Paradisíaca, mística, fascinante o misteriosa. Eso se dice este triángulo de 160 kilómetros cuadrados de tierra que emerge en medio del océano Pacífico, entre Chile y las islas de la Polinesia. La Isla de Pascua o Rapa Nui presume de una simbiosis entre mito y realidad, entre patrimonio natural y cultural. Costas escarpadas, volcanes y cerros, cuevas recónditas y, en medio de todo ello, cientos de moais —unas enormes esculturas de piedra que representan el espíritu protector de los antepasados de los clanes— esparcidos por toda la isla, testimonio de la cultura milenaria que antaño existió.
La herencia que se ha conservado hasta el día de hoy gracias al arraigo de los pascuenses a su territorio ancestral y a la lucha perseverante que varias generaciones de isleños han llevado a cabo para defenderla. La historia de la isla es triste y dolorosa: disputas entre clanes por el poder, esclavismo y un acuerdo con el Estado chileno, gracias al cual éste empezó su particular colonización. Los derechos de ciudadanía de los rapanui no llegaron hasta 1966, cuando la isla fue integrada a la organización territorial chilena, dentro de la región de Valparaíso, situada a 3.600 kilómetros.
La distancia entre Chile y la Isla de Pascua no es sólo física, es también étnica y cultural. Tanto las autoridades como la sociedad civil rapanui han denunciado el acaparamiento por parte del Estado de una cultura milenaria y de una civilización que tiene sus propios códigos. Diversas protestas y manifestaciones consiguieron algunos resultados importantes con los anteriores gobiernos de Michele Bachelet y del conservador Sebastián Piñera, por ejemplo la modificación constitucional de 2007 para reconocer la Isla de Pascua y el Archipiélago Juan Fernández como territorios especiales dentro de Chile. Desde entonces, “nadie, ningún agente de ningún gobierno de turno ha hecho nada para reglamentar el territorio”, espeta el alcalde rapanui de la isla, Pedro Edmunds, quien lleva al frente del municipio desde 1994.
La pasividad y el desinterés de la República han disparado la tensión entre ésta y el pueblo pascuense que, cansado de esperar que el Estado escuche sus demandas, se ha levantado de nuevo para reclamar una serie de medidas urgentes que protejan la cultura y territorio de la isla.
La comunidad reclama, por una parte, la gestión del Parque Nacional Rapa Nui —que abarca toda la isla y hasta ahora era administrado por la corporación forestal estatal (CONAF)— y, por la otra, una normativa que regule el ingreso y la migración de personas. “Ese tipo de medidas no son nuevas, ya han sido adoptadas por otros territorios similares como las islas San Andrés de Colombia, Fernando de Noronha en Brasil o el archipiélago de las Galápagos en Ecuador”, precisa el alcalde.
Bloquear al turismo
“Hasta que no hemos tocado los bolsillos del Estado no nos han escuchado”, lamenta la vicepresidenta del Parlamento, Erity Teave. Aunque por el nombre pueda parecer que se trata de una institución oficial, el Parlamento es la organización social que dice “representar los 36 clanes de la isla” y que está liderando las protestas, pensadas para afectar el principal motor económico y de desarrollo de la isla: el turismo. “Todos nuestros ingresos se los lleva Chile y los invierte en el sur del continente. No queda nada acá”, asegura Teave.
Troncos en medio del camino, pancartas reivindicativas y banderas rapanui custodian los controles de acceso que conducen a los principales sitios arqueológicos y por los que tienen que pasar los viajeros. “Hacemos un registro a la entrada del parque para inscribir a los turistas, nos aseguramos de que les acompaña un guía local y también de que no entren a partir de una cierta hora”, explica el presidente del Parlamento, Leviante Araki Tepano.
El líder del movimiento es taxativo en sus afirmaciones: “Estamos aquí para proteger el territorio de nuestros antepasados. Esas tierras ya no pertenecen a Chile, pertenecen al pueblo rapanui y es el pueblo quien administra el parque”.
