Desde el momento en que se anunció su rodaje, El Bosque de Karadima causó un obvio interés. Es que desde que tres profesionales revelaron el año 2010 los abusos a los que fueron sometidos bajo el sacerdote Fernando Karadima durante muchos años, cada arista o detalle entregado causaba un impacto profundo. Es por ello que esta película trae una carga bastante pesada sobre sí misma, y el propio director, Matías Lira, lo ha revelado en las entrevistas que ha dado últimamente. Porque, finalmente, el tema es tan poderoso que el soporte (el cine) queda casi totalmente de lado frente a las miradas de los espectadores y de la prensa. Esto es bastante riesgoso, ya que el enjuiciamento hacia la obra siempre será de alguna forma parcial, pudiendo quizás sacear más una necesidad de ver graficado lo que ya se sabe, es decir, de ver en pantalla los abusos. Lo interesante y digno de la película es que no cae en ese juego fácil y sensacionalista. Con un cuidado narrativo y visual, busca instalar un ambiente tenebroso y oscuro, para así configurar el peso sicológico de ambos protagonistas: Thomas (el abusado, en distintos tiempos encarnado por Pedro Campos y Benjamín Vicuña) y Karadima (Luis Gnecco).
Lira configura estos personajes que no son planos, sino que dudan, que están en constante conflicto consigo mismos, y eso es algo que logra principalmente gracias a un manejo actoral interesante. De ahí surgen escenas de una valorable tensión, como aquel primer acercamiento de Karadima hacia un joven Thomas que se deja masturbar por el sacerdote en un paseo a la costa. Es quizás en la segunda parte de la película donde las cosas comienzan a decaer, donde pierde un poco de fuerza y las motivaciones de los personajes dejan de ser convicentes. Unas de las razones de esto último es que la estrategia narrativa (de intercarlar tiempos constantemente) y la visual (aquella nunca ser tan evidente y clara) se hacen demasiado recurrente y, a la larga, poco sorpresiva. Quizás, la última parte merecía una conclusión más potente, ante una trama que siempre mantenía a raya la tensión.
Como sea, El Bosque de Karadima merece atención por atreverse a explorar una de las historias más impactantes del último tiempo, donde no sólo se denuncia a un miembro de la iglesia católica, sino que en el fondo, busca hablar de cómo una cierta elite logra sostener por tanto tiempo un sistema de abusos sólo amparado en una cortina de supuesta fe. Es por ello que tanto más interesante que el filme en sí, es también cómo se construyó el mismo, entremedio de todo esa red que aún persiste y lucha por limpiarse de la revelación de este caso.
Aquí, su director nos da rastros de ello, en una entrevista emitida además en el programa Radiópolis, de Radio Universidad de Chile.
¿En qué momento decidiste que este impactante caso era posible de convertir en una película?
Fui uno más de los que quedó en shock con lo que vi en televisión. Había escuchado hablar de la Iglesia El Bosque, que había prácticamente un santo ahí, pero lo que más me impactó y me dio fuerzas para hacer la película fue cuando me llegaron los expedientes civiles, penales y eclesiásticos. Trabajé con Álvaro Díaz, uno de los guionistas, y fue muy fuerte darse cuenta que además que había más víctimas, había más abusadores y más cómplices. Eso me generó la idea de mostrar. La gente solo estaba conociendo la punta del iceberg de lo que estaba realmente pasando en ese lugar. Fue complejo partir, porque había muchas cosas que no entendía y como realizador tienes que tener mucha seguridad para emprender un proyecto de este tipo. Primero, para convencerse a uno mismo y, después, para convencer a todo el equipo.
Por ejemplo, había gente que me decía que no entendía cómo una persona de 35 años se puede considerar una víctima y en el proceso de investigación me fui dando cuenta que la parroquia era una secta. Por ejemplo, cuando los niños tenían que confesarse, a veces los hacían esperar hasta cuatro horas. ¿Te imaginas la vulnerabilidad de esa persona al momento de la confesión? Esas son técnicas sectarias. Había también un constante alejamiento de las familias, se decía que la familia podía ensuciar el camino a la santidad, o sea, bloqueaban el único punto de contención que podían tener ante un problema. A eso hay que sumar todo el abuso y la manipulación sicológica: yo conozco tus confesiones, si te vas de aquí vas a tener problemas, cosas de ese tipo. De esa forma fui entendiendo la película y sentí que podía entregar algo que tuviera sentido.
