Este 21 de diciembre se cumplen 102 años de la Matanza de la Escuela Santa María de Iquique, cuando fueron masacrados miles de trabajadores del salitre en Chile. El Estado reprimió entonces con saña una huelga general por mejores condiciones laborales en las oficinas, aquellos poblados industriales ruidosos, contaminados y malolientes del desierto de Atacama.
El cantautor Luis Advis Vitaglich recordó en verso la masacre: “Señoras y Señores / venimos a contar / aquello que la historia / no quiere recordar. / Pasó en el Norte Grande, / fue Iquique la ciudad. / Mil novecientos siete / marcó fatalidad. / Allí al pampino pobre / mataron por matar”.
A más de un siglo de aquella represión que luego profundizó con vehemencia el dictador Augusto Pinochet, la derecha y la Concertación chilena –Sebastián Piñera y Eduardo Frei Ruiz Tagle– irán a las urnas en balotaje para definir cuál habitará La Moneda. Muchos se preguntan cómo la derecha logró consolidarse en Chile. El fenómeno puede entenderse desde la perspectiva del movimiento obrero chileno, que recorrió el camino inverso.
Precisamente, el avance de la derecha ha sido visto como una herida en la historia de los obreros chilenos, cuyo vigor originario se diluyó en una democracia burguesa en desmedro del socialismo, algo que el historiador estadounidense Charles Bergquist considera paradójico.
En su libro Los trabajadores en la historia latinoamericana, Bergquist delinea los rasgos distintivos del movimiento obrero en la experiencia única de los trabajadores en la pampa salitrera: nomadismo y atomización de las centrales productoras.
Ambas características dieron una enorme ventaja a los pampinos frente a los capitalistas del salitre, que se quejaban de la falta de brazos y urdían trampas como el sistema de pulperías –ampliamente extendido en las economías de enclave en América Latina durante los siglos XIX y XX– para evitar la migración de los obreros y fijar un salario raquítico.
Anarquistas y socialistas competían entonces por ganar el favor de los aguerridos barreteros, matasapos, paleros y ripiadores. Mientras los anarquistas pugnaban por la organización de la producción en cooperativas, los socialistas impulsaban la nacionalización de la economía y la distribución de la riqueza en forma inmediata.
Aunque el anarquismo había tenido una mejor recepción entre los pampinos, las feroces represiones articuladas desde el Estado y financiadas por los capitalistas inclinaron a los trabajadores al socialismo, que logró convencerlos de que las soluciones a los problemas de la clase obrera tenían que ser por la vía electoral. Comprendieron entonces que para eso necesitaban una organización nacional. Los trabajadores ferroviarios crearon la Gran Federación Obrera de Chile (FOCh), que en 1921 se vinculó con el Partido Obrero Socialista, y pasó a llamarse Partido Comunista de Chile y se unió a la Tercera Internacional.
El éxito obrero se empantanó luego de la Gran Depresión de 1930, pero el socialismo resurgió a partir de 1950 y pujó por la chilenización de la industria del cobre, una fórmula mixta entre el Estado y el sector privado concretada por el asesinado Eduardo Frei Montalva, padre del actual candidato de la Concertación.
Luego llegó la Unidad Popular, la coalición que aunó al socialismo y al comunismo y logró acceder al poder con Salvador Allende. La dictadura de Pinochet y la Concertación sucedieron a Allende y sellaron la suerte de los trabajadores chilenos.
Este proceso de asfixia del movimiento obrero tuvo sus consecuencias en la distribución de la renta. Chile, que goza del privilegio de Grado de Inversión de las calificadoras de riesgo crediticio, está entre los 15 países con mayor desigualdad, peor que Honduras, Zambia, Zimbabwe y Sri Lanka. El candidato Piñera tratará de ponerle un moño a este proceso centenario, el próximo 17 de enero en las urnas.
Por Juan Cocco
Periodista argentino. Licenciado en comunicación y máster en Periodismo. Preceptor literario. Escribe desde Buenos Aires.
Fuente: www.telegrafo.com.ec