Se ha dicho hasta el hartazgo que los humanos somos seres de costumbres y que por lo tanto somos capaces de habituarnos a cualquier contexto o circunstancia. Es por eso que los relatos sobre resiliencia abundan no sólo en los devocionarios católicos, también son parte medular en los congresos empresariales, las publicidades de Nike, en las películas hollywoodenses, y son materia prima de nuestras entrañables 27 horas de amor.
En la Revolución Silenciosa, el ideólogo Opus Dei, Joaquín Lavín, hace énfasis en que las carencias que tiene un niño de La Pintana, son las mismas que le permiten el ingenio, haciéndolo fuerte e incluso más inteligente que un niño criado en La Reina. Y si lo vemos fríamente, incluso la vida de grandes personajes no serían las mismas sin las privaciones y los sufrimientos, esas tragedias que superaron la ficción de Sófocles; esos traumas que les fueron útiles para destacarse ante los pueriles dramas cotidianos, con débiles conflictos, nimios dramatismos y nudos desatados desde el comienzo.
Así como hay un hemisferio sur, hay otro norte, y tanto existe la ficción como también la realidad. Pero para que esto suceda debe haber algo que los divida de forma orgánica o impuesta. Si para el asunto de definir el norte y el sur hay una línea imaginaria trazada sobre el globo, el sueño es el suceso que detona el inconsciente, tan distinto al quehacer definido por las normas sociales cuando uno está despierto y activo.
La alegría y el dolor, de la misma forma, poseen un elemento que define cual será el que experimentaremos en su ausencia o presencia. Podemos decir que la salud define el polo que ocuparán nuestros sentimientos. Que poseerla nos otorga alegría, y que perderla nos provoca dolor. Estamos frente a una dicotomía elemental, como la hallada entre Demócrito, que todo lo reía, y Heráclito, que todo lo lloraba, tal como reza el poema que el peruano Clemente Althaus dedicara a su bella Amalia.
En un mundo donde las cosas caducan cada vez con mayor velocidad, “se echan a perder” a raíz de la fragilidad propia de los materiales desechables o de baja calidad, es bastante común caer en la decadencia y ganar experiencias dolorosas. Y esto pasa indiscutiblemente por un asunto material. Por una situación que intrínsecamente está emparentada con la “necesidad”. El órgano que escasea. La vitalidad que se apaga. El malestar que coarta e invalida.
Lo curioso es que parece ser que los apologistas del dolor son los que están menos influidos por las “ausencias”, ya que por razones estructurales, no están habituados a vivir en carne propia los embates del destino. Hablo de esa gente misericordiosa, con “empatía”, justamente aquellos que practican la “caridad” y la “solidaridad”, quienes por un llamado interior son “felices ayudando”.
Parece ser que estas personas que utilizan el dolor como su hobby, son las que trazan las líneas sociales imaginarias, lo trópicos y el Greenwich. Encarnan el elemento disociativo que genera diferencias para mantener un orden y justificar la existencia del dolor, que no es otra cosa que la pobreza, y con ello, el abuso, la usura y en definitiva el mal, necesario para que pueda existir el bien.
Estas son las “circunstancias” que obligatoriamente constituyen la realidad. Las que perpetúan las pugnas, la victimización y las mediocres reivindicaciones. Sin embargo el colectivero jamás se acostumbrará a que el pasajero pegue portazos al bajarse de su vehículo, y es ahí donde existe, aunque sea una cuestión aparentemente intrascendente, un pequeño rasgo de dignidad. En el no acostumbrarse al maltrato, en el coraje y la ira, aunque lamentablemente este sea un burdo ejemplo. Espero cada vez hayan mejores.
Que se multipliquen los enfados y se repleten día a día las oficinas de atención al cliente y que colapsen sus líneas telefónicas. Que miles, más que victimizarse haciendo carne del dolor, puedan apropiarse de la salud de los que la “poseen” como bien privado, defendiéndola, haciendo eco del mil veces dicho “preferible morir de pie que vivir de rodillas”.
Que nadie se prive de gozar, porque en definitiva, el dolor es una trampa.
Por Karen Hermosilla