Thomas no se basa en una de las víctimas, no es un personaje real, es en verdad un símbolo de todos los abusados. ¿Por qué tomaste esa opción?
Lamentablemente, el cine tiene un minutaje restringido. Al ver tantas víctimas, muchas de las cuales no han hablado porque en la justicia civil los casos prescriben y no pueden hacer nada, hice una fusión de muchas víctimas en un solo personaje, para que la película tuviera un arco dramático concentrado en uno solo. Si no, hubiera tenido demasiadas aristas y hubiera sido complejo.
Has dicho que no es una película sobre la Iglesia en general, sino sobre un grupo en particular, y que incluso hay sacerdotes que te apoyaron.
El otro día, en una entrevista, el obispo auxiliar de Santiago habló de esto y dijo que yo le estaba haciendo daño a la Iglesia, y lo he repetido hasta el cansancio. Esa ceguera, esa incapacidad de escuchar de la curia, me llama mucho la atención. Tampoco concuerdo cuando dice que Karadima fue juzgado ni tampoco ha pedido perdón.
Una de las dudas que tenía era que, emocionalmente, me fregaba atacar a la Iglesia, porque yo vengo de una formación católica. A mí me ayudó mucho el padre Gerardo Whelan, el de Machuca, a encontrar en algún grado mi vocación. Con el tiempo me fui dando cuenta de que eran los mismos sacerdotes los que me ayudaban a hacer una película como esta, para especificar quiénes son las personas que están haciendo daño. En la práctica, hoy todos los sacerdotes son malos, pero eso no es así. El 99,9 por ciento de los sacerdotes, los de parroquia, los que hacen la pega diaria, lo hacen muy bien y dan ese confort, ese poder de consuelo que tiene la Iglesia y que es tan necesario. Por eso es tan vulnerable la gente que llega ahí cuando hay un mal pastor. Ahora tengo claridad y sé que es un grupo pequeño de poder, que es la curia o el Arzobispado de Santiago. El mismo Papa Francisco lo ha dicho, que la curia es compleja incluso a nivel internacional.
¿Ha habido alguna presión al estrenar la película?
No. Ha habido gallos locos que te enfrentan en la calle. Anoche llegó un fanático a mi casa, con un megáfono, a decirme que Dios existe, pero no puedo asociarlo a grupos de poder, porque uno conversa con la persona y se da cuenta de que tiene algún tipo de trastorno. Igual te asustas, porque es un ser humano que puede hacer algo.
También hubo una serie de problemas técnicos alrededor de la película. El rodaje partía en febrero de 2014 y, a una semana de comenzar, nos quitaron todas las locaciones, con todo el costo que significa eso. Había un equipo contratado, además de la incertidumbre de cuándo empezar de nuevo. En algún momento, el proyecto tuvo una chapa, se llamaba Inocencia, porque si decíamos El Bosque nos podíamos meter en problemas. Ahora lo recuerdo con risa, pero en ese momento el estrés era muy fuerte.
¿Cuánta cercanía tuviste con las víctimas o los mismos sacerdotes durante la investigación?
Me he distanciado un poco, creo que cometí un error como realizador. Nunca hay que olvidar que esto es un trabajo. Por más que uno crea que las películas están asociadas al arte y la emoción, uno tiene que aprender a distanciarse porque si no, te afecta mucho. Generé lazos muy poderosos con mucha gente, con sacerdotes que ahora están sufriendo dentro de la Iglesia, y me voy con muchos secretos. Es complejo. Lo mismo con las víctimas, que me ayudaron. Hoy los admiro mucho más, porque yo quiero sacarme esta película de encima lo antes posible, pero ellos van a estar años, una vida, con esto. Me metí demasiado a fondo, hay que mantener ciertas distancias.
