La crisis de refugiados que se cierne sobre el túnel que atraviesa el Canal de la Mancha desató en las últimas semanas una misma reacción de Francia y Reino Unido: más represión y promesas de mayor seguridad.
En otras palabras, la misma respuesta que desde hace 15 años no ha hecho nada por solucionar un problema que ya es estructural.
La atención política y mediática primero se concentró en el mar Mediterráneo y en los naufragios que dejaron y siguen dejando cientos, miles de personas, principalmente de África y Medio Oriente, muertas.
Después, con el correr de los meses, la mirada se colocó sobre los cientos de miles de refugiados e inmigrantes que lograron llegar a las costas europeas y desde allí comenzaron una nueva y dramática travesía para llegar a su destino final.
Para muchos de ellos, éste es Reino Unido y el paso previo es la región que rodea la ciudad de Calais, en el norte de Francia, donde nace el túnel que cruza el Canal de la Mancha.
La última vez que el Estado francés asumió la responsabilidad por lo que entendía que era una crisis de refugiados fue en 1999, cuando el gobierno de Lionel Jospin creó un campo de refugiados en Sangatte, no muy lejos del llamado euro túnel.
Rápidamente el campo de refugiados sobrepasó su capacidad y llegó a albergar hasta 1.800 personas, la mayoría kosovares que escapaban de la última guerra de los Balcanes, kurdos iraquíes perseguidos por Saddam Hussein, y afganos, especialmente después de la invasión estadounidense de 2001.
El número de refugiados fue creciendo y, al mismo tiempo, fue creciendo el número de personas que cada noche intentaba entrar al euro túnel y cruzar el canal hasta suelo británico.
La presión de la empresa, del entonces gobierno británico de Tony Blair y, principalmente, el cambio de color político en París con la llegada de gobierno conservador marcaron el fin del campo de refugiados de Sangatte en 2002.
Según sostenían los tres, la existencia de un campo de refugiados atraía a más refugiados. El problema era el campo, no la multiplicación de conflictos armados en el mundo, muchos de ellos alimentados por los euros y las armas de estas mismas potencias europeas.
En septiembre de ese año, tres meses antes del cierre definitivo, el entonces ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, visitó Sangatte y, ante las cámaras, le prometió a una habitante de esa comuna costera que los refugiados “se volverán a sus casas”.
Cuando tuvo que explicar cómo lo lograría, el ministro, que cinco años después se convertiría en presidente, contó que ofreció 2.000 euros a cada uno y el pasaje de vuelta. Si esto no era suficiente, apeló a su nacionalismo.
“El futuro de los afganos es participar de la reconstrucción de Afganistán”, sentenció Sarkozy, el mismo que más tarde sería un aliado incondicional de Estados Unidos en la ocupación militar de ese país asiático y en la fallida reconstrucción, que sigue sin convencer a cientos de miles de refugiados afganos dispersos en el mundo.
Algunos de los refugiados fueron aceptados en Reino Unido, cientos recibieron finalmente asilo político en Francia y el resto se instaló en los bosques de las afueras de Calais, en lo que se pasó a conocer como ‘la jungla’”, contó en una charla telefónica con Télam Francois Guennot, uno de los responsables de la organización local Albergue para Migrantes.
Durante 12 años la jungla, este asentamiento improvisado e ignorado, cambió de lugar y de tamaño, pero nunca desapareció.
Sus habitantes variaban según las guerras y los conflictos del momento, y las autoridades francesas optaron por ignorarlos, abandonarlos sin ningún tipo de servicio público ni asistencia.
Recién en 2009, el ahora presidente Sarkozy, volvió a acordarse de los refugiados de Calais.
Una madrugada envió a la policía anti disturbios y dio la orden de arrasar el precario asentamiento con topadoras y detener a los refugiados presentes.
La redada se ganó innumerables flashes y titulares, pero al poco tiempo una nueva jungla de casillas precarias volvió a levantarse en las afueras de la portuaria Calais, hoy gobernada por la oposición conservadora, liderada por Sarkozy.
Entre el abandono y la represión, la política francesa continuó hasta el año pasado, cuando un nuevo gobierno socialista “cedió ante la presión de grandes ONG y de organismos del Estado que advirtieron que Francia no estaba protegiendo a esta población débil” que cada vez crecía más -según Guennot- y aceptó abrir un “centro de recepción diurno” de refugiados.
Pero el nuevo centro no se parece en nada al viejo campo de refugiados de Sangatte, donde las familias recibían allí todos los servicios básicos.
Según describió Guennot, el nuevo “centro de recepción” está abierto apenas unas horas en el día para que los refugiados reciban una comida, agua, puedan ducharse, cargar sus celulares y hacer una consulta médica, que en general poco les sirve a los que se quiebran un brazo o una pierna tratando de superar las vallas que resguardan la entrada del euro túnel.
Sólo 100 mujeres y niñas pueden quedarse a dormir en ese nuevo centro.
El resto, es decir las más de 3.000 personas que llegaron en los últimos meses, deben arreglarse como pueden y con la limitada ayuda que pueden acercar organizaciones civiles y humanitarias como la de Guennot en un antiguo basural público de 14 hectáreas, que pese a haber sido saneado, no posee ningún tipo de infraestructura.
La situación legal de cada uno varía
Están los que llegaron a Europa y nunca se registraron por lo que viajan clandestinamente y sin papeles hasta llegar al país en el que quiere pedir asilo político y quedarse a vivir.
También están los que pidieron asilo en los países en los que desembarcaron, especialmente Italia, pero como no podían encontrar trabajo allí, siguieron camino al norte. Tienen papeles, pero éstos no les permiten trabajar en otro país que no sea el que los reconoció como refugiados.
Además, están los refugiados que esperan, actualmente más de un año, para que las autoridades francesas les respondan su pedido de asilo político.
En apenas un 20% de los casos el Estado les responderá que sí.
A los que rechace, en cambio, tampoco los expulsará porque, la misma autoridad que les niega el asilo, les reconoce que provienen de países en guerra o con conflictos armados y que es demasiado peligroso que sean forzados a retornar.
Y finalmente están quienes consiguieron el asilo político en Francia, pero no por ello han podido encontrar un trabajo o integrarse mínimamente a la sociedad gala.
Salvo los que esperan una respuesta del Estado francés, el resto está convencido de que tendrá más suerte en Gran Bretaña, un país cuyo gobierno ya ha anunciado públicamente que prefiere seguir gastando millones de euros en vallas más altas y nuevas medidas de seguridad que en recibirlos.
Entonces no les queda más opción que esperar, abandonados en asentamientos paupérrimos y atrapados en medio de la represión y la indiferencia de las autoridades de Francia y sus vecinos europeos.
Telam