Filosofía del Ocio en el día del trabajador

En otros tiempos -cuando todavía no era asociada con la omisión de cualquier labor productiva- la pereza era una condición dichosa en la cual solazarse

Filosofía del Ocio en el día del trabajador

Autor: Director

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En otros tiempos -cuando todavía no era asociada con la omisión de cualquier labor productiva- la pereza era una condición dichosa en la cual solazarse. Y aunque los filósofos en la Antigua Grecia no se ponían de acuerdo en el origen o en la naturaleza del cosmos, en cierta cuestión habrían alcanzado un consenso universal: el trabajo era una actividad aborrecible. Escribe Platón en su República cuando, como un arquitecto utópico, construye imaginariamente su ciudad ideal:

La naturaleza no ha hecho al zapatero ni al herrero; tales ocupaciones degradan a los que las ejercen: viles mercenarios, miserables sin nombre, que son excluidos por su mismo estado de los derechos políticos. En cuanto a los negociantes, habituados a mentir y engañar, serán tolerados en la ciudad como un mal necesario.

Sólo el hombre que goza del ocio es libre, porque sólo el hombre libre puede gozar del ocio. Esa aversión hacia la producción o el intercambio de bienes materiales fue adoptada por los romanos, quienes privilegiaron igualmente el otiumsobre las actividades productivas. Cicerón se pregunta:

¿Qué puede salir de honorable de un negocio? ¿Y qué puede producir de honesto el comercio? Todo lo que se llama negocio es indigno de un hombre honrado… Los negociantes no pueden ganar sin mentir, y ¿qué hay más vergonzoso que la mentira? Por lo tanto, es necesario considerar como algo bajo y vil el oficio de todos los que venden su pena o su industria; puesto que cualquiera que cambie su trabajo por dinero se vende y se pone a nivel de los esclavos.

En un principio, el ocio era la práctica social por excelencia de los ciudadanos libres, mientras que el negocio era un lastre vergonzante reservado a los charlatanes sin cuna. Sin embargo, la novedad en la concepción romana del ocio consiste en la introducción del ocio de masas: pero aunque al circo romano asistía el gran público y se constituyó en el pasatiempo popular por excelencia, habría sido diseñado como un dispositivo de control social por parte de la clase patricia.

Esta visión exultante de la ociosidad privativa del mundo grecorromano sería opacada por las enseñanzas cristianas que hicieron de la pereza la fuente de incontables males.

Ese paraíso que hacía del ocio la suprema virtud de los seres libres llegó a su fin. No sólo el ocio se volvió pecado sino que muchos placeres terrenales tuvieron igual destino. Cierto monje y teólogo del siglo IV, Evagrio Póntico, enumeró por vez primera los que, en sus orígenes, eran ocho pecados capitales, ordenados en orden creciente de gravedad: gula, lujuria, avaricia, tristeza, ira, acedia, vanagloria y soberbia. Disconforme con el orden y calidad de los vicios, en el siglo VII Gregorio I añadió la envidia y eliminó la vanagloria (por su cercanía con la soberbia) y la acedia (por su semejanza con la tristeza). La lista presentada en su Moralia in Job , incluía la soberbia, la envidia, la ira, la tristeza, la avaricia, la gula y la lujuria.

El derrotero de los pecados no concluye allí porque la lista canónica, tal como la reconocemos hoy, cambió la tristeza por la pereza. Una de las razones alegadas es que se consideraba que la tristeza era algo demasiado vago para ser calificado de pecado mortal, apreciación que condujo a que la Iglesia la reemplazara por la pereza en el siglo XVII. Porque ya dos siglos antes, Tomás de Aquino señalaba que la tristeza o acedia aquejaba a los monjes a las cuatro de la tarde, cuando se exacerbaban la indiferencia abismal hacia sí mismo y hacia los otros y se desencadenaban el aburrimiento, la apatía y la inercia: dominado por una pasividad indolente que recaía en el descuido en las tareas religiosas, el monje estaba expuesto a este desinterés imputable a cierta tristeza y desesperación, rapidamente asimilado a la melancolía.

