La salud mental y el transporte urbano

El transporte público de Santiago puede convertirse en un verdadero infierno capaz de hacer perder la paciencia y "las buenas maneras" a la persona más calmada de la ciudad.

La salud mental y el transporte urbano

Autor: Marta Ubeda

Foto Juan Farias

Subir al metro de Santiago puede ser perjudicial para la salud. Yo soy de las afortunadas que pueden ir caminando cada día la trabajo, lo que significa mantenerme al margen de las locuras del transporte público santiaguino; pero este jueves el día amaneció distinto. Desperté de buen humor, bebí café y comí pan antes de salir de casa para enfrentar una nueva jornada de trabajo con el humor en un nivel medio alto. Todo iba bien hasta que, al llegar a la calle, comprobé que llovía y que las calles se habían convertido en pequeños ríos imposibles de atravesar sin acabar mojada hasta la cintura.

Me tocó entonces, en contra de mi voluntad, cambiar de planes y enfrentarme a uno de los elementos que más temo de Santiago: su metro. Me armé de valor y bajé al andén haciendo esfuerzos por mantener el positivismo y el buen humor hasta las últimas consecuencias. Era la estación Parque Bustamante, no había demasiada gente esperando y tuve la fugaz esperanza de subir rápido al vagón y llegar a tiempo al trabajo. ¡Yo y mi ingenuidad!

A medida que pasaban los minutos el buen humor se iba minando, poco a poco, fijando la mirada en el fondo del túnel esperando que, a fuerza de no pestañear, llegara el metro que me llevaría al trabajo. Por fin surgieron las luces en lo más profundo del hueco subterráneo y el metro se acercó, despacio, a la estación en la que ya se habían reunido más personas de las que cabían en los vagones. «Bueno, a lo mejor no va muy lleno» pensé esperanzada al no poder ver el interior del metro debido al vaho que empañaba los cristales. Me equivocaba. El coche que se detuvo justo delante de mí transportaba a más gente de la que podía permitirse y yo tuve que resignarme a verlo llegar, abrir las puertas, cerrarlas y marcharse igual que había venido.

El nerviosismo en el andén iba en aumento y la impaciencia se iba adueñando de cada uno de nosotros, elemento que se puede advertir al ver a la gente dando pasitos pequeños hacia delante hasta superar la intocable línea amarilla. Fue a partir de que pasaran dos metros más en los que, a pesar de no haber lugar para nadie más, algunas mujeres y hombres se hacían sitio a base de empujones -que resultaban bastante útiles-, cuando decidí cambiar mi estrategia.

Tras ver cómo se alejaba el tercer tren me conciencié para, en el próximo que llegara, crear yo misma el sitio llevando a cabo la misma técnica especializada que había visto hacer en los anteriores. Ya había esperado más de veinte minutos y no estaba dispuesta a perder más tiempo en ese andén que me había arrebatado el positivismo, la alegría y el buen humor con el que había comenzado el día.

Un ruido de motor se dibujaba a lo lejos, el metro ya venía y yo me preparé para el combate que estaba a punto de comenzar en la estación de Parque Bustamante cuando apenas eran las 8 y media de la mañana. Me situé estratégicamente (ya habían pasado varios trenes por lo que empezaba a entender el sistema) y esperé a que la puerta del metro que acababa a de llegar se abriera justo delante de mí.

Salieron dos personas al grito malhumorado de «DEJEN SITIO», comprensible y justificable, ya que la puerta estaba totalmente bloqueada por los que esperábamos impacientes en el andén para conseguir uno de esos dos espacios. Soy una persona bastante coherente y entiendo la ira de esas dos personas que tuvieron que hacer uso de empujones y malas palabras para salir del vagón, ¡pero si me apartaba para dejarles espacio yo perdería mi posición y no podría entrar! Es entonces cuando brota lo peor de cada ser humano, ausente de toda solidaridad y carente de cualquier resquicio empático. Sólo miras por tu propio interés, por superar lo antes posible el terrible trámite del metro de Santiago y llegar cuanto antes al trabajo.

Al fin conseguí entrar en un vagón donde apenas había espacio para respirar. Con la mirada fijada en el hombro del hombre -o mujer, a esa distancia es imposible diferenciar- me esforzaba en pensar absurdeces que me distrajeran de la realidad en la que me encontraba. Pasaron las estaciones y al fin llegué a mi lugar de destino. Abandoné el metro recuperando poco a poco la cordura y queriendo grabar a fuego en mi memoria que el metro de Santiago, en hora punta un día de lluvia, es un reto que no sé si estoy dispuesta a volver a enfrentar. Tengo la suerte de trabajar a pocas paradas de metro de mi casa, así que yo elijo caminar. Aunque me requiera mas tiempo y esfuerzo, además de mayor cantidad de aire santiaguino contaminado en mis pulmones, lo prefiero para asegurar la conservación de mi integridad física, y mental.


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