El terremoto hizo añicos la imagen para consumo exterior construida con pinzas por las elites: la del Chile capitalista moderno y ejemplar. Así como la prudencia exige aplicar el principio de precaución en la ciencia, la política en momentos de crisis demanda la democracia y el control ciudadano ejercido desde abajo. Más aún durante los períodos excepcionales de “estados de emergencia” y crisis donde tiende a imponerse la lógica del orden —con los consiguientes excesos del poder político y militar— por encima de la del criterio de gratuidad en la satisfacción inmediata de las necesidades sociales de las mayorías afectadas por el desastre “natural”.
La prensa mundial no dudó en poner en relieve las taras obscenas de una sociedad basada en el enriquecimiento extremo de una minoría. Se resquebrajó también la figura del Estado protector. En vez de planificar con esmero y enviar inmediatamente, sin titubear un instante, aviones y helicópteros de carga con vituallas, batallones de médicos, bomberos especialistas, ingenieros, arquitectos, psicólogos y estudiantes voluntarios para socorrer y llevar ayuda material, carpas, hospitales de campaña, alimentos y asistencia médica para aplacar el dolor y las furias de la incertidumbre en un país que se revela desgarrado por las tensiones sociales, Bachelet, Piñera y los suyos instalaron el “Estado de Emergencia” en las zonas más damnificadas. Pudieron, sin embargo, haber hecho gala de capacidad de puesta en marcha del “Estado Providencia” en acción. Ponerse a gobernar desde la zona ministrada.
En este caso, el ejercicio de la comunicación política desde las vocerías del ministerio del Interior y del nuevo equipo piñerista para tranquilizar a la opinión pública, tuvo un efecto “boomerang” negativo. Si el poder y las autoridades niegan durante casi un día la amplitud del cataclismo, es porque son negligentes y, corolario, nos dejan a la buena de Dios cuando más los necesitamos. Es la reflexión ciudadana más probable. Y si los organismos competentes de la Marina de Chile no informaron a tiempo acerca del peligro de maremoto en la zona más afectada, eso significa que estamos huérfanos de pericia técnica ante la calamidad natural.
Es también la evidencia de que las Fuerzas Armadas chilenas, pese a toda la propaganda acerca de su adaptación a la democracia, no tienen vocación de ayuda a la civilidad. Rotundo fracaso del concertacionismo en este tópico. Puesto que su rol sigue siendo el fijado por la doctrina de la Seguridad Nacional de los 60, de sumisión a los intereses imperiales estadounidenses y/o de la guerra fría y que sus añejos mecanismos y reflejos belicistas (ver al enemigo fronterizo que la espía en sus movimientos para obtener información militar) la inhiben para actuar de manera humanitaria y no se condicen con los desafíos reales de los tiempos: los riesgos ecológicos resultado de la depredación de la civilización productivista. Es necesario un cambio de doctrina, de mandos y un debate nacional sobre el tema.
De ahí a que la violencia urbana —producto de la conjunción de factores excepcionales pero previsibles— estalle hay un paso fácil de dar por los marginados y desesperados. Nada comparado al potencial de solidaridad de la población al cual el Estado teme. El problema, entonces, se sitúa en otro lado. En la incapacidad casi original del Estado chileno en hacer frente a las calamidades naturales y sociales. En la incapacidad del Estado y sus instituciones para prever las altas e inminentes situaciones de riesgo local y global permanente y de manejarlas como se debe.
Recordemos, para no olvidar y precavernos de las consecuencias de la ceguera de algunos políticos tecnócratas concertacionistas y piñeristas, que hasta hace algunos meses solamente, junto con empresarios y operadores de las grandes compañías proveedoras de tecnología nuclear de tercera generación, como la estadounidense Westinghouse y la francesa Areva, veían como cierta la posibilidad de construir centrales nucleares y buscaban un emplazamiento “seguro” para ubicarlas en Chile.
En su momento y para replicar a la descabellada idea de utilizar la energía nuclear en la nueva matriz energética chilena escribí en una nota de pié de página acerca de lo sorprendente que era —en un país donde los volcanes en erupción danzan sobre agitadas e inestables placas tectónicas— que la propuesta de corte “tecno-progresista” del comisionado de la ONU para el medio ambiente, Ricardo Lagos, no considerara el carácter de riesgo permanente de tal operación. Hoy constatamos lo desatinado de la idea. Cuando políticos que ignoran los datos duros de la misma ciencia, están dispuestos a hacer “progresar” al país con la espada de Damocles del fuego nuclear sobre la cabeza, hay que no sólo meditar, sino actuar.
Ahora bien. Partimos del principio que el Estado es y debe ser el garante del Bien Común de toda la población.
Un Estado moderno con visión estratégica es previsor. El chileno —las pruebas se acumulan— no lo ha sido. Será porque se cautelan solamente los intereses capitalistas. Los más vulnerables siguen siendo los más pobres y carenciados. Son las clases proletarias las que viven en toda su amplitud y desnudez la precariedad total de la existencia social ante los azotes y calamidades de la naturaleza. Ya lo vimos en Haití. Se repite en Chile.
