Uno de los aspectos positivos que ha tenido el aislamiento histórico de la región de Aysén, generado por la lógica acaparadora y centralista de nuestro país, ha sido el de preservar su entorno natural de los impactos que la actividad humana suele producir en aquellos territorios en los cuales ésta se lleva a cabo. Con una densidad de menos de un habitante por kilómetro cuadrado, este extenso territorio (el tercero más grande de Chile) ha sido capaz de mantener en estado prácticamente virgen su medio ambiente. Su aire, su agua, su vegetación, sus especies animales. Sin necesidad de ir más allá de sus fronteras para establecer comprobaciones al respecto, lo anterior se hace claramente palpable al revisar las realidades opuestas que coexisten al interior de la misma región: mientras por una parte el centro urbano más importante de Aysén, como es su capital regional Coyhaique (50 mil habitantes), presenta durante los meses de invierno una pésima calidad del aire a causa del uso de leña para calefacción, otras localidades menos pobladas pueden disfrutar de un nivel distinto respecto de la pureza de sus recursos vitales y paisajísticos.
Y esto, que muchas veces no cuenta dentro de las mediciones que se hacen a la hora de determinar los parámetros que definen el concepto de calidad de vida (fundamentalmente asociado al acceso a bienes y servicios), marca diferencias importantes con aquellas grandes ciudades donde, a pesar de contar con un abanico más amplio de opciones en distintas materias que van desde la entretención hasta la salud, el impacto de la actividad humana repercute en mayores índices de stress a causa de factores como saturación vehicular, mayores tiempos de traslado, hacinamiento en espacios públicos, ruido ambiental, sensación de desconfianza e inseguridad, agresividad e irritabilidad, etc.
Muchas veces sucede que la riqueza de un país o continente lo condena finalmente a su pobreza. Bolivia, por ejemplo, fue alguna vez un país pletórico de oro. El continente africano era una mina de diamantes. Bastó eso para que sus recursos abrieran los apetitos y fueran expoliados por otras naciones, las que despojaron a estos territorios no sólo de sus recursos, sino de su futuro. Mediante el saqueo arrasaron con todo, o casi todo. De este modo, la prosperidad de algunos tiene directa relación, en medida importante, con la desposesión de otros. A la fuerza, o a través posteriormente de mecanismos más sofisticados, pero igualmente depredadores. Lo que actualmente se ha dado a llamar las “externalidades negativas” generadas por el impacto de diversas actividades económicas, cuyos impactos socio-ambientales crean verdaderas zonas de sacrificio. Como Calama, ciudad que debería recibir los beneficios directos de la gran minería. O Ventanas, Tocopilla, Mejillones, Huasco, Coronel, convertidos en vertederos de los desechos producidos por las industrias instaladas en dichos lugares, con el consiguiente perjuicio para quienes viven allí.
El modelo extractivo capitalista desde siempre se ha caracterizado por la explotación de los recursos sin ninguna otra consideración que no tenga que ver estrictamente con la rentabilidad del negocio. Esa es la vara, el parámetro que guía la ética de sus actividades. Cualquier otro tipo de consideraciones al respecto resultan, bajo esta mirada, asuntos de menor importancia, aspectos de relevancia secundaria. “Cosas de hippies”. Ante esta lógica extendida y evidente en diversos ejemplos, la realidad de Aysén como territorio privilegiado respecto de sus recursos y riquezas naturales, atractivas como insumos para la creación de ganancias económicas privadas, debe ser atendida en su real dimensión. Su situación de rezago histórico a causa del abandono del que ha sido objeto por parte del Estado y de los sucesivos gobiernos (los 100 mil habitantes que viven en la región representan muy pocos votos como para atender sus necesidades) no puede servir de excusa eventual para justificar inversiones destinadas a la ganancia particular y la pérdida general que representa el daño a su entorno. Se requiere de inversiones, claro está, pero destinadas al desarrollo sustentable como concepto efectivo, no como slogan vacío de significado o simple declaración de buenas y amables intenciones.
Porque seamos claros en este punto: toda normativa que tenga que ver con imponer a una empresa, como requisito básico de su actuar, el respeto al entorno socio-ambiental en cuanto al cumplimiento de medidas de reparación, compensación o mitigación en algún proyecto que se pretenda desarrollar, significa un gasto extra no menor dada su complejidad y, por lo mismo, no deseado para los inversionistas. Si no fuera por la existencia de estas exigencias legales (que se responden de manera deficiente muchas veces, sólo para cumplir con el trámite, a pesar de lo cual igualmente avanzan en su aprobación, como sucedió con Hidroaysén), el tema no estaría contemplado dentro de ningún ítem en los proyectos. Las empresas, entonces, buscan otras maneras para “cumplir” con su rol social y congraciarse con las comunidades, mediante la entrega, por ejemplo, de indumentaria deportiva, becas de estudios, o todo aquello que pueda ser detectado como una necesidad social no satisfecha por el Estado y que resulte, también, más barato. Porque ese es el cálculo, no otro. Lo anterior, además de una oferta laboral de escasa calidad tanto en salarios como en protección de derechos sociales, como el argumento más poderoso para justificarse. De poco sirve decirle a quienes aceptan esto que se trata de “pan para hoy, hambre para mañana”. La gente más carenciada en lo material tiene urgencias objetivas que cubrir, y eso las empresas lo saben y lo aprovechan en su beneficio.
Actualmente, se discute en el Congreso la “Ley de Protección y Preservación de los Glaciares”, que pretende regular el impacto de la industria minera en aquellas áreas que son reservas importantes de agua, resguardándolas del daño que implica una actividad tan invasiva como ésta y que pondría en riesgo, dentro del territorio aysenino, el área del San Lorenzo, los glaciares Calluqueo, Cerro Castillo y muchos de la cuenca del río Baker, la reserva nacional Jeinimeni y otras zonas de montaña. Actividad que, dicho sea de paso, ya se encuentra en tela de juicio debido a la contaminación de cursos de agua por metales pesados en el sector de Alto Mañihuales dentro de la misma región. Por eso, conceptos como “Patagonia sin represas” o “Tortel sin salmoneras” no significan “Aysén sin desarrollo”, que es la lectura que algunos pretenden instalar como contraargumento al “fundamentalismo ambientalista”, sino Aysén sin destrucción. Porque con un modelo inspirado en la lógica de la recuperación e incremento cortoplacista de la inversión a costa de la intervención irresponsable e irrespetuosa del entorno, con efectos permanentes, ganan unos pocos y pierde todo el resto. Los que están y los que vendrán. Y eso no es desarrollo, o al menos no el desarrollo que necesita un territorio tan único y distinto como el de la región de Aysén.
Periodista