En un mundo en el que somos bombardeados por irreales imágenes de felicidad e imposible placer perpetuo, la melancolía y la depresión pueden ser una forma de no conformidad y de autenticidad. Mientras que se espera que todos sigamos marchando al supermercado a comprar nuevos electrodomésticos con sonrisas cosméticas y que sigamos empujando el crecimiento del planeta, produciendo siempre más, el ser humano depresivo se niega a participar y parece decir que todo esto es una farsa.
Si estamos viviendo ante las fuerzas económicas que, según Marx, degradan al ser humano al nivel de “hacerlo un apéndice en una máquina y destruyen el verdadero contenido de su labor… alienando la potencialidad intelectual de su proceso laboral”, la depresión y la renuncia a participar en el teatro de la felicidad y la productividad parecen una lúcida –en su tiniebla– y privilegiada trinchera política. El depresivo se aleja de la mascarada y, como dice Cioran, funda su patria en el vacío. Si se torna melancólico, es decir hace de su tristeza ligereza, como dice Italo Calvino, se desliza fuera de la presión a fingir y actuar según las reglas de los demás, y puede construir una oscura zona liminalmente autónoma. En esa isla negra, en ese abismo iluminado por su propia negatividad, es posible que se cree una música: la banda sonora de un tiempo y una realidad alterna que resisten en su ceniza.
Esta idea que exploramos aquí del arte melancólico como reacción política, como ejercicio inmunológico, y como estructura de congruencia interna, viene del crítico Mark Fisher, que escribe en Ghosts of My Life: Writings on Depression, Hauntology and Lost Futures:
Existe un conocimiento implícito de que la esperanza creada por la electrónica postguerra y la eufórica música dance de los 90 se han evaporado –no sólo ese futuro no ha llegado, ya no parece posible. Y, sin embargo, la música constituye una negación a rescindir un deseo del futuro. Esta negativa da a la melancolía una dimensión política, porque significa que fracasa en acomodarse a los horizontes cerrados del realismo capitalista.
Ciertamente no son muchos los músicos que logran esta conciencia depresiva o que simplemente se dejan arrastrar por su propia tendencia abismal. Pero cuentan con una ventaja, ya que el mismo hecho de ser performers, de vivir en la plataforma de la pantomima, “en un circo completo”, en ocasiones les provoca una especie de náusea y el artista depresivo “ya no desea seguir actuando –no tiene sentido, todo es un fiasco”. O lo mismo también le ocurre por ser un eslabón más en la máquina de producción de highs superficiales, de narcóticas y narcisistas sensaciones para el consumo masivo: se da cuenta de que es un títere más en el tinglado, engranaje en el Gran Simulador. Fisher, sin embargo, aclara que “el depresivo no tiene ni siquiera el confort que puede tener el paranoico, ya que no puede creer que alguien controla las riendas. No hay flow, no hay conectividad en su sistema nervioso depresivo”.
La melancolía, la bilis negra, el signo y humor del hombre saturnal, tiene una profunda tradición asociada con la genialidad marginal. El gran médico-sacerdote renacentista Marsilio Ficino retoma la idea del furor divino de Platón y del genio melancólico de Aristóteles y construye una idea que sigue ejerciendo un oscuro magnetismo, una seducción crepuscular, hacia la melancolía. Según Ficino, es connatural a Saturno producir hombres solitarios, cuyas mentes se retraen de los estímulos externos y se dirigen hacia lo trascendente. La melancolía, la tristeza trascendental, es la propia cura de la melancolía y Ficino considera que el melancólico no debe hacer nada más que abrazar su propia naturaleza y resignarse a su oscuro ángel. Nos dice Fisher:
El tipo de melancolía de la que hablo, en contraste, consiste no en abandonar el deseo sino en rehusarse a ceder. Consiste, por así decirlo, en negarse a ajustarse a lo que las condiciones actuales llaman “realidad” –incluso aunque el costo de su negativa es que se siente como un extraño en su propio tiempo.
En este sentido la melancolía se vuelve una filosofía natural. Un acto político de compromiso individual –que es una negativa a comprometerse con la marcha general de la sociedad, con la que su propia integridad le impide alinearse. No se trata de una martirización voluntaria, un sadomasoquismo o una apatía política; el melancólico de Fisher es quien se niega a dejar de sentir lo que siente –por más que esto lo orille, escucha a sus fantasmas y explora su propia depresión como una fuente de creatividad individual que transita fuera de la luz diurna de la plaza. En oposición al melancólico, estaría el individuo deprimido que toma antidepresivos para poder adaptarse al flujo dinámico de la realidad, curarse de su diferencia y huir de la sombra. El melancólico acepta la tiranía de su propio espíritu que lo jala hacia abajo y hacia un costado del mundo y desde ahí labora su sublime desencanto.
Con información de Dark Ecologies
Twitter del autor: @alepholo