El cambio fundamental introducido por la Reforma fue su trasvaluación del trabajo, entendido como el ejercicio de la laboriosidad al servicio del individuo y de la comunidad, en el supremo deber moral de todo ser humano. Tal como señalaba Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, las homilías hicieron de la pereza el pecado más pecaminoso. Como orfebres de las almas (y de los cuerpos), los pastores predicaban las virtudes del trabajo y tallaban la imagen del feligrés que consagra su laboriosidad a la glorificación de Dios en la Tierra. Toda resistencia a la acción se tornó una injuria contra el Señor pues, declara Weber, “lo que sirve para aumentar su gloria no es el ocio ni el goce, sino el obrar, por tanto, el primero y principal de todos los pecados es la dilapidación del tiempo”.

Desde la lente moral del rigorismo protestante, la pereza es vista como el vicio que promueve el goce de las posesiones materiales y estimula el uso complaciente de la riqueza en tentaciones de la carne, frívolas y peligrosas. En esta atmósfera, la consagración absoluta al trabajo invade la vida pública y privada: “Perder el tiempo en la vida social, en lujos -describía Weber en estos términos el escenario cotidiano de ese entonces-, incluso en dedicar al sueño más tiempo del indispensable para la salud -de seis a ocho horas como máximo-, es absolutamente condenable desde el punto de vista moral”.

Con el florecimiento del capitalismo y la irrupción de la Revolución Industrial, la indolencia se secularizó, en la medida en que perturbaba el progreso material e inhibía la virtud de la diligencia. Se transmutó en un pecado hacia un tiempo mensurable, uniforme, cotidiano, no reversible: el tiempo del reloj. Si la pereza es el pecado que se define en relación con la pérdida de tiempo y nada hay más preciado que el tiempo, en la vida profana, el tiempo es oro y la pereza se torna un pecado contra la ética capitalista del trabajo.

Esa enseñanza perdura aún hoy, cuando se cree que todo aquello que hace que la vida valga la pena de ser vivida suele ser expulsado del reino de la pereza: el desafío, el estrés, el deseo, la iniciativa y el regocijo de usar el propio talento para vencer las fuerzas que se nos oponen. Por añadidura, el trabajo como promesa de felicidad, como apuesta al futuro, supone una recompensa: el merecido descanso. Todavía compartimos la idea de que el ocio, definido ya como unimpasse en el trabajo, ya como tiempo libre o como diversión u ocupación reposada, en cualquier caso parece ser un derecho bien ganado. En cambio la ociosidad, portadora de un matiz innegablemente peyorativo, es definida como el vicio de no trabajar, perder el tiempo o gastarlo inútilmente.

En “De la ociosidad y el deber de combatirla”, Kant recoge estos matices y señala una distinción interesante entre la ociosidad y el ocio del jubilado que “no tiene nada que ver con la desidia”, o lo que es lo mismo, entre el ocio asimilable a la pereza y el llamado “ocio merecido”. El último es un derecho que supone, en sus palabras, “la coronación de una vida activa”; la ociosidad, en cambio, es siempre viciosa, porque “son las acciones, y no el goce, las que hacen al hombre experimentarse como un ser vivo. Cuanto más ocupados estamos, más vivos nos sentimos, cobrando mayor conciencia nuestra vida… El valor del hombre estriba en la cantidad de cosas que hace”. Fiel a la directriz que vincula la economía con la ética, Kant nos advierte que mientras que la ociosidad atenta contra el trabajo productivo, el ocio es una necesidad vital que compensa el trabajo cumplido.

El ideal del homo laborans que alentó el desarrollo del capitalismo fue ennoblecido por quienes proclamaron los ideales de la Revolución Francesa. De allí en más, las fortunas heredadas o la pertenencia a un linaje apenas importarían porque el mundo ofrecería una oportunidad a los triunfadores.