Mientras que las pocas pertenencias materiales de los sectores proletarios se ven reducidas a polvo, el capital y el dinero se pasean por los circuitos globales que les garantizan a los poderosos y a los ricos la solvencia y la capacidad para enfrentar los infortunios de la vida. Las grandes compañías de seguros pagan las mansiones, los autos dañados e incluso indemnizan ventajosamente las vidas accidentalmente sesgadas. Sociedad del riesgo, visto en forma privada, obliga.
Otros lucran directamente con la desgracia de los pueblos. Las constructoras privadas, algunas de las cuales son responsables del estado calamitoso de viviendas e infraestructura vial urbana, ya se frotan las manos con los jugosos contratos que el Estado empresario de Piñera les entregará a las más “competitivas”.
Y si hoy los modernos somos algo más lúcidos y no le echamos la culpa a los dioses o a un todopoderoso providente a la vez hacedor y vengador, la ciencia liberada de los imperativos cientistas nos entrega nuevas certezas acerca del carácter depredador de la actividad humana que ha destruido los equilibrios ecológicos. Perjudicando de manera irreversible toda la trama compleja que sujeta al hombre en el cosmos.
El planeta, a naturaleza, la bioesfera y los ecosistemas han sido agredidos, dislocados, y penetrados, hasta en sus más profundos secretos e intersticios, por un tipo de racionalidad llamada instrumental. Es la razón tecno-científica transformada en medio o instrumento, al servicio de un sólo fin: la ganancia. Mentalidad o modo de pensar que no reflexiona sobre los fines humanos y éticos … de la misma ciencia, ni de la política. Actitud propia del capitalismo que doblegó y fagocitó a la ciencia desde sus inicios y que puso imperativamente a la técnica nacida de ésta, al servicio de las guerras de conquista, convertidas con su ayuda, en imperialistas. En efecto, la tecnociencia se puso desde temprano al servicio de un proyecto o fin depredador.
Algunos datos de la potencia mortífera de la civilización industrial y productivista indignan. Durante la segunda mitad del siglo XX (“la era de los extremos”, según el historiador británico Eric Hobsbawn) la humanidad asistió perpleja al uso indiscriminado de pruebas atómicas realizadas por las grandes potencias: los franceses se encarnizaron con el Atolón de Mururoa en el Pacífico (167 “ensayos” nucleares entre 1960 y 1996; 146 de ellos subterráneos); los estadounidenses en los atolones de Bikini y de Enewetak (66 pruebas nucleares aéreas entre 1946 y 1958, sin contar las subterráneas del desierto de Nevada); la ex URSS, al menos 100 subterráneas de un total de 715 pruebas atómicas entre 1949 y 1990; China, 43 pruebas nucleares desde 1964; India, 5 pruebas bajo tierra en 1998. Sin olvidar las experiencias atómicas pakistaníes, israelíes, norcoreanas e iraníes.
Ahora bien, para medir la intensidad de un sismo se utilizan los mismos instrumentos que sirven para medir la fuerza de una explosión atómica. Así es como lo razonable del paradigma de la complejidad nos obliga a considerar la hipótesis del vínculo e interrelaciones complejas entre explosiones nucleares, movimiento de placas tectónicas, desplazamiento de glaciares acuáticos y andinos, desertificación de tierras, agotamiento de las napas freáticas, calentamiento global y efecto invernadero.
Necesitamos una política realista capaz de revertir esta situación y que entregue esperanza. La tecnocracia y la tecnociencia deben someterse a la lógica de otro paradigma civilizacional: a la del respeto de la naturaleza y de las sociedades humanas cimentadas en la igualdad y la solidaridad. Al paradigma ya esbozado en las reflexiones del ecosocialismo. Al cual las nuevas generaciones serán sensibles. Pero disputándoselas a la ideología de la impotencia del capitalismo depredador.
Chile es la prueba. La prudencia exige aplicar el principio de precaución en la ciencia: no hacer efectivo lo que no puede evaluarse a mediano plazo. Y la política en momentos de crisis demanda la democracia y el control ciudadano ejercido desde abajo. Más aún en los “estados de emergencia” y crisis donde el fantasma de los excesos del poder político y militar, más interesados en mantener el “orden” que en la satisfacción de las necesidades tiende a imponerse.
Por de pronto, cabe plantear que en virtud de lo expresado es importante abrir el debate acerca de la “reconstrucción” de Chile, centrado esta vez en la satisfacción de las necesidades sociales de las mayorías y no en la preservación del interés privado en desmedro del público. Debe aplicarse el principio de gratuidad para todos los bienes esenciales en las zonas y sectores afectados: de alimentos como de servicios públicos esenciales, arriendos, cuotas, agua, electricidad, comunicaciones, etc. El Estado debe asumir. Lo que implica potenciar toda organización ciudadana para ejercer un control sobre las autoridades y sus actos. Las organizaciones populares como la CUT y las organizaciones de trabajadores, las federaciones estudiantiles universitarias y secundarias, las organizaciones profesionales, las juntas de vecinos y otras que bajo la iniciativa ciudadana se formen, podrán exigir y garantizar un plan de urgencia permanente con participación ciudadana contra las catástrofes y resguardar el respeto y el ejercicio pleno de las libertades civiles y los derechos humanos y colectivos.
Por Leopoldo Lavín Mujica