A pesar de la tradición histórica de los bingos de barrio, que han sido una demostración poderosa de civilidad, afecto y generosidad de vecinos, que se reúnen para superar las desgracias que aquejan únicamente a los pobres, se dio una situación inaudita cuando la alcaldesa de El Quisco solicitó a la Contraloría General de la República que se pronunciara respecto de la organización de uno de estos eventos.
La respuesta nos ha descorazonado a todos: los “municipios no se encuentran facultados para organizar o autorizar bingos, ni aun cuando estos tengan fines benéficos”.
Según la Ley N° 19.995, los bingos están dentro de la categoría de “juegos de azar”, esto significa que forman parte de aquellos juegos “cuyos resultados no dependen exclusivamente de la habilidad o destreza de los jugadores, sino esencialmente del acaso o de la suerte, y que se encuentran señalados en el reglamento respectivo y registrados en el catálogo de juegos”.
Lo que conmueve es pensar en la habilidad y la alegría del poroto sobre un cartón mugriento en una sede social que nos hace sentir familia y menos desamparados en la habitancia de una población o de una villa, en la que “hacer un bingo” es lo más justo y necesario, nuestro deber y salvación porque nos encontramos lejos de las cámaras de la unidad de control de tránsito, lejos de la encuesta Adimark, lejos de la mirada feroz de las cámaras que nos dicen que Santiago “no es ná la feria”, como si eso fuera un insulto. Pienso en cuánta destreza se necesita para ser una misma cuando se es tan solo una vieja que tiene como única felicidad el ganarse una canasta familiar o una juguera.
Lo más brutal es que esta ley consigna que la facultad de otorgar permisos para hacer bingos corresponde al Presidente de la República, y en el caso de regiones a las Intendencias. Y entonces, cabe preguntarse si efectivamente tuviésemos la posibilidad de llegar a esas instancias, no sería entonces nuestra miseria una fábula. ¿Existe realmente el acceso? Somos acaso los pobres tan importantes como una marcha estudiantil que requiere de una autorización del intendente; o de un municipio, siquiera?
Y es que claro, está el temor de que si se nos pasan los tintos en el bingo, salen antiguos rencores de vecinos, que de puro hacinamiento y miseria somos familia y en el peor de los casos nos agarramos todos del moño, y llegan los pacos, y si nos pillan sin autorización, nos llevan a todos presos. Pero a veces el bingo es mucho más que solo eso, porque significa también ese espacio común en el que nos miramos entre los que nos queremos desde hace nada más que toda una vida. ¿Y entonces, cómo disfrazamos entonces la necesidad y la tristeza del bingo, que suele ser la antesala de un velorio, porque nunca lo que se junta es suficiente? ¿Quién nos va a creer que estábamos jugando bachillerato y el que gana la A se lleva un juego de vasos? Qué es lo que espera Chile de nosotros, los que no somos target comercial de los auspiciadores que se basan en el “people meter” ¿Que juguemos un scrabble? ¿Que hagamos una partida colectiva de Clue para adivinar quién fue el asesino? Cuando todos sabemos de antemano que el asesino es el que se blinda y guanaquea a los estudiantes, a los mapuche, el que criminaliza a las mujeres que se hacen un aborto porque no quieren o no pueden con más bocas que alimentar?
Por lo pronto, ya han salido parlamentarios rasgando vestiduras, como si alguna vez hubiesen participado -para ellos- de “ese bingo”, que es todos los bingos, que huelen a vino y a muerte, a ortopedia o a sala común, instrumentalizandonos a todos.
Ojalá no nos quiten esto tan nuestro, que les resulta tan ajeno, como si supieran realmente de qué se trata. Como si no hubiera destreza en todo. Desde la organización hasta la convocatoria, puerta a puerta y mirándonos a los ojos; porque lo necesitamos tanto.
En Twitter: @AngelaBarraza