En época de elecciones las promesas de los presidenciables no pueden pasar por alto el tema de la pobreza en Chile: es prioritario.
Piñera nos propone un “Chile sin pobreza”, aduciendo que los avances conseguidos por la concertación son indicador de que “se puede” y que el problema es la falta voluntad política para su superación definitiva: hacia el 2018 derrotaríamos la pobreza. Por su parte Frei enfatiza en los logros alcanzados por la concertación, los cuales –sin duda- no se pueden desconocer, aduciendo que están en el camino de la superación de la pobreza.
De esta forma, superar la pobreza aparece como un consenso y meta política común. Frente a ello, parece extraño sostener una discusión en torno a la pobreza que queremos, si lo que realmente queremos es no tener pobreza.
Y es que si bien, la pobreza es una categoría social construida, hoy la abordamos como si su existencia fuera ajena a lo que de ella pensamos -lo que se expresa también en las propuestas de los candidatos-: la asignamos naturalmente bajo algún criterio a determinadas personas, asumiendo que ellos simplemente «son o no son» pobres, tomamos decisiones y diseñamos política pública a partir de éstas, que no son otra cosa que naturalizaciones.
De esta forma, reconocemos que en Chile ha existido avances en la disminución de la pobreza -desde un 38,6% -en 1990- al 13,7% en el 2006 (CASEN). Pero cuando observamos el flujo de la medición podemos observar que un 34,1% de la población chilena vivió episodios de pobreza en los últimos 10 años: Un tercio de la población (Panel CASEN 1996- 2001- 2006). No visualizar las paradojas de esta dinámica implica celebrar de forma demasiado alegre unas cifras que ocultan un revés amargo para aproximadamente cinco millones y medio de chilenos y chilenas.
Y es que la noción de pobreza como fenómeno social tiene ya no tanto que ver con la idea de pauperización, imagen que emerge a partir de la cuestión social en el 1900, sino que se construye en una estrecha relación con la precariedad en el empleo, los nuevos no-empleables, demasiado viejos, demasiado jóvenes- con aquellos que se posicionan en el en un cruce de desventajas: en el acceso a la salud, en el acceso a un trabajo, en la calidad de la educación primaria y secundaria a la que se accede, en el acceso a la educación superior; en general una posición desventajada respecto a la decisión de cómo vivir sus vidas, quedando al alero de buenas intenciones de otros, o de lo que las políticas públicas hayan decidido para ellos.
Desventajas también simbólicas -que no son por eso menos concretas- que los posiciona como ciudadanos de segunda clase, en condición de asimetría en las relaciones establecidas en múltiples ámbitos sobre determinadas por apellidos, género, etnias, condiciones etáreas, de discapacidad, comunas de procedencia-entre otros-, cerrando sus opciones. Posición que autoriza la injusticia, que -como vemos- no tendrán solo que ver con la cantidad de ingreso disponible a fin de mes.
La forma de medir la pobreza no nos hablará solo de un criterio técnico, sino de una discusión ética a sostener como ciudadanía: y es que la forma en que entendamos la pobreza determinará la manera de abordarla, establecerá el límite entre lo que aceptamos y lo que no aceptamos como condiciones de vida mínimas para que cada chileno y chilena pueda desarrollar su propio proyecto de vida lograda, trayendo ello implicancias en la política pública, en el tercer sector, e nuestras formas de ejercer la ciudadanía, entre muchos otros.
Esta es una discusión que los presidenciables están obviando. Los candidatos nos ofrecen resultados, pero sus propuestas carecen de contenido. La discusión es desafiante e interesante: ¿Cuál es la pobreza que queremos?
Javiera Roa Infante
Trabajadora Social
Fundación Proyecto Propio