Un joven estudiante de 19 años envió el siguiente texto en un correo electrónico: “Me imagino cómo tendrá lugar la gran guerra santa, cómo triunfarán los musulmanes, con la ayuda de Dios, y cómo dominarán todo el mundo y restablecerán el más grande imperio”.
Podría decirse que se trata de una frase grandilocuente de un muchacho ilusionado por un futuro mejor. Pero ese joven ilusionado con la yihad, que aspiraba a un mundo totalmente islamizado por la guerra y regido por la ley de Mahoma, cuatro años después de escribir el texto citado ha sido el protagonista del último grave incidente de terrorismo islámico, cuando el pasado día de Navidad inició la activación de un explosivo unido a su cuerpo en el avión que le llevaba desde Ámsterdam a Detroit. Si el atentado no hubiera sido neutralizado por algunos viajeros, hubiera provocado una terrible catástrofe aérea y la muerte de casi tres centenares de personas.
Hemos de recordar cómo Dick Cheney, el todopoderoso vicepresidente de Bush, declaró: “Estoy totalmente convencido de que la amenaza que ahora afrontamos, la de un terrorista con un arma nuclear en una de nuestras ciudades, es muy real y tenemos que tomar medidas extraordinarias para anularla”. La inefable Condoleezza Rice, felizmente hoy olvidada, remachó: “La próxima vez, la pistola humeante será un hongo nuclear”.
Bush lo supo aprovechar. Utilizó el terror para reforzar el control social de la población, la militarización de Estados Unidos, la supresión de muchos derechos ciudadanos y, de paso, aumentar sus réditos electorales. Que desde la invasión de Irak todo le saliera mal, por su incompetencia y la de sus asesores, no obsta para insistir en el extendido uso que hizo del miedo con fines de gobierno.
Al menos en dos ámbitos distintos se aprovecharon, y se siguen aprovechando bien, de esta “guerra contra el terror”, que empezó amedrentando a los propios ciudadanos que decía proteger. El primero son los centros de reclutamiento del terrorismo islámico, adonde afluyeron todos los que allí fueron empujados por la brutal invasión de Irak y su posterior ocupación militar, por las cárceles, la tortura y la humillación como métodos habituales de trabajo, y por la sensación de impotencia frente a una máquina militar que no hacía distinciones entre ciudadanos y terroristas.
El otro responde a la fórmula usual de que el miedo trae dinero. Los que ya piensan en embolsárselo son los fabricantes de los escáneres de cuerpo entero que se van a instalar en muchos aeropuertos de Estados Unidos y el Reino Unido, y que Europa aceptará sumisamente, igual que aceptó otras limitaciones impuestas por el socio trasatlántico. Es lo que ocurrió con las medidas de seguridad implantadas después del 11-S, orientadas a los aviones comerciales -que fueron utilizados en los atentados contra Washington y Nueva York en 2001- y que no se aplican en los transportes urbanos de ferrocarril y metro, donde precisamente se produjeron los sangrientos atentados de Madrid y Londres.
El terror siempre trae beneficios a algunos. No solo a los que proyectan y venden instrumentos a los que se atribuye la cualidad de proporcionar seguridad total. También a los empresarios que intervienen en el proceso, a los políticos que apoyan los intereses de los fabricantes y con ello obtienen ventajas electorales, a los medios de comunicación convertidos en portavoces de la industria y a las agencias de publicidad contratadas para seguir alimentando en la población la llama del miedo.
En su reciente visita a España, la actual responsable de la seguridad en Estados Unidos, Janet Napolitano, siguiendo la línea arriba apuntada por Cheney y Rice, ha insinuado que algunos terroristas podrían introducir en su cuerpo los explosivos, lo que obligaría a concebir nuevos sistemas de detección y más estrictas medidas de seguridad. Contribuye así a aumentar el miedo general.
Conviene recordar que la probabilidad de sufrir en un vuelo un incidente terrorista ha sido inferior a 1 en 10.000.000 durante el pasado decenio, mientras que la de sufrir un accidente en automóvil es más de mil veces superior. Y que de nada serviría una utópica seguridad total si fuera unida a la pérdida de las libertades que nos son más necesarias para vivir.
Alberto Piris
CCS – El Ciudadano