A medida que avanzamos en la procesión fúnebre, en medio de la polvareda, rodeados por la sequedad de La Guajira, se me acerca el padre del niño recién fallecido junto a otro hombre. “Estaba débil, tenía vómitos, estaba enfermo. No podía levantarse. No sabíamos qué le pasaba. Lo llevamos al hospital, le pusieron suero y allí duró un día. Nos dijeron después que estaba bien, que lo podían dar de alta. Apenas saliendo empezó a llorar y luego empezó con el vómito de nuevo. A las pocas horas ya estaba muerto”. Así relata el indígena Wayúu Miguel Uriana, a través de un traductor, el sensible fallecimiento de su hijo de cuatro años, que se produjo el sábado 13 de diciembre del 2014 a las 1:50 am. El niño se llamaba José Miguel Uriana Epinayu y era el segundo de cuatro hijos. Su hermanita menor, Valery, de apenas 18 meses, estaba sufriendo de los mismos síntomas que él. Según la gente de la comunidad de Uyatpana, comunidad a la que pertenecía José Miguel, él era el niño número 47 en morir en el último trimestre del año pasado en el municipio de Riohacha. Una cifra escalofriante que revela la escala de la tragedia social que se vive en La Guajira, la cual fue expuesta a la luz pública por la movilización del mismo pueblo guajiro, quienes se declararon en paro cívico departamental los días 11 y 12 de Agosto del pasado año.
Durante el paro, gatillado por una sequía que acabó con 23.000 cabezas de ganado, se articuló una serie de sencillas demandas que el gobierno de Santos se comprometió a atender: mejoras en la provisión de servicios e infraestructura, que el 20% de las regalías que genera el departamento se queden para financiar la inversión social, apoyo a proyectos productivos sostenibles –principalmente de carácter agropecuario y turístico-, mayor planificación en la utilización de los recursos naturales y creación de un fondo especial para pagar la deuda social del gobierno con el departamento. Como es ya tradicional cuando una tragedia se pone de moda, los medios colombianos se llenaron de indignados artículos sobre la crisis de La Guajira por un par de semanas, todos condenaron a viva voz la situación de este departamento, para que luego la noticia se volviera añeja y La Guajira cayera así nuevamente en el olvido tanto de la opinión pública como de las autoridades.
Hasta la fecha, no se ha cumplido nada ni se ha hecho ningún esfuerzo serio por comenzar a trabajar en esa dirección. Las autoridades nacionales siguen inmersas en su tradicional autismo, las autoridades locales siguen enmarañadas en las pegajosas redes del clientelismo y los guajiros, indígenas y no indígenas, siguen sumergidos en una miseria tanto más oprobiosa y paradójica por cuanto están rodeados de riqueza: la Chevron saca el gas a gusto y desde el Cerrejón salen trenes con incontables vagones cargados de carbón varias veces al día. Mientras tanto, los niños Wayúu siguen muriendo de hambre, de sed, de diarrea, de fiebre, en fin, por pobres. En Colombia hay muchas formas de matar y en la Guajira, el hambre mata más personas que las balas.
Lo único tangible que de ese paro cívico ha salido, es un informe de la Defensoría del Pueblo que no hace sino confirmar lo que los guajiros vienen tratando de decir desde hace ya rato: que la crisis social en La Guajira, microcosmos en el cual se concentran todas las violencias, todas las contradicciones, todas las exclusiones del actual modelo de desarrollo neoliberal-extractivista, es profunda e insostenible. La presentación del informe no puede ser más claro, “La constante del departamento de La Guajira es el sufrimiento: Sufren las madres que han perdido a sus hijos e hijas; sufren los niños y las niñas que caminan bajo el ardiente sol en busca de agua; sufren los habitantes de los quince municipios del departamento que jamás han visto plenamente satisfechas sus necesidades básicas; sufre el pueblo Wayúu acorralado por el hambre, la violencia y la corrupción; sufren los hombres privados de su libertad en una cárcel que niega su dignidad humana”. Según este informe, el departamento de La Guajira se lleva el primer lugar en el índice de desnutrición, con una prevalencia del 11%, mientras que 28% de los niños menores de 5 años sufren de desnutrición crónica y un 39% de anemia; casi el 60% de los hogares se encuentran en riesgo de hambre; también se lleva el primer lugar en mortandad materna; la tasa de mortalidad en menores de 5 años, de 32 por 1.000 (en el primer semestre del 2014 los menores de 1 año representaban el 53% del total de muertes registradas, y sabemos que esta cifra es un sub-registro); la mayoría de la población carece de acceso a agua potable y la mitad de las muertes de niños se deben a diarrea; a medida que aumentan las inversiones extranjeras en recursos minero-extractivos, aumenta la pobreza, pasando de un 37% en el 2005 a un 48% en el 2009, y a un 56% en el 2013; el 65% de la población del departamento tiene sus necesidades básicas insatisfechas y en el caso de la población rural, esta cifra llega al 92%; más del 60% de la población carece de alcantarillado, electricidad y acueducto; el analfabetismo es del 32%.
