No vivimos en una democracia. Éste no es un gobierno del pueblo.
Francamente, ignoro si existe en el mundo siquiera, y lo que es aún más horrible, no soy capaz de imaginarlo. No puedo escuchar las risas de nuestro poder, un poder no esgrimido sino ejercido, a manos llenas, generosas, con voluptuosas ansias de construir futuro, no sólo de acuerdo a nuestros sueños, sino los de todos, un cadáver exquisito convirtiéndose en árbol que sostiene mundos, un Yggdrasil capaz de trascender ideologías. Y que yo (y lo digo con honesto orgullo y aún mayor humildad), capaz de imaginar almas de telarañas, mariposas fulminantes, hombres que vuelan, discursos sabios y venenos irracionales, no pueda imaginar una verdadera democracia, algo que debiera ser tan natural como respirar, me parece un triste signo de mi formación y de los tiempos en que vivimos.
No vivimos en democracia, y es hora de asumirlo. No sólo como trago amargo para los que soñamos una sociedad donde cada uno de nosotros importe y seamos algo más que números, materia de estadísticas, anónimas células de mayorías o minorías, sino también como el deber de exigir y forjar el camino para construir esa sociedad donde contemos más allá de un día al año, más allá de un proceso eleccionario.
Que no vivamos en democracia no tiene que ver (solamente) con quiénes son nuestros gobernantes o representantes, ni con el hecho de que las funciones de esas mismas investiduras no sólo no responden, ni tienen que hacerlo, al pueblo que delegó y confió esas tareas a ellos. No, tiene que ver con que no hay real gobierno del pueblo, no hay demos-cratia:: no tomamos decisiones, no nombramos funcionarios, no presentamos proyectos de ley, nada. Todo lo hace una cúpula de oscuros y grisáceos personajes, que se dividen entre los monigotes de neón, electos entre las opciones que designa, con mayor o menor participación, un partido o agrupación política; y los adosados personajes, las rémoras inevitables que ascienden a las posiciones de poder y privilegio que justifican tanta ambición, tanta concertada y sistematizada repartición de cargos públicos, sin que nosotros podamos hacer nada (legítimo o legitimable) para oponernos.
(Por eso, cuando se nos pide –y pidió antes de la segunda vuelta presidencial– salvar el tipo de sociedad en la que vivimos en pos, ¡en nombre! de la democracia, como si pudiera estar en riesgo algo que no tenemos, como si pudieran robarnos algo que aún no hemos conquistado, debemos entender que tal salvación es un espejismo, una irrealidad a la que no tenemos derecho, una traición a nuestro derecho a regirnos).
Nunca tendremos una verdadera democracia hasta que poseamos los mecanismos básicos, axiomáticos, sacramentos cívicos, que nos permitan ejercer nuestro poder no sólo a través del voto, no sólo siendo parte del proceso “democrático” una vez al año. No, jamás viviremos en una democracia sin, al menos, poder presentar Proyectos de Ley por cuenta propia (con un cierto quórum de apoyo, para que no respondan a caprichos o personalismos, sino a una necesidad de sociedad), sin tener consagrado el derecho a plebiscito (y que sea obligatorio para ciertas iniciativas), y, por supuesto, una Constitución que se derive de la Voluntad del Pueblo Soberano que garantice, establezca y obligue a nuestra sociedad a operar de esa forma.
En una democracia no temeremos quién salga electo, ni habrá que votar entre dos males, porque todas las opciones serán igualmente válidas e idénticamente democráticas. Para eso, no tenemos que convencer a nuestros conciudadanos de votar por una determinada opción política, sino de incendiar los corazones de todos, inscritos o no, para demandar nuestro derecho a ser los señores de nuestras vidas. Si llegamos al punto de conquistar tales facultades, es porque seremos tan fuertes que ninguna bala podrá arrebatarnos lo que habremos construido.
Sólo entonces, y no antes, podremos empezar a ser libres. Sólo entonces viviremos en democracia.