No quiero decir nada deprimente.
Hoy me desperté y en la cocina quedaban las dos facturas y media que sobraron de ayer a la tarde, de esas que trajiste envueltas en un paquete de papel y que te comiste vos solo porque yo estaba demasiado ocupada fumando y atravesando la situación.
El primer impulso fue tirarlas a la basura porque eran algo de otro orden, algo que venía de un momento previo al que, para mi vida, dejaste de existir.
Pero anoche me tomé cuatro cervezas y no cené nada, entonces tenía que llenar con cualquier cosa esa sensación de vacío estomacal. De vacío existencial, también. Pero dije que no quería decir nada deprimente.
Las devoré. La que más me dolió fue la rellena con dulce de leche porque ayer, cuando todavía estabas, la habías cortado con un cuchillo y te habías comido la mitad. Sentí que estaba cometiendo un acto de necrofilia.
Fue gracioso, igual, cuando me dejaste. Fue gracioso el diálogo y cuando lo cuente, todos se van a reír. Fue gracioso que yo te interrumpiera antes de que terminaras la frase y te respondiera medio a los gritos que yo no pensaba ser tu amiga, que yo ya tenía un montón de amigos, que me enamoré una vez de uno y que fue un bajón y que yo no me iba a exponer a pasar otra vez por la misma situación.
— Pero tal vez, con el tiempo…
— No.
— ¿No?
— No.
No sé si te aclaré que de vos no estaba enamorada. Pasa que tampoco tengo muchos parámetros para medir el amor. Qué se yo. Ahora me siento muy mal y te extraño y todas esas cosas. Pero no importa, porque dije que no iba a decir nada deprimente.
Te sonreí, no porque la estuviera pasando bien, precisamente, sino porque desde una abstracción de mi misma nos observaba a los dos en posición de entrevista, y observaba la ridiculez de los vigilantes y la humillación de las medialunas, y me causó gracia el tono del fracaso.
Vos también sonreíste, supongo que porque no sabías muy bien qué hacer; y te acomodabas todo el tiempo de maneras distintas y tu mirada se iba cada vez más hacia un rincón del techo, y hasta me generaste un poco de compasión: pobre, no sabe muy bien qué hacer.
La pava y el mate estaban ahí, sobre la mesa, al lado del paquete de facturas. Eran todos objetos que con su inmovilidad nos hacían sentir aún más incómodos, excepto el cenicero que rebozaba vida entre toda esa composición desubicada.
Te pregunté qué había pasado. ¡Si estábamos lo más bien! me faltó agregar.
— No la flashé.
— No la flasheaste…
— No, no la flashé.
— ¿Qué soy? ¿Un porro? ¿Una pepa, que te tengo que hacer flashear? – Me hubiese encantado responder; en cambio, esbocé un conglomerado de frases inconexas y políticamente correctas en una entonación amable. Puedo sacar en limpio que te dije que te entendía y que eran cosas que pasaban.
Es que era cierto que te entendía.
Anoche le estaba contando a un amigo por el chat y entonces me percaté:
— Boludo, me dejó un disco de Spinetta sonando de fondo.
— Sacá eso YA.
Las facturas no me llenaron. Como a las seis de la tarde bajé al súper mercado de la vuelta de mi casa. El guardia de seguridad – petiso, pelado y con unos bigotes que le dan un aire a Caparrós- me interceptó a la salida.
— ¿Te gustó el libro?
— ¿Cómo?
— Si te gustó el libro.
— ¿Qué libro?
— El de Roberto Arlt.
La última noche que dormí en tu casa me regalaste un libro de crónicas policiales de Roberto Arlt. Debo haber ido a hacer las compras directo, supongo, y lo debo haber llevado en la mano o abajo del brazo, como el personaje de la novela de Milán Kundera sobre la que charlamos una vez. Eso o el guardia de seguridad tiene poderes mágicos.
— No. No lo leí todavía.
¿Cómo explicarle al señor que no puedo arrancar el libro de Roberto Arlt porque me hace acordar a vos y me lastima? ¿Que aquel que estaba leyendo lo terminé a los apurones para empezar este otro que me habías regalado y que ahora yace debajo del diccionario de sinónimos porque no lo puedo ni mirar?