Sin embargo, las acciones del Parlamento son motivo de discusión y fuerte polémica entre los pequeños y medianos empresarios pascuenses que se dedican al turismo y que consideran que ésa no es la mejor forma de conseguir los objetivos. Es el caso de la gestora del camping Mihinoa, Nua Icka Pacarati: “Muchos días hay sitios cerrados que [los turistas] no pueden visitar; un día está abierto y al otro no, dependiendo de cómo evolucionan las negociaciones con el Estado”.
¿Protección o exclusión?
Tranquilidad, calidad de vida y naturaleza al alcance y en estado puro. Son los motivos que impulsan a muchos chilenos y chilenas del continente a establecerse en la isla. Muchos trabajan en actividades comerciales y turísticas que los nativos no quieren realizar, por ser mal remuneradas y sin contrato, en un territorio libre de impuestos y de control fiscal. A pesar de ello, la llegada de continentales no deja de crecer y hoy agrupan una parte importante de la población insular. Una población cada vez más dividida y segmentada por la proliferación de discursos que rozan el racismo y la marginación social de todo aquello externo a la tradición y cultura rapanui.
Uno de los puntos más calientes que enciende el debate es la nueva propuesta de ley de migración que se está debatiendo con el gobierno chileno. Entre algunas de las medidas más polémicas destacan la necesidad de disponer de un permiso para conseguir la residencia temporal o permanente —tanto para un extranjero como para un chileno— y el pago de una tasa de ingreso al territorio que se abonaría al aterrizar en el aeropuerto.
Adan Kon-Turi es rapanui, profesor de historia y desde hace poco más de un año vive en la isla con Rocío Cerda, una joven de Valparaíso. Su hija, Teaiti, es una de las muchas descendientes de parejas mixtas formadas por pascuenses con chilenos continentales o extranjeros: “Hoy día casi no se encuentran niños con dos apellidos rapanui. Somos una sociedad claramente mestiza”, afirma el joven.
Para él, la ley de migración es una medida necesaria para proteger el territorio: “Me asusta pensar que pueden venir de cualquier lugar del mundo y hacer lo que quieran, como pasó en Cuba, por ejemplo”. Como para la mayoría de los indígenas, su prioridad pasa por proteger el ritmo de la isla y los patrones culturales para paliar los efectos de la sobrepoblación, el desabastecimiento y la contaminación ambiental que les amenazan desde los últimos años.
Para ella, en cambio, la realidad de hoy es discriminatoria con los chilenos del continente y los extranjeros: “Son actitudes que te condicionan a la hora de buscar trabajo, o para moverte dentro de la isla. Si voy sin el Turi no puedo pasar por algunas partes de la isla porque están cerradas a los extranjeros y chilenos que van sin una persona rapanui”, opina.
Cierto es que no faltan motivos para que legítimamente los isleños luchen por salvaguardar su territorio, pero la frontera entre la protección de unos y la exclusión de los otros es muy fina y fácil de cruzar. Para el profesor, se trata de tener un control «responsable» de un destino que es «vulnerable», sin embargo reconoce que “la gente del conti siente que la historia es contra ellos”.
Según la vicepresidenta del Parlamento, “la situación llegó a este punto porque el gobierno de Chile nunca atendió las necesidades del pueblo rapanui y practicó una discriminación sistemática y la imposición de sus leyes que terminan por infringir nuestros derechos”. En eso coincide también el alcalde Pedro Edmunds, quien critica la actitud “asimiladora y no inclusiva del Estado” y que el pueblo sea tratado “como menor de edad“.
Las reivindicaciones de los pascuenses son la punta de un iceberg que esconde mucho hielo por debajo. En palabras de Kon-Turi, “hay una rabia casi genética de los rapanui con los chilenos y no es de ahora”. Rabia e impotencia que tiene mucho que ver con un profundo sentimiento de justicia y reparación. Apelan a la memoria del pasado para devolver a sus ancestros, eternos protectores de la isla, aquello que les arrebataron durante siglos: la dignidad. Recuperarla pasa por ser escuchados y reconocidos como pueblo adulto y maduro capaz de preservar su patrimonio material e inmaterial y decidir sobre su propio futuro.
Fuente: El País