribista de la oligarquía. Craso error en el que ha caído un sector importante de la izquierda que se ha dejado embaucar por una dicotomía inexistente –tanto el sector santista (supuestamente pro-diálogo) como el sector uribista (supuestamente anti-diálogo), pertenecen a la misma oligarquía que ha mantenido su hegemonía intacta por dos siglos de vida republicana a sangre y fuego[10]. Santos no ingresa a la mesa de negociaciones con la intención de alcanzar un acuerdo favorable a los intereses populares, sino como una estrategia más en la recomposición de la hegemonía del bloque dominante y en la derrota estratégica de los sectores populares que la cuestionan. Por ello es que junto con intensificar los operativos militares, ha buscado –de manera momentáneamente exitosa- desmovilizar las luchas sociales en el escenario post-paro agrario mediante la represión, la cooptación, las prebendas y el desgaste. Es decir, combinando las formas de lucha.
Los enemigos de la paz, si por ella entendemos una paz con derechos, una paz con justicia social, y no meramente una paz de los cementerios, son tanto el santismo como el uribismo. Ambos sectores oligárquicos, pese a sus contradicciones secundarias, están totalmente unificados a la hora de defender sus privilegios y su hegemonía absoluta. La discusión entre ambos es de orden táctico, pero nunca de orden estratégico. Por eso es que no han mostrado contradicciones en torno al debate sobre las fuerzas armadas, ya que ambos sectores saben que deben proteger y fortalecer al baluarte último de la defensa de sus privilegios –a ese ejército que por décadas se ha dedicado solamente a matar, desaparecer, torturar y violar al pueblo, que ha demostrado, como les fustigaba Gaitán después de la Masacre de las Bananeras (1928), estar siempre presto a masacrar a su pueblo y a arrodillarse ante los capitalistas extranjeros. El Ministerio de Defensa, capitaneado por Pinzón, sirve de bisagra entre ambas facciones oligárquicas. El Ministro Pinzón, sea cual sea el incierto escenario del actual proceso de paz, es el hombre que tiene todas las condiciones para unir, superada esta coyuntura, a estos dos sectores oligárquicos.
Más allá de los enemigos de la paz: la lucha por la transformación social
Santos tiene, de momento, el sartén por el mango: ha buscado una paz exprés, con pocas concesiones, sin mayor participación, con escasa movilización, y no faltarán los sectores al interior de la izquierda que defiendan esta posición[11]. Sea que la actual coyuntura sirva para acelerar la firma de un acuerdo insustancial para una paz a lo Guatemala, o que una seguidilla de coyunturas sirvan para quebrar la mesa de negociaciones y seguir avanzando en la guerra total, la decisión será tomada en última instancia por esa oligarquía de la cual él es representante. Una salida popular no está en la agenda política del momento, porque los sectores populares están en reflujo y han sido eficazmente cooptados o desgastados en las mil y una mesas de negociaciones que operan intermitentemente en todo el país en el contexto post-paros 2012-2014, las cuales no han llegado ni llegarán a nada sustancial. La oligarquía colombiana nunca ha cumplido su palabra, siempre opera en base a la presión y pretender que se está negociando con un actor honorable, o de palabra, es a todas luces un error. Hoy en día Santos no siente la suficiente presión ni militar, ni social, ni política que le fuercen a replantearse una salida un poco más favorable a los intereses de los de abajo. Es él quien tiene la iniciativa, de momento, para plantear los términos en los que se dará la paz, si es que se da.
La búsqueda de una salida negociada al conflicto social y armado, que sirva de cimiento para construir la única paz posible, es decir, con justicia social y derechos plenos, no pasa ni por rodear al presidente, ni por apelar a la (inexistente) buena fe de la oligarquía, sino por cambiar el escenario que sirve de telón de fondo a la negociación, es decir, la correlación de fuerzas entre el bloque oligárquico y los sectores populares en lucha y resistencia. Así como la instalación de la mesa de negociaciones fue una conquista de la lucha del pueblo colombiano, inclinar la balanza de la paz en un sentido que beneficie a la inmensa mayoría empobrecida y expoliada, también ha de ser fruto de la lucha popular organizada. Para esto se necesita la capacidad de re-pensar colectivamente un proyecto alternativo al de la oligarquía, superar las cansadas fórmulas que no multiplican y ni siquiera suman, ir más allá de la inclusión hacia la transformación social. Se necesita un proyecto audaz de sociedad que vuelva a encantar a una muchedumbre incrédula, que unifique las mil demandas nunca atendidas, que articule políticamente la indignación.
Esta es la única garantía para desarrollar la capacidad de movilizar masas, no solamente en fechas simbólicas, sino que en caliente, en el día a día, la cual hoy es insuficiente. Solamente una amplia lucha popular, de masas, que confronte al establecimiento en base a las demandas más sentidas de los pobres, de los marginados, de los oprimidos en todo el territorio, es la que hoy puede destrabar el estancamiento en el que está el proceso. En Palestina lo llamaron Intifada; en Kurdistán lo denominaron Serhildan; en Nepal, le dieron por nombre Jana Andolan… pero todo es en el fondo el mismo proceso mediante el cual los de abajo sacuden al establecimiento sin pedir permiso a los poderosos. El pueblo colombiano deberá encontrar el lenguaje propio mediante el cual articular un levantamiento popular en contra de un sistema basado en la humillación colectiva del pueblo y en el despojo generalizado a los más empobrecidos. Un sistema que se ha vuelto intolerable para, por lo menos, dos terceras partes de la población. Se insiste en que el proyecto revolucionario no está en la agenda de negociación; pues bien, que sea entonces la agenda de movilización de los pueblos en la que se construya este proyecto. Pero lo que sí está claro, es que la podredumbre es tal que esto no se arregla ni con paños de agua tibia ni suplicándole a una oligarquía acostumbrada a robar, a matar y a mentir.
[8] http://www.semana.com/ nacion/articulo/por-que-el- ataque-de-las-farc/424537-3 El razonamiento final de Semana, es que las FARC-EP para no arriesgar el proceso de paz debieran pedir perdón al país (léase al gobierno), lo que equivale a exigir una rendición a las FARC-EP, negar que existe conflicto armado en el país y aceptar el carácter delincuencial que el Estado les ha impuesto, así como la legitimidad del Estado contra el cual se han rebelado. Desde esta lógica, es legítimo que el Ejército los mate, pero no es legítimo que esta organización en armas resista. Esto equivaldría a un suicidio político de la insurgencia.
[10] Hasta los uribistas más recalcitrantes defienden la necesidad de continuar los diálogos de paz, como lo expresó insistentemente Zuluaga durante su campaña presidencial. En lo que difieren es en los términos de la negociación y la amplitud que debiera tener la agenda. Ver a este respecto http://www.semana. com/opinion/articulo/uriel- ortiz-soto-es-urgente-revisar- el-proceso-de-paz/424389-3
[11] Ver, por ejemplo, un artículo de Fernando Dorado que evita toda mención al cese al fuego bilateral y que plantea la firma de una paz exprés, firmado a las carreras, por mínimo que sea, en perfecta coincidencia de fondo –aunque no necesariamente de forma- con la posición del gobierno. Curioso que al comienzo de la negociación este mismo comentarista criticaba la idea de una “paz perrata”, como la llamaba.http://prensarural. org/spip/spip.php?article16622 A una conclusión semejante llega también el representante de la socialbacanería León Valencia http://www.semana. com/opinion/articulo/leon- valencia-retrocedimos/424568-3