La degradación de los contenidos televisivos en muchas partes del mundo comenzó en España con la aparición de las televisiones privadas.
El control que distintos gobiernos aplicaron sobre la televisión pública fue estricto y constante. Utilizaron este medio de toda la sociedad como vehículo de propaganda política. De esta manera se sustrajo de la televisión pública la función de control que se le supone a un medio de comunicación social. Su orientación estuvo definida por la línea oficial del partido, mientras que los mecanismos de control resultaron inservibles, al estar controlados por éste.
La escasa pluralidad de la Ley de Televisión Privada provocó un escenario reducido artificialmente a tres únicas emisoras de ámbito estatal. La entrada de los particulares a la televisión se produjo tras un debate social intenso en el que participaron los medios de comunicación y los principales grupos de la clase política.
El acceso se realizó en un entorno legal, controlado por el Gobierno, que no dudó en actuar conforme a su propio beneficio, articulando un panorama audiovisual aparentemente plural, pero realmente restringido. Del monopolio público orquestado por el Estado se pasó a un sistema mixto, donde la clase política autorizó el control de parte de la televisión a un oligopolio privado. Este oligopolio se integró por empresarios del mundo de la comunicación españoles; por especuladores privados, dueños de cuantiosas inversiones, que vieron en la televisión un sector en el que multiplicar sus capitales; por la banca, que realizó un movimiento de posicionamiento estratégico en torno a dos prioridades: la rentabilidad económica y la influencia sobre la información; y por último, por los tiburones de la comunicación, que poco a poco fueron acaparando un mayor protagonismo.
La excesiva concentración de medios en unas pocas manos y la inhibición de control gubernamental conformaron un contexto en el que primaron los intereses económicos, políticos y empresariales. Los cambios en el accionariado de las televisiones privadas se consumaron bajo una serie de irregularidades por parte de los concesionarios.
Estos hicieron caso omiso sobre los requisitos de la propiedad, los contenidos de las programaciones, los límites de la saturación publicitaria, etcétera. La Administración no hizo cumplir la ley, pero fue criticada por los empresarios cuando pretendió realizar alguna modificación.
Todo este panorama dejó un terreno abonado al descontrol, que trascendió de la gestión de las cadenas a la propia programación. La crisis de valores, la escasa pluralidad informativa y los intereses comerciales de las cadenas originaron unas soluciones uniformes y homogéneas. El objetivo único fue congregar el mayor número de público frente a la pantalla.
Por ello, las cadenas excluyeron el servicio público y articularon una fórmula comercial, lanzándose a programar todo tipo de programas de entretenimiento, -variedades, espacios deportivos y obras comerciales-, revestidos con una información ligera. El punto central de esta fórmula fue la publicidad, que se constituyó en la base de la financiación de las televisiones. La influencia de la publicidad dentro de la programación fue acusada y contribuyó a trivializar los contenidos, condicionando los formatos y adaptándolos en función de su interés.
En este escenario regido por las leyes del mercado y la ceguera de la clase política se produjeron cambios que propiciaron la construcción de nuevos imaginarios de identidad. Desde las televisiones se practicaron fórmulas que facilitaron la inducción de opiniones, la creación de hábitos, y la justificación de la televisión como un medio propagador del ocio. La consecuencia fue el adormecimiento crítico de la audiencia y el recelo de la opinión pública hacia los medios informativos de la televisión.
Javier Mateos-Pérez
Profesor Asociado en el Departamento de Historia de la Comunicación Social, Universidad Complutense de Madrid
CCS – El Ciudadano