Ese statu quo que afianzaba la fe en el trabajo y consideraba el ocio una recompensa bien ganada tuvo un nuevo giro en el siglo XIX. Aunque se suponía que las máquinas iban a reducir el trabajo, el efecto fue diametralmente opuesto: el trabajo se incrementó. Pues en lugar de reducir el tiempo consagrado a la producción de bienes, el excedente condujo a la búsqueda de nuevos mercados donde podría ser comercializada una sobreproducción hecha realidad gracias a un proceso productivo que se retroalimentaba a costa del trabajo asalariado.

En ese escenario, las luchas obreras bregaban por la legalización de la reducción de la jornada a diez horas. El mismo Karl Marx anticipó la transformación social del trabajo, profetizando un incremento del tiempo libre que emanciparía, finalmente, a los hombres de la necesidad y brindaría a los trabajadores la oportunidad de desarrollar su creatividad. Sin embargo, su visión del mundo no era la de un mundo indolente, sino la de un universo productivo donde se aboliría la división del trabajo pero no el trabajo como tal.

Pero en pocos años una voz tanto o más disonante intentaría desenmascarar los propios supuestos de la Revolución Socialista, animada por una idea tan revolucionaria como quimérica: la pereza -lejos de ser un pecado o un vicio- fue proclamada como un legítimo derecho individual. Es la tesis de Paul Lafargue, discípulo rebelde (y yerno) de Marx, quien compuso El derecho a la pereza , publicado en 1883, con el que impulsó un debate en torno al socialismo utópico todavía no resuelto, en una suerte de “antimanifiesto” en cuyas páginas defenestra el trabajo y defiende el placer como máximo objetivo de la clase obrera. Lafargue insiste en que, con o sin dictadura del proletariado, el trabajo asalariado es un vástago enmascarado de la esclavitud, y que lo que verdaderamente nos realiza es el ocio placentero.

Mientras que el Manifiesto del Partido Comunista -publicado en 1848 con las firmas de Marx y Engels- prometía que, con la revolución socialista, “los proletarios… no tienen nada que perder, como no sean sus cadenas”, el yerno opositor da un paso más en el desocultamiento de los procesos capitalistas de producción, proponiendo una reducción radical del tiempo consagrado al trabajo y una exaltación del tiempo libre que se volvería realidad “si desarraigando de su corazón el vicio que la domina y envilece su naturaleza -proclamaba Lafargue-, la clase obrera se alzara en su fuerza terrible para reclamar, no ya los derechos del hombre, que son simplemente los derechos de la explotación capitalista, ni para reclamar el derecho al trabajo, que no es más que el derecho a la miseria; sino para forjar una ley de hierro que prohibiera a todo hombre trabajar más de tres horas diarias”. Su propuesta auguraba un mundo nuevo: una jornada laboral máxima de tres horas y mejoras en el poder adquisitivo. Con esa estrategia que aunaría el goce de un abundante tiempo libre con un incremento de los ingresos, la clase obrera gozaría de más tiempo para consumir más bienes. Valiéndose de la implementación de una política laboral de este tenor, se favorecería el consumo interno y, a su vez, se eliminarían las crisis de superproducción periódicas resultantes de la introducción de la maquinaria en el proceso productivo.

Para los ideólogos del ocio, la emancipación del trabajo esclavo fue la promesa de un nuevo hombre, creativo, activo y humanista. Ese hombre nuevo erigiría una nueva deidad -invocada por un Lafargue con algo de revolucionario y con mucho de poeta romántico-, a la cual dedicó una disruptiva plegaria: “¡Oh Pereza, apiádate de nuestra larga miseria! ¡Oh Pereza, madre de las artes y de las nobles virtudes, sé el bálsamo de las angustias humanas!”.

Lo cierto es que, en su antimanifiesto, Lafargue no sólo atacó unas cuantas tesis de su célebre suegro, sino que develó panfletariamente una realidad que, como sus discípulos antisistema del siglo XXI confirman, continúa vigente.-


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