Madrugada del 10 al 11 de julio de 1985. En el muelle de Auckland, la capital de Nueva Zelanda, permanece amarrado un viejo cascarón con los colores del arco iris. Es el barco que los ecologistas de Greenpeace han reparado para oponerse simbólicamente a los ensayos nucleares franceses en el Pacífico Sur: el Rainbow Warrior, «el Guerrero del Arco Iris».
El único sonido a esas horas es el chapoteo de agua que mece el casco de la embarcación. Una explosión va a romper la calma y parte del barco. Los miembros de la ONG que estaban durmiendo en el interior salen en estampida para refugiarse en tierra firme. El fotógrafo Fernando Pereira, una vez superado el susto, vuelve al interior del Rainbow Warrior para recuperar su material de trabajo. Sus compañeros no le volverán a ver con vida. Una segunda explosión, esta vez más potente, acaba con la vida del fotógrafo-militante y destroza definitivamente la nave.
Dos meses tuvieron que pasar hasta que se descubriera la implicación en el atentado de los servicios secretos franceses. París había enviado a varios equipos, con el fin de preparar la operación. Una de las agentes se infiltró en el grupo ecologista y mantuvo relaciones con uno de sus miembros. Otra pareja de militares transportó la dinamita. Un tercer equipo de expertos submarinistas, viajó en un velero y se encargó de colocar las cargas. Nadie contaba con el apego de un fotógrafo a sus herramientas de trabajo. La muerte no estaba prevista, pero ello no limita la responsabilidad de un Estado, el francés, en una acción terrorista.
El socialista François Mitterrand cumplía entonces el tercer año de su primer mandato. Una buena parte de sus compatriotas había depositado en él y en su partido las esperanzas de renovación de la vida pública, la llegada de una nueva políticasostenida en la ética y socialmente más justa, una nueva era, en suma. Mitterand fue decepcionando a sus partidarios capítulo por capítulo. La «realpolitik» y la «real-economy» mataron uno a uno los sueños de una nueva República.
Pero nadie se podía esperar que ese gobierno de izquierdas ordenara también un atentado contra un grupo de «hippies» inofensivos. El orgullo francés de la época no tenía ideología. Los intereses y la razón de Estado estaban por encima de los derechos de cualquier ciudadano, y más aún de los de las poblaciones del Pacífico, que durante décadas sufrían los ensayos nucleares de norteamericanos, británicos y, después, franceses.
Las bombas atómicas francesas debían seguir siendo probadas en la zona, y un barcucho de militantes verdes no podía ser un obstáculo para la arrogancia de la potencia europea, por muy de izquierdas que fuera su gobierno.
Hace treinta años no existían las cadenas de información televisiva en directo; no se podía imaginar lo que representarían después las redes sociales que ahora pueden derribar las mentiras de los Estados; tampoco la globalización de la solidaridad internacional podía soñarse. ¿Quién se preocupaba de la vida, de la destrucción del entorno de los habitantes de los atolones del Pacífico, de las enfermedades provocadas por la radiación de unas potencias/macho que se disputaban quién tenía la ojiva más larga?
«Agentes de Moscú»
El gobierno francés tardó dos meses en reconocer la «realidad cruel». Pero no lo hizo de motu propio, sino forzado por las investigaciones de un reducido puñado de periodistas que se atrevió a desafiar – con pruebas- a la maquinaria de desinformación y denegaciones oficiales. Pereira fue acusado incluso por ciertos medios de ser «un agente de Moscú».
El entonces Primer Ministro, Laurent Fabius, hoy responsable de la política exterior francesa, salvó su pellejo. El presidente Mitterand, desde su trono de monarca republicano, dejaba a sus colaboradores arreglar el desaguisado. Indeferente al sufrimiento generado, Mitterand asistía incluso a los ensayos de su ejército en Muroroa. El ministro de Defensa, Charles Hernu, y el Jefe del Estado Mayor, Almirante Lacoste, fueron los fusibles quemados para salvar a sus superiores. El escándalo de Estado, el crimen de Estado, pretendía ser enterrado así.
Dos de los agentes franceses implicados en la operación, un comandante y una capitán de los servicios secretos, fueron detenidos y pasaron un tiempo, poco, apenas dos años, en las prisiones neozelandesas. París pagó indemnizaciones en líquido para hacer olvidar el caso. Pero el orgullo de potencia nuclear tardó más en apagarse. En 1985 se firmó el acuerdo internacional para la desnuclearización del Pacífico. Francia no lo rubricó hasta 1996.
Las efemérides tienen a veces el valor de recordar los crímenes que se pretende enterrar. Treinta años más tarde, Francia está empeñada en definirse como la campeona mundial de la defensa del planeta, en la conferencia sobre el clima que se celebrará en París en diciembre. En treinta años, la ecología se ha convertido también en una ideología con la que los políticos quieren también adornarse. Greenpeace continúa llevando a cabo acciones espectaculares y en Francia son tratados con una tolerancia culpable, que en otros países les costaría mucho más caro.
Los políticos y militares que hace treinta años perdieron sus puestos para salvar la cabeza de sus superiores ocuparon después bien remunerados puestos en empresas privadas o semipúbicas. Ningún miembro de los equipos implicados en la operación fue sancionado o perseguido judicialmente. Jamás se constituyó en la Asamblea una comisión de investigación.
Tres décadas después, algunas voces en Francia alertan sobre la nueva ley de servicios secretos aprobada por el gobierno recientemente. Argumentan que la investigación periodística será más dificil de llevar a cabo, al tiempo que las acciones de los agentes estará aún menos bajo el control político. Denuncian, también, que la nueva legislación, pensada para luchar contra el terrorismo, puede ser aplicable a cualquier persona u organización que «moleste» al Estado.
Ni olvido ni perdón
Hace 30 años, Fernando Pereira, fotógrafo de prensa, solo pretendía ser solidario con las personas que a 20.000 kilómetros de París sufrían las consecuencias de los ensayos nucleares franceses. Dejó dos huérfanos. Tres décadas después su hija Marelle ni olvida ni perdona: «mi familia y yo hemos, por decirlo así, aceptado lo que pasó en 1985, pero eso no quiere decir que estamos dispuestos a perdonar u olvidar. Cada día, cada año, pasas un poco la página, llegas a aprender a vivir con tu pasado, pero eso no quiere decir que no piense en mi padre todos los días…O que no llore de vez en cuando, recordando los buenos momentos que vivimos».