— Leelo. Es muy bueno, te va a gustar.
— Sí, lo voy a leer. Gracias – mentí.
A veces pienso que la realidad no es tal. Que todo está en mi cabeza. Que vivimos como en Vainilla Sky, la película en la cual Tom Cruise paga una fortuna por un sueño eterno y lúcido configurado por sus deseos y que termina presa de su inconsciente en una pesadilla horrible.
Porque ¿cómo puede ser que el guardia de seguridad sepa lo que me gusta y lo que no? ¿Y cómo puede ser que vos hayas hecho carne todos mis miedos? ¿Que hayas cristalizado todas y cada una de mis inseguridades con respecto al amor? Primero desapareciste, después me dejaste, después me pediste que sea tu amiga, y terminaste confesando que habías conocido a otra que, de todas maneras, no era el problema porque el problema era yo.
Es como que si te abriera, como cuando a los almohadones se les hace un tajo y empieza a salir la goma espuma, adentro tuyo hubiera un alter ego de mis neurosis o mis neurosis –las cuales me las imagino azules, chiquititas y luminosas- fueran la materia prima de tu composición.
Era cierto que te entendía.
Se conoce a alguien, se empieza a salir, se genera un engendro que podría denominarse “relación”, y no necesariamente la persona en cuestión tiene que moverte el piso. Puede que no suceda. Y cuando ya es indefectible, cuando ya no caben dudas de que tu estómago no va a atravesar ningún torbellino de mariposas, es absolutamente válido evaporar el engendro…
El tema es que me di cuenta, cuando ya te habías ido de mi casa – que, por cierto, con tu obsesión de que la cosa se acabe en buenos términos te colgaste, y yo te cebé los peores mates del mundo para que te fueras antes de que me cerrara el chino porque necesitaba comprar cerveza, y lo único que me faltaba era que siguieras ahí sentado, poniendo videos de Bjork ¡con lo que la odio a Bjork! mientras yo me emborrachaba por vos, con vos-, de que para ser ético en las relaciones uno tiene que actuar con algo (¡algo!) de coherencia.
Me di cuenta de que yo siempre me enamoré de Macris; de tipos que son una amenaza para todo aquello que implique un bienestar en mi vida, pero que, por lo menos, me lo dicen y yo decido bajo mi propio riesgo.
Vos fuiste mi primer Menem del ´89. Vos me demostraste una cosa y terminaste siendo otra. Los demás siempre me hicieron saber que eran unos fachos y que no querían gente del conurbano en los hospitales públicos y que su concepto de cultura estaba representado por energúmenos del mercado. Vos no diste ni una pista de que ibas a hacer ajustes, de que ibas a desregular el Estado, de que iban a haber despidos masivos.
Cuando pienso en todo esto me dan muchas ganas de caminar por la calle y patear tachos de basura escuchando canciones de Joy Division.
Te escribí la cosa más linda que alguna vez le escribí a alguien y te la mandé.
Al rato me arrepentí: Encima de que me pega una patada en el culo yo le sigo inflando el ego. Pero es que me parece una tragedia que alguien alguna vez te escriba algo y vos – o cualquier otra persona- se muera sin saberlo.
Me faltó tocarte una canción en la guitarra (de hecho, inventé una after you cuyo título se debate entre “Yo estaba bien” y “¿Con qué necesidad?”).
Me faltó, también, que conocieras un montón de detalles míos, como que me gusta regar las plantas a la siesta o que odio compartir el vaso cuando tomo bebidas alcohólicas. Me faltó saber de vos, qué querías ser de chico cuando seas grande, o ver fotos patéticas de tu adolescencia con cortes de pelo horribles y reírnos.
Nos faltó irnos de viaje, discutir por muchas más giladas, mirar un millón de películas…
Pero por lo menos le gané al disco de Spinetta, así que prefiero no seguir, porque todo esto me pone triste y dije que no quería decir cosas deprimentes.