“Los Wayúu somos invisibles para el gobierno, mueren y mueren niños y no pasa nada, no hay agua y no pasa nada”, me dice un asistente al funeral. Mostrándome la carabina que, al igual que muchos otros hombres, trae al hombro, para dar tiros al aire después del entierro como señal de duelo, me confiesa “somos gente muy paciente, no usamos estas armas contra ellos, aunque ellos sí nos matan”. Hay conciencia de que este no es un niño que simplemente murió: lo mató la negligencia de todo el sistema hacia la población. Matilde López Arpushana, ganadora del Premio Nacional a la Defensa de los Derechos Humanos 2014, llamaba a esta situación un infanticidio. Ella tuvo que pelear con uñas y dientes para llamar la atención sobre la grave crisis de La Guajira. Se ganó enemigos no solamente entre las autoridades del gobierno local, sino además de algunas autoridades indígenas. Ella nos explica que lo peor que ha ocurrido es “la cooptación de un sector importante de las autoridades indígenas que no escuchan, que no ven. Nunca he estado en Uribia, y allá, en la capital indígena de Colombia hay quienes me declararon la guerra por denunciar lo que estaba pasando. En el actual sistema, muchas autoridades están en arreglo con las autoridades políticas, reciben sus comisiones, dan votos y todo queda tranquilo. También ocurre que muchos mayores, que son gente que sabe mucho de la cultura, pero que no saben cómo es el sistema en que vivimos, los invitan las empresas, a veces ni siquiera saben hablar español, les presentan los proyectos y dicen después que sí hubo consulta previa. Pero es como si a mí me invitaran, me dieran una charla en inglés y después me dijeran que si estoy de acuerdo”.
Si bien las autoridades no han atendido a los niños con hambre, si han utilizado las pobres políticas de bienestar social como un arma en contra de esta dirigente social: “yo he adoptado a un niño de una comunidad que se estaba muriendo de hambre, me lo traje esquelético, y ahora el niño está bien alimentado y atendido. Pero resulta y pasa que como con todo el problema de la denuncia de lo que estaba ocurriendo me tocaba andar mucho por la calle, entonces ahí sí que Bienestar Familiar se acordó de este niño, y aunque nunca hicieron nada cuando estaba desnutrido, ahora sí que me amenazaban con quitármelo que porque no le estaba prestando suficiente atención”.
El pequeño féretro de José Miguel fue rodeado entonces de mujeres y de hombres que, según la usanza Wayúu, lloraban con la cara tapada con un trapo. Solamente lloran cuando tienen la cara cubierta. Pero cuando lloran, se les arranca el alma por la boca en un lúgubre e hipnótico llanto que, en todas las tonalidades, llena el espacio. Alrededor, el dolor se siente en la piel: unos toman chirrinche, otros escupen el polvo, cada cual a su manera, trata de sacudirse esa pena tan tremenda. Finalmente, el féretro es colocado en el nicho y en medio de llantos y chirrinche, los ladrillos son colocados uno tras otro en la tumba con un sonido seco. La impotencia de ver a sus hijos morirse así y pasar a formar parte de unas estadísticas que para el mundo no significan mucho, es indescriptible. José Miguel fue no más de los 37.000 niños Wayúu desnutridos que se muere; uno más entre 5.000 ó 14.000 niños de esa etnia asesinados por el hambre y la sed, sin que nadie siquiera sepa el número exacto… vaya qué escandalosa muestra del desinterés oficial en la tragedia de La Guajira. Esas son las paradojas de Colombia: que en medio de tanta riqueza, miles de niños mueran de hambre. Que se venda a La Guajira como un paraíso turístico, y que ahí mismo, bajo las narices de los turistas, se esconda esa sorda tragedia. Ahora que todos llevan la “paz” a flor de labios, que se recuerde a quienes a capa y espada defienden el status quo, a los que dicen que el “modelo no se negocia”, que la violencia estructural, esa que condena a unos al hambre mientras otros comen a plato lleno, es la principal asesina en La Guajira. Y quizás en todo Colombia.