Al precisar, en su mensaje presidencial del 21 de mayo, su posición sobre el «proceso constituyente» que había anunciado anteriormente, Bachelet reafirma de manera explícita la disposición de su Gobierno a subordinar su actuación al poder de veto que, en el marco de la actual Constitución, detenta el gran empresariado, a través de sus más directos e incondicionales representantes políticos.
Señalando la necesidad de contar con una nueva Constitución para fortalecer el sistema político, puesto que «la que hoy nos rige no favorece el encuentro de los chilenos», y sosteniendo que para ello se requiere de un «proceso constituyente abierto a la ciudadanía, porque la legitimidad de la nueva Constitución es tan importante como sus contenidos», Bachelet anuncia su determinación de impulsar «un proceso constituyente que garantice un equilibrio adecuado entre una participación ciudadana realmente incidente y un momento institucional legítimo y confiable. Y, para que no quede duda alguna sobre lo que estosignifica, añade de inmediato: «Y ello debe ocurrir en el contexto de un Acuerdo Político Amplio, transparente y de cara al país, que sostenga este proceso» (enfatizado en el texto del Mensaje dado a conocer oficialmente por el Gobierno).
A buen entendedor, pocas palabras. Todos sabemos a qué tipo de «acuerdo político amplio» está aludiendo Bachelet para dar luz verde a la elaboración de una nueva Constitución. Se trata de ese mismo tipo de acuerdo que permitió «cocinar» y sazonar al gusto del gran empresariado, recortando el ya escaso alcance progresista que tenía en su propuesta original, su irrisoria reforma tributaria. Ahora se tratará de lograr primero un acuerdo que complazca precisamente a quienes se han opuesto desde siempre, y en forma tenaz, a todo intento democratizador, con el único propósito de garantizar la absoluta «libertad» de que ha gozado desde el golpe de 1973 el gran empresariado en Chile para esquilmar a su antojo a los trabajadores y desentenderse de toda obligación frente a la sociedad.
Esto solo confirma que el interés que Bachelet manifiesta por abrir paso a una nueva Constitución no está motivado por una real convicción y compromiso democrático, que la obligaría a otorgar primacía, por sobre cualquier otra consideración, al principio de la soberanía popular –sin más restricción que el reconocimiento y respeto que en el marco de un sistema democrático se debe también a los legítimos derechos de la minoría–, sino por el interés de relegitimar, y dar por esa vía estabilidad, a un sistema social que se halla hoy profundamente cuestionado por una aplastante mayoría de la población. El que señale que esta vez la participación ciudadana debe ser «realmente incidente» constituye solo un reconocimiento de la enorme desconfianza que han logrado despertar hasta ahora las instancias convocadas con ese carácter con el único propósito de desactivar las movilizaciones sociales.
Lo cierto es que Bachelet ha rayado claramente la cancha al sostener que el contexto en que deberá prosperar una propuesta de nueva Constitución es el de un «Acuerdo Político Amplio». Es decir, está invitando a pasar nuevamente a una «cocina» en la que, como sabemos ya por experiencia, «no todos caben». Por lo tanto, lo que Bachelet, y con ella la autodenominada «Nueva Mayoría», se proponen llevar a cabo en los próximos meses bajo el rótulo de «proceso constituyente» es un nuevo fraude político, pero que, dada la magnitud de la crisis que corroe al sistema económico y político imperante, necesita ser, esta vez, de una envergadura mucho mayor que los anteriores.
Frente a ello solo cabe continuar invocando, como único fundamento posible de la democracia, el principio de la soberanía popular. Nada puede resultar más grotesco que sostener, como lo han hecho ya reiteradamente algunos dirigentes de la autodenominada «Nueva Mayoría», que apelar directamente al pueblo, mediante la convocatoria a una Asamblea Constituyente, para debatir y elaborar una nueva Constitución Política, constituiría una línea de acción «antidemocrática». Y ello porque … ¡implicaría saltarse al actual Parlamento!, cuya representatividad, como todos sabemos, es cercana a cero, no solo por el merecido descrédito de la mayor parte de quienes lo componen y por las prácticas mafiosas que han concurrido a su conformación sino también, y en primer término, por el mecanismo constitucional tramposo que determina su composición, en flagrante violación a la voluntad política expresada en las urnas.
En consecuencia, es necesario redoblar los esfuerzos por que se convoque, sin mayor dilación, a una Asamblea Constituyente a fin de debatir y elaborar de manera genuinamente democrática una nueva Constitución Política que, como real expresión de los intereses, derechos y aspiraciones de la inmensa mayoría de la población chilena, establezca una efectiva igualdad legal de derechos y obligaciones, abriendo con ello la posibilidad, hasta ahora negada, de que sea la voluntad mayoritaria de la ciudadanía, y no las altas cúpulas empresariales, la que oriente, sin ningún tipo de vetos, la marcha del país.