Cuando las “grandes” preguntas por el sentido de la vida aparecen, a menudo escuchamos que vivimos para “ser felices”. Incluso existe una supuesta ciencia de la felicidad que, a partir de parámetros siempre cambiantes, puede dar cuenta del estado de alegría y vitalidad existencial de las personas, que puede equipararse a una especie de producto interno bruto de felicidad cuando se toma el testimonio de miles de personas. Pero, ¿se puede contabilizar e incluso preconizar que la felicidad es algo deseable y valioso a nivel individual?
Tribus urbanas como los emos no sólo han tratado de “llevar la contraria” a una tendencia francamente protofascista de ser feliz, sino que han intentado recordar algo que muchas tradiciones espirituales tienen en común: no existe luz sin oscuridad, incluyendo los aspectos más oscuros de la propia personalidad. Sin embargo, la infelicidad, al igual que su contraparte victoriosa, la felicidad, también puede ser cooptada por el mercado y comercializada en distintas formas, desde música hasta moda: todos los aspectos del alma humana encuentran un nicho en las arcas del capitalismo global.
La publicidad y la barra matutina de televisión trata de programar en las personas un imperativo estricto de felicidad; sin embargo, es falso que la gente feliz consuma más; de hecho la tendencia opuesta parece prevalecer. El negocio de la depresión es una gran fuente de ingresos para las farmacéuticas y la industria psiquiátrica, y se sabe que una tendencia cuando estamos tristes es darnos pequeños (o cuantiosos) regalos para hacernos sentir mejor.
La sonrisa llena de bótox de las presentadoras de programas de televisión y los programas motivacionales dejan entrever más bien que la gente busca desesperadamente algo en qué creer, y la respuesta del mercado suele ser variada y constante. El novelista Tim Lott dice que:
La felicidad, se nos asegura con confianza, es el objetivo de la vida y es algo que nosotros ‘obtenemos’ al trabajar duro, al consumir, jugar y ejercitarnos, al contribuir con causas caritativas y tomar parte en el drama del capitalismo tardío. Porque el capitalismo ama la meta de la felicidad –ya que puede ofrecer una interminable cantidad de productos que la prometen. Cuando fallan en hacerlo, pueden ofrecer productos alternativos con promesas idénticas. (…) El comercio se alimenta de la infelicidad. Serías feliz si fueras más delgado, más sano, más popular, más divertido. Y tenemos el producto que puede ayudarte.
A principios del siglo pasado, el psicoanálisis y el descubrimiento freudiano del inconsciente buscaron en el alma humana las causas de la infelicidad. Pero no prometían resolverlo todo con el imperativo de una vida sexual placentera, como afirman muchos de sus detractores, sino aprender a vivir con las cosas de nuestra propia vida y del mundo que no son halagadoras o emocionantes. En nuestros días, donde el mercado grita por todas partes “¡GOZA!”, el psicoanálisis puede responder con un “No tienes que gozar”, puedes permitirte no gozar, y no hay nada de malo en no sentir que tu vida es un carnaval interminable.
Diversos estudios han demostrado que las redes sociales reproducen patrones de pensamiento que afectan la autoestima de los usuarios: comparas tu vida con la excitante versión on line de tus amigos y te encuentras insuficiente, te juzgas frente a los parámetros de likes y shares de las publicaciones y piensas que hay algo mal contigo. Eres joven: deberías estar disfrutando de la vida y posteando cada 5 minutos una nueva razón para vivir. Pero lo que hacemos muchas veces es lo contrario: ventilamos nuestras inseguridades y frustraciones en una comunidad ávida y mórbida de compararse, a su vez, con nuestra propia infelicidad. Entonces, ¿la infelicidad es propia, por decirlo así, o es efecto de la comparación con un ideal que, por ser eso, en realidad nunca podremos alcanzar?
Además, existen momentos en la vida donde uno simplemente no puede salir con la máscara feliz: ¿qué pasa cuando un amigo/a recibe una terrible noticia y necesita de nuestra escucha y empatía? De igual modo es muy distinto perseverar en una felicidad impostada que no reconoce el sufrimiento generalizado de grandes porciones de la humanidad al hecho de ir por ahí llevando malas noticias (en lo cual también muchos encuentran un goce mórbido). La felicidad y la infelicidad, definidas subjetivamente, pueden cerrar o abrir espacios de convivencia y empatía con el otro; tal vez el secreto, si hubiera tal, se encuentra en reconocer nuestro estado subjetivo y contrastarlo con lo que el medio social espera de nosotros.
Es muy diferente el punto de vista de los que se victimizan interminablemente al de los que simplemente tienen un punto de vista neutral frente a la vida. Estar presentes en el aquí y el ahora (un proceso vivencial que puede llevarse a cabo mediante la meditación, por ejemplo) no depende de la felicidad o infelicidad subjetiva que experimentemos, sino de una disposición consciente sobre el uso que le damos a nuestra propia atención. Conocerse a uno mismo no es siempre un paseo por el parque, ni una experiencia que pueda compartirse en tiempo real a través de redes sociales: hay momentos de profundo desasosiego existencial y de crisis, pero esos momentos también nos permiten asomarnos a lo que ocurre, imperceptiblemente, frente a nuestros propios ojos.