Con el juicio que María Kodama, la viuda de Jorge Luís Borges, lleva a cabo contra Pablo Katchadjian, se puso sobre el tapete el antiguo tema de la originalidad: ¿qué es ser original?, ¿cuál es el límite entre la hipertextualidad y el plagio?
Hace cuatro años, Kodama acusó a Katchadjian de plagio ante la Justicia. El escritor había publicado «El Aleph engordado», presuntamente, una copia de uno de los cuentos borgeanos más famosos. En agosto del 2015, en la Cámara de Casación, se dictó la falta de mérito del acusado, hasta tanto un cuerpo de peritos no determine lo contrario.
El proceso para determinar el plagio denunciado, entre la selección de los expertos y la coincidencia en los puntos concretos para chequear, podría demorar, al menos, tres meses. El trabajo de los peritos demandaría unas dos semanas, ya que tendrán que cotejar el original y el «engordado». Solo así se podrá saber si Katchadjian perpetuó una acción dolosa o no. En caso afirmativo, podría llegar a estar seis años encarcelado.
Aparentemente, sin quitar nada del original, que tiene unas 4.000 palabras, Katchadjian le añadió más del doble, hasta alcanzar las 9.600 palabras y convertir el cuento de Jorge Luís en una nouvelle anfibia, que se expande (engorda) en escenas nuevas y direcciones imprevistas.
En términos legales, para que un escrito sea considerado plagio, debe tener una cita textual, sin estar debidamente introducida y con la fuente consignada, que represente el 70 % de la totalidad de la obra. En caso contrario, se trata de una relación hipertextual (presencia de un texto en otro, tenga el autor conciencia o no de ello).
Por lo demás, tal vez no exista la originalidad temática. Se trata, en realidad, de la innovación en la forma de decir más o menos lo que ya ha sido dicho por otros. Quienes se dedican al arte son concientes de este hecho. Por ejemplo, el escritor André Gide (admirado por Borges), solía decir que ya se ha dicho todo, pero como nadie escucha, debemos recomenzar. Según estas ideas, cualquier historia valdría la pena ser contada, siempre y cuando, esté bien dicha.
Ahora, la legislación sobre la propiedad intelectual evalúa el trabajo del pensamiento como un bien, del mismo modo en que lo puede ser un auto o un teléfono celular. Pero, después de todo, ¿a quién pertenecen las palabras?