Los años pasan y la gente va cambiando de color. O al menos baja la intensidad de su esencia cromática. De rojo fuerte e intenso, hemos visto en las décadas pasadas cómo el entorno humano destiñe a colores pasteles. Los pasteles se han adueñado de la vía en la vida pública, específicamente en el terreno de la política, y mandan la dirección que ha tomado la regeneración.
Se regeneran las posturas políticas a tal punto, que poco o nada se reflejan las reivindicaciones de la gente más postergada en los discursos o quehaceres de los representantes de los partidos antes llamados populares, como el socialista y el mismísimo comunista. Los pasteles mandan la parada y se reivindica el mercado como un hecho consumado, regulador de las aspiraciones, los deseos y los sueños mismos. Las cosas se han vuelto un objetivo, una meta, el referente del éxito y, por ende, de la felicidad.
Ya poco queda de la romántica idea de un mundo utópico como referente. Uno donde la construcción de mundo permita aspirar a un lugar habitable, justo e igualitario, en lugar de a uno “razonable” con el cual conformarse porque “la vida es así y no hay nada que puedas hacer para cambiarla”. Hoy en día todo es relativo, y tanto se habla de la multiplicidad de colores entre el negro y el blanco, que se ha discriminado cualquier opción que los reivindique, como si el arco iris eximiera de que estos dos colores (o el yin y el yan) también existen.
Hoy en día todo “depende”, y eso hace que nada tenga la pasión del radicalismo, de la convicción obtusa que es capaz de llevar, de la mano de la voluntad, hasta donde todo el pragmatismo del mundo nos quiere impedir llegar.
La lucha por el bien común, uno construido con el colectivo como referente, y con base en los derechos de los seres humanos no como una quimera sino como meta alcanzable, ha ido perdiendo también en intensidad. Se ha diluido de manera tal, que el olor intenso e intoxicante del diluyente ni siquiera nos incomoda y lo respiramos tanto, que casi nos hace falta para que actúe como un anestésico de la conciencia. Palabra olvidada, o al menos postergada a un segundo plano, ante el avance de la “cruda realidad”.
Avanza el mundo, los años pasan, y una visión de realidad impuesta a sangre y fuego por los autoproclamados representantes de la justicia y la democracia en el planeta, se consolida como inamovible en las mentes de las masas que apuestan al individualismo salvaje, pero se comportan como borregos de una manada muy bien domesticada que ni siquiera requiere de rejas, ni cadenas, para mantener el orden establecido -¿o debería decir impuesto?-.
En pleno siglo XXI, con el mundo occidental alienado por las luces de la cajita idiota, por los sones de música repetitiva y sin contenido, y en una era en que se limita el arte a una representación de miradas alienadas y poco críticas de la realidad, cuando el periodismo se encarga de reproducir el esquema de la dominación sin cuestionar nada que resulte incómodo para los dueños de las marcas que financian los noticieros y las páginas de los periódicos, el tiempo pasa y nosotros, estáticos, permanecemos inertes ante la lobotomía indolora a la que hemos sido sometidos, con nuestro propio consentimiento.
¿A qué grupo pertenezco? Me descubro preguntándome más seguido de lo que desearía: ¿A los que siguen pensando que el mundo se puede transformar para mejor? ¿O a los que llenan baldes de saliva deseando objetos que aparecen como la representación de la felicidad?
¿Hemos renunciado a construir un mundo distinto? Aunque los hechos muestren un panorama desolado que parece decir que los años pasan y los ideales también, como si fueran un ejemplo más de la cultura desechable en que nada perdura, ni siquiera las convicciones más profundas, las que se han dormido. Esa situación, en definitiva, es la que ha permitido a los pasteles adueñarse del pastel.
Por César Baeza Hidalgo