Desnuda, me puse frente a las puertas del armario con las luces encendidas y me mentalicé. Respiré hondo y coloqué los espejos para poder verme de cuerpo entero. Trabajé a conciencia para quitarme de la cabeza esa imagen interior que tenía de mí misma. Abrí los ojos y observé mi cuerpo con atención. Y al descubrir la verdad me dio un vuelco el corazón: ya no soy una mujer joven. Soy una mujer que ha vivido plenamente. Mi cuerpo narra la historia de todos los años que ha llevado consigo a mi espíritu.
Soy una mujer de 59 años con muy buena salud y en buena forma física. Mido casi 1,80 y peso algo más de 61 kilos. Uso la talla 38 en pantalones y braguitas, y mis pechos aún quedan lejos de mi ombligo. De hecho, todavía se esfuerzan por llenar un sujetador de copa B. Ya no tengo los muslos de terciopelo y tengo estrías en las nalgas. Me cuelga un poco la parte de arriba de los brazos y mi piel muestra las marcas del sol. Tengo la cintura algo flácida, ya no está perfectamente tersa, y en el abdomen se aprecia la señal de una cesárea que se llevó consigo la planicie de mi vientre… pero que me dio un hijo.
¿A qué viene este brutal escrutinio de mí misma? Era el momento de contrarrestar los daños de mi cultura, de mi propio miedo, y de darme algo de amor. Era el momento de señalar los puntos fuertes y débiles de mi propio cuerpo, un cuerpo que fue calificado como «demasiado arrugado» por un hombre encantado con mi energía y mi mente, pero al cual no le gustaba mi verdad desnuda. Se llamaba Dave y tenía 55 años.
Nos conocimos en una web de citas. Dave era interesante, educado y brillante. Me daba la mano y dábamos largos paseos en bici. Recorría muchos kilómetros para llegar hasta mi puerta. Cocinaba para los dos y acariciaba a mi perro. Estaba convencida de que deseaba conocer por completo a ese hombre. Así que planeamos un fin de semana juntos. Ahí fue cuando las cosas empezaron a torcerse. Nos fuimos a la cama como cualquier otra pareja, desnudos y acariciándonos, con los cuerpos juntos. Nos besamos y nos abrazamos antes de dormir. Durante el fin de semana, intenté que llegáramos a algo más, pero me desalentaba en cada intento.
El lunes por la noche, hablando por teléfono, le pregunté a este hombre que había compartido cama conmigo durante tres noches consecutivas que por qué no habíamos hecho el amor. «Tienes el cuerpo demasiado arrugado», me dijo, sin necesidad de tomar aire. «Me he malacostumbrado estando con mujeres jóvenes durante años, y no consigo excitarme contigo. Me encanta tu energía y tu risa. Me gusta tu mente y tu corazón. Pero no puedo con tu cuerpo».
Me dejó pasmada. El dolor vendría después. Le pregunté con calma y con cuidado si le costaba mirar mi cuerpo. Me dijo que sí. «Entonces, ¿te resultó molesto verme desnuda?», pregunté. Me dijo que, simplemente, había mirado para otro lado. Y que cuando apagamos las luces, trató de imaginarse que mi cuerpo era más joven; que yo era más joven. Respiré hondo mientras intentaba procesar la información. Se me quedó cara de tonta y sentí mucha vergüenza al recordar lo poco que me había costado desnudarme ante aquel hombre justo unos días antes.
Estuvimos hablando un rato más, y mi cabeza siguió dándole vueltas al contenido de la conversación. Él me habló de algunas prendas que podrían «esconder» mi edad. Me dijo despreocupadamente que le encantaban los «minivestidos negros» y los zapatos de tiras. También me dijo que aunque no tuviera el pelo largo y suelto como a él le gustaba, no le importaba demasiado porque tenía un «look moderno». Al escuchar a este hombre, me sentí como una muñeca Barbie a la que arrojan ácido. Él no era consciente en absoluto de la brutalidad de sus palabras. Me había convertido en un objeto al que poder vestir y posicionar para proporcionar satisfacción a su idea de lo que la perfección sexual femenina debería ser.
Me explicó que, ahora que sabía lo que necesitaba, podríamos pasarlo genial en la cama. Le dije que no, que no iba a esconder mi propio cuerpo. Que no me vestiría con prendas destinadas a hacerlo más tolerable. Que no me desvestiría en la oscuridad o en la ducha con la puerta del baño cerrada. Que no me rebajaría por él, ni por nadie. Que mi cuerpo es bello, y que va junto con mi mente y mi corazón.
Cuando le dije a Dave que no quería volver a verle ni a tener noticias suyas, le resultó muy extraño y se quejó de que yo había hecho una montaña de un grano de arena. Que le estaba dando demasiada importancia a una pequeña parte de nuestra relación. Ni siquiera intenté explicarle el daño que me había hecho. Lo cierto es que lo sentí mucho por aquel hombre al colgar el teléfono. Fue tras esta llamada cuando me dirigí hacia el dormitorio y me quité con cuidado la ropa.
Al mirar al espejo, con los ojos bien abiertos y valentía, reivindiqué cada milímetro de mi cuerpo con amor, respeto y cariño. Este cuerpo soy yo. Ha sostenido mi alma y mi corazón todos y cada uno de mis días. Cada arruga e imperfección es un distintivo de mi experiencia, como ser vivo y dador de vida. Con lágrimas en los ojos, me abracé. Di gracias a Dios por el regalo de mi cuerpo y mi vida. Y también le agradecí a ese lamentable hombre llamado Dave por haberme recordarme cuán preciado es este bien.
Traducción de Marina Velasco Serrano/ Huffington Post