La película hace un juego entre el presente del protagonista y su pasado con Karadima. ¿Por qué lo hiciste así?
Gracias por preguntarme algo de la película. Es tan fuerte el tema, que ningún periodista me pregunta sobre la estructura, la fotografía, la música, etc. Después de unas 30 entrevistas, creo que es la primera vez que lo voy a hablar. Con Andrea Chignoli hicimos el montaje y teníamos una película lineal de cinco horas. Yo las hubiera dejado, pero el cine exige otra duración, así que nos pareció interesante este relato paralelo, un poco más posmodernista, en que la gente va sabiendo las cosas que van a pasar. El relato lo lleva Benjamín Vicuña y es la historia de un promotor de justicia eclesiástico, de los cuales hubo muchos, porque tomaban declaraciones durante 30 años y las guardaban porque el Arzobispado no quería sacarlas al tapete. Él logra doblegar a este promotor, entonces el centro de la película es ese relato y vamos hacia atrás y hacia adelante, en cuatro épocas. Emocionalmente, creo que es una estructura que logra concretar. Yo quería que fuera una película más emocional, no que la gente se fuera enterando de a poco. Todo el mundo sabe lo que está contando desde el principio, pero hay una desestructuración que da la posibilidad al espectador de jugar con la historia.
¿Has pensado hacer una serie de TV para aprovechar todo ese material?
Sí, hay una serie. El CNTV y Chilevisión nos ayudaron y más adelante hay una serie, pero en este momento estoy focalizado en la película.
Trabajasta con Miguel Ioan Littín como director de fotografía y hay un juego visual que se nota. Cuando está Karadima, hay imágenes difuminadas y cuesta verlo, la cámara trata de ocultarlo, de mostrarlo detrás de un cierto misterio, como si algo ocultara.
Con Ioan trabajamos dos posturas. Para que la gente se orientara en el relato, tenemos texturas y emulsiones distintas a nivel de color. Los ’90 y los 2000 tienen distintas texturas, se ven diferentes. Además, ese desenfoque es un lenguaje para contar la angustia de los personajes, la cámara adopta la distorsión que está viviendo el personaje y lo transmite. Más que decir, la cámara refleja eso.
¿Sumergirse en la cabeza del personaje fue lo más complicado? Porque uno se pregunta cómo alguien se deja abusar o cómo Karadima lograba someter de esa manera.
Alguien me decía que esto es el típico caso del Síndrome de Estocolmo. Hay una distorsión de la víctima, que cree que va a perder mucho emocionalmente, en todo sentido, entonces la víctima genera un apoyo al abuso. Eso es lo peor. Meterse en la cabeza de estos personajes es tremendamente complejo, pero creo que la gente igual va a entender cómo una persona puede estar tantos años en un lugar así.
Se discute habitualmente que la ficción en el cine chileno se ha enfocado en el último tiempo en historias más personales, íntimas, y que el documental se ha encargado de la contingencia y lo que nos rodea. ¿Te dabas cuenta de que esta película hacía esa diferencia?
Sí. Lo que pasa es que esta industria hay que aprenderla, se hace con la práctica, haciendo y haciendo. Hay muy pocos recursos y yo mismo hice antes una película, Drama, que es una historia de nicho, muy personal, que era lo que conocía. Cuando los realizadores han ido agarrando experiencia, se han ido lanzando a temas que no son tan de autor, hablan de cosas que ocurren en la sociedad. Ahora viene una cantidad de películas con ese tema: viene Pablo Larraín con El club, Alejandro Fernández con un proyecto sobre el caso de Martín Larraín, está Zamudio en televisión. Después que sienten que pueden salir de su círculo de confianza, los realizadores empiezan a tomar temas, tiene que ver con la madurez de la industria. Me refiero a nuestra generación, porque en Chile hemos tenido a Raúl Ruiz, Miguel Littín, a una generación de autores impresionantes que ya lo han hecho.
Por Rodrigo Alarcón y Marcelo Morales C. en CineChile