El terremoto que afectó a la zona centro sur el pasado 27 de Febrero es un hecho más que vivimos en nuestra bicentenaria existencia como país y del que deberíamos sacar muchas lecciones. Podríamos detenernos en algunos hechos que llaman la atención y que han quedado al descubierto con la tragedia, como por ejemplo las precarias condiciones en las que vive gran parte de la población chilena, la impotencia de los afectados por el colapso de modernas construcciones o la discusión sobre la falta de dineros públicos para enfrentar la reconstrucción del país, entre muchos otros.
Y deberíamos sacar lecciones porque lo contrario significaría que las cosas ocurren en vano. Al no detenernos en lo que hemos vivido, perdemos la oportunidad de revisarlo, reflexionar sobre sus causas y construir comprensiones que nos permitan tomar mejores decisiones en el presente y en el futuro, en otras palabras, perdemos la oportunidad de aprender de la experiencia. Al no hacerlo, arriesgamos que nos pasen las mismas desventuras, una y otra vez, y de quedarnos dependiendo de que otros nos indiquen qué hacer.
Es por ello que es tan importante aprender a reflexionar sobre lo que vivimos. Pero ¿nos hemos preguntado por las causas de esos hechos que nos llaman la atención? ¿nos preguntamos, por ejemplo, por qué hay tantas personas viviendo en la vulnerabilidad, en la pobreza? ¿Nos preguntamos por qué siendo Chile un país tan rico en recursos naturales, aparentemente no tenemos dinero para su reconstrucción? Preguntarnos acerca de la realidad no es algo que se improvise, es más bien una actitud que se aprende. Y lo hacemos de las instituciones que nos educan, la escuela, la familia, y ahora, con gran influencia, los medios de comunicación masiva.
Estos últimos, sirviendo a los intereses de los grandes grupos económicos, poco o nada hacen por instalar la reflexión en nuestra población. En cambio, la escuela sí podría hacerlo, siempre y cuando intencionara este propósito. El papel de la escuela en la conformación de la mirada de mundo de las futuras generaciones no es neutral, aún cuando desde la mirada oficial así se pretende que lo creamos. A modo de ejemplo, el gobierno actual se ha preocupado de aclarar que los estudiantes cuyas escuelas se han visto afectadas por la tragedia no dejarán de ver ciertos contenidos mínimos, como si lo central de educarse se limitara a eso. La pregunta no es cuántos contenidos los alumnos verán, sino para qué y desde qué perspectiva serán abordados.
Por citar otro ejemplo, un artículo publicado con fecha 15 de marzo en el Portal EducarChile se titula qué responder cuando un niño pregunta por qué Dios permite tanto dolor. Y resulta curioso que a lo largo del escrito se legitime la pregunta, no haciendo el alcance, por ejemplo, de que parte de ese dolor –no tener los medios para reconstruir la vivienda o no contar con una fuente laboral digna- no tiene que ver con Dios sino con lo que las personas hemos construido como sociedad. El enfoque del artículo promueve una manera de entender la realidad simplista y conformista, enfoque que, llevado a la educación, preocupa cuando se traduce en que los profesores no recogen lo que acontece en lo social para aprender de ello, lo que se explica si entendemos que se forman en un modelo que los concibe más como técnicos que como intelectuales, distando de que entiendan su labor como algo que abarca mucho más que pasar materia. Ello hace cada vez más difícil que podamos crecer como sociedad, pues al no desarrollar la reflexión y la crítica como herramientas de aprendizaje, nos quedamos con explicaciones simplistas sobre la realidad, como que la voluntad divina no tuvo la deferencia de dotarnos de medios económicos o incluso intelectuales para tener una vida mejor.
Desde esta perspectiva, la educación en general y el papel de los profesores en particular tienen que cambiar. Abrir espacios en la escuela que promuevan la reflexión de lo que nos acontece en nuestro diario vivir es una condición básica para aprender de nuestras experiencias, y con ello, crecer como sociedad. Plantear el desafío de convertirnos en una sociedad madura, que aprende de sus vivencias, requiere que aprendamos a reflexionar sobre lo que vivimos, y por lo tanto, como primer paso, preguntarnos sobre ello. Comprender que los hechos sociales –la pobreza, la injusticia, la marginalidad, entre otros- no son naturales sino culturales, y por lo tanto tienen una explicación en lo que como sociedad hemos construido.
Parece que el refrán “más sabe el diablo por viejo que por diablo” no se aplica a nuestra sociedad chilena. Ya con doscientos años encima, poco tiene nuestra sociedad de sabia. Con un doloroso capítulo de nuestra historia reciente no resuelto, la dictadura, el bicentenario nos encuentra con un gobierno de derecha, con un Manuel Rodríguez televisado rebajado a la figura de guerrillero del amor, con el retorno de un emblema que nos define autoritariamente por la razón o la fuerza, y con un país que, aún rico en recursos naturales, deposita su esperanza de reconstrucción en un programa de televisión en lugar reclamar dignamente lo que le corresponde, aplaudiendo a las empresas mineras que donan unos cuantos millones, en lugar de preguntarse por qué no pagan un royalty que compense la extracción de nuestros recursos naturales no renovables. Hace cien años los obreros que murieron en la escuela de Santa María de Iquique lucharon por sus derechos y su dignidad. Hoy, el artículo 159 del Código del Trabajo hace estragos con la cesantía en la Octava Región.
Parece ser que no hemos aprendido de lo vivido a lo largo de nuestra historia. No dejemos que nuestras experiencias se pierdan, En ello, quienes construimos la cultura social de nuestro país: profesores, comunicadores sociales, periodistas, artistas, tenemos mucho que aportar. Pero en particular las políticas educativas de nuestro país deben avanzar, pues desde la mirada tecnocrática de la educación que se ha instalado desde hace años se sigue reforzando la idea de que educar, más que alfabetizar a las personas –en términos de ayudarles a comprender la realidad-, es prepararlos para el mercado del trabajo, como única dimensión de la vida humana. Difícil se ve que avancemos en este sentido con un Ministro de Educación Opus Dei, pues desde esa visión de mundo la posibilidad de comprender lo que nos ocurre como sociedad se anula en la explicación de que es la voluntad de Dios la que explica el mundo. De seguro Dios no ampara la grave injusticia social en la que vivimos, pues ello es obra del hombre.
Por Priscilla Echeverría De la Iglesia
Magíster © en Educación
Docente Facultad de Educación Universidad Alberto Hurtado
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