Partidos políticos o mafias que se reparten el botín del Estado

  El sistema político chileno muestra signos de crisis, incluso de agotamiento

Partidos políticos o mafias que se reparten el botín del Estado

Autor: Arturo Ledezma

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El sistema político chileno muestra signos de crisis, incluso de agotamiento. La monarquía presidencial, el sistema electoral binominal, los partidos políticos aislados de la sociedad civil, el matrimonio entre los negocios y la política, todos estos elementos juntos constituyen una jaula de hierro, que más temprano que tarde terminará por explotar.

Es cierto que los sistemas políticos, por muy inadecuados que sean, tienen un poder de supervivencia y capacidad de sortear las crisis son mucho más persistentes que los individuos – se dice, con razón, que la muerte no existe en política-. Por condiciones históricas los sistemas políticos chilenos han pervivido muchos años más a los anuncios de su propia decadencia. En Chile hay algo de la idolatría del orden y de pánico al cambio que permite que instituciones agotadas sobrevivan a las crisis.

Se supone que en una democracia representativa el soberano, la ciudadanía, delega el poder a sus representantes, que se canalizan a través de los partidos políticos y de las instituciones republicanas. En las crisis de representación lo que ocurre es que los representantes están completamente divorciados de los electores.

 En el caso actual, la Democracia Cristiana y el Partido Socialista y todas las nuevas agrupaciones posteriores se han convertido en mafias, en agencias de empleo, en propiedad personal de sus presidentes y en grupos de presión, cuyos personajes principales son los lobbistas.

Al socialismo y a los demócratacristianos les ocurre, como a los viejos, que antes de llegar con paso de parada al sepulcro, comienzan a revisar las viejas fotos, en blanco y negro, de sus glorias pasadas.

En democracia se supone que los partidos políticos tienen por función canalizar las opiniones existentes de la sociedad civil. En todo sistema político la legalidad y el monopolio de la coerción legítima se lleva a cabo en las instituciones democráticas, todas ellas surgidas de la soberanía popular; el actor central debiera ser, siempre, el cuerpo electoral y, con mayor amplitud, el pueblo; estas condiciones no ocurren en las crisis de legitimidad – el representante sólo se representa a sí mismo y los ciudadanos únicamente magullan su desagrado, convirtiendo el voto en un rito, cuyo resultado se sabe de antemano.

Es cierto que en Chile los regímenes políticos se han sostenido durante un largo período histórico: el portaliano, de 1830 a 1891, con dos etapas diferentes – pelucones y liberales-; el de asamblea, de 1891 a 1925; el presidencial, de 1933 a 1973; el de la alianza demócratacristiana-socialista, de 1990 hasta ahora que se agregaron comunistas el mas y la ic.

 En el fondo, si se revisa bien la historia de Chile, a partir de 1860, se observa un equilibrio entre el poder monárquico del presidente y la fronda de los partidos, sea cual sea la Constitución que la rija – la de 1833 y la de 1925-; sólo en el régimen de asamblea (1891-1925), desaparece la monarquía presidencial, y la totalidad del poder reside en la aristo-plutocracia de los partidos – liberales, nacionales, balmacedistas, radicales, conservadores y demócratas-. En el presidencialismo, a partir de 1933, el monarca-presidente siempre dependió de los partidos y combinaciones – radicales, demócratacristianos, socialistas y comunistas- que, en ese tiempo, tuvieron la virtud, al menos, de integrar en su seno a algunas expresiones de la sociedad civil, razón por la cual casi no hubo espacio para partidos sindicalistas, campesinos, femeninos, de jubilados, u otros; los pocos casos conocidos sólo confirman la regla.

Seis personas designan, a dedo, a los candidatos a diputados y senadores, además de repartir a su gusto todos los cargos del botín estatal; dicho cínicamente, basta que se reúnan y concuerden los jefes del partido demócratacristiano, socialista, PPD, Radical,PC  RN y la UDI para conformar el nuevo parlamento, lo que no sería muy diferente del famoso “congreso termal” de Carlos Ibáñez del Campo.

Poco importa que el Parlamento, en la actualidad, esté desprestigiado a tal grado que los medios de comunicación se ríen de los diputados, jugando con tan respetable corporación como “el gato maula con el mísero ratón”; cada padre conscripto sabe, muy bien, que tiene su sillón asegurado y todavía no me explico para qué diablo necesita la confirmación de los electores. El rito electoral se ha convertido como territorio de los perros que, con un pipi, asegura que ningún otro canino vaya a invadirlo.

 Para ser parlamentario nada más simple que estar siempre callado el loro, ser muy buen amigo y servidor del presidente del partido, jamás protestar por el Distrito que se le designa y asegurarse que por el binominal será elegido. Por último, si por azar no sale elegido – casos muy raros en el sistema actual- hay, como en la lotería, premios de consuelo: puede ser ministro, subsecretario, director de empresas públicas y, si no es muy brillante, ser gobernador, intendente o seremi; aun cuando sea muy chico el Estado, hay para todos; por último, está la empresa privada


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