En Cáhuil el mar se hace sal. Para conseguirlo, hay que esperar a las mareas vivas en la zona que alcanzan casi dos metros de altura y empujan el agua siete kilómetros arriba, por el estero Nilahue, justo hasta el punto en que se abren las piscinas —por allí les dicen cuarteles, aunque también utilizan el término cocedero y su versión local, sancochadoras— en las que quedará encerrada y comenzará el proceso de consolidación de la sal marina.
Sucede desde hace siglos en los alrededores de este pequeño pueblo que toma el nombre de las salinas que alimentan su vida. Cáhuil significa “lugar de gaviotas” en mapudungún, la lengua vernácula de la zona, y es uno de los enclaves de la región de O’Higgins (la VI Región de Chile), 15 kilómetros al sur de Pichilemu y algunos kilómetros tierra adentro. El Pacífico le queda a la distancia suficiente para que el agua que escala en cada marea inunde sus piscinas y alimente la vida en la laguna, encabezada por la ostra y el choro zapato, un mejillón del tamaño de la mano cada día más escaso.
La historia se repite en la laguna de Boyeruca, en Lo Valdivia, a unos 30 kilómetros de allí. Las cooperativas de salineros de Cáhuil y Lo Valdivia comercializan juntas sus productos, bajo la marca Ancestros del Pacífico. La producción actual es corta. Apenas se mantiene operativo el 30% de las salinas, lo que permite obtener alrededor de 3.000 toneladas anuales. El cambio se precipitó en la segunda mitad del siglo XX, cuando la legislación sanitaria chilena exigió concentraciones de yodo del 95%, un 7% más de lo que contiene la sal marina de la zona. Las consecuencias todavía se dejan notar hoy. La sal se empleó en este tiempo para asentar caminos y otros usos ajenos al consumo humano, y la cotización del producto cayó a sus niveles más bajos. Hoy, el saco de 50 kilos —unidad de medida de los productores salineros— se cotiza en torno a 10 dólares. Escaso jornal para tanto trabajo. Todo el trabajo en las salinas de las lagunas de Cáhuil y Boyeruca se hace a mano.
La Cooperativa Campesina de Salineros de Cáhuil, Barrancas y La Villa fue reconocida el año 2011 por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes como uno de los Tesoros Humanos Vivos de Chile.
Las salinas viven esta época del año en silencio y quietas, como si estuvieran abandonadas, a la espera del comienzo de la siguiente temporada. No volverán a llenarse y empezar a mostrar sus características montañas de sal brillando al sol hasta que octubre anuncie la llegada del calor y se abra la puerta del verano. Limpiarán entonces los cuarteles con una especie de rastrillos lisos, las raspadoras, hasta dejarlas como una patena, y comenzará el llenado paulatino de las piscinas, dejando decantar el barro y aumentando la concentración de sal en cada paso. Conforme avanza el proceso, las montañas blancas y brillantes compuestas de sal pura irán poblando el paisaje.
Todo se hace a mano en estas salinas, repitiendo prácticas de las que hay constancia desde los tiempos de la colonia. Restos arqueológicos encontrados en la zona hacen pensar que la producción salinera se remonta en estas lagunas al periodo de las invasiones incas, a comienzos del siglo XV. El resultado final es una sal ejemplar. Natural, sin aditivos ni antiaglomerantes y rica en minerales, procedentes de las arcillas que sedimentan en los cuarteles. No se apelmaza, es suave, ligera y de sabores limpios, completamente ajena a los profundos sabores metálicos que distinguen a las sales de origen mineral.