En el diminuto local había una fila laberíntica y geométrica. Ella estaba algunas personas por detrás de mí. Su piel era el resultado de una muy poco medida exposición a la cama solar o a las playas de Miami
Me dijo, con tono de cacerolera indignada, que apagara el celular y que había un cartel, por si no lo había visto. Me señaló con su uña prolija y afrancesada una hoja A4 impresa en computadora pegada en la pared entre otro montón de hojas A4 impresas en computadoras, que mostraba el símbolo de prohibición por sobre la imagen de un pequeño teléfono.
Yo sé que en los Pago Fácil no se puede usar el celular, pero no me acordaba. Me ha pasado otras veces en el banco, por ejemplo. Me olvido, qué se yo, entre tanta cola y tanta vorágine de trámites.
Como un acto reflejo, casi me surgen las disculpas. Pero la señora había usado un tono tan descortés que me reduje a comentarle que no, que efectivamente no había visto el cartelito, y que en un minuto apagaba el celular.
Le escribí a mi hermana: “Bancame un to—
— ¿Terminaste ya? ¿No me escuchaste? ¿No te das cuenta que no se puede usar el celular? – me gritó, con la misma intensidad con la que frente a cámara se despotrica contra el gobierno y los corruptos y la muerte de Nisman y la inflación y tantas cosas más.
Me subió un calor desde el estómago hasta el pecho. Detrás de la cacerolera, otra señora asentía solemne de brazos cruzados. Tenía los labios de un tono blancuzco, que combinaba con su sobretodo y con las uñas afrancesadas de quien, para ese entonces, se había convertido en mi enemiga.
Guardé el teléfono de la discordia en el bolsillo de mi campera y la miré con sorpresa. Siempre me sorprenden las reacciones exageradamente agresivas de la gente.
— Usted es una desubicada, señora. No me puede hablar así, me lo podría decir en buenos…
— ¡Yo soy una desubicada! ¿Yo soy una desubicada? – me interrumpió- ¿Yo? ¡Vos estás pelotudeando con el celular! ¡Nos pueden venir a poner un arma en la cabeza y matarnos y que la alarma no funcione porque la boluda está pelotudeando con el celular!
Un hombre mayor delante de mí comenzó a moverse incómodo. Un pibe de mi edad se llevaba la factura de EDESUR a la boca para no reírse. La cómplice de la cacerolera seguía asintiendo como si estuviera escuchando la verdad más absoluta de su vida. La piel de fantasía parda de la cacerolera estaba tensa y, a la vez, llena de arrugas, como si a un mantel se lo hiciera un bollo, se lo tendiera así nomás, se pegaran con poxirán todos los pliegues y ahora sí, se estirara con fuerza por las cuatro puntas.
Detrás de los vidrios, dos chicas continuaban tomando los impuestos, pasándolos por el censor – Piiiip – recibiendo dinero, contando dinero, dando cambio, abrochando los tickets, juntando la plata, atándola con elastiquines, guardándola en cajones, gracias a usted, que pase el que sigue.
Yo no entendí qué relación había entre el chat que estaba teniendo con mi hermana y que nos asesinaran a todos en un Pago Fácil de microcentro. Fugazmente pasaron dos ideas por mi cabeza:
Opción 1) Las alarmas no funcionan cuando hay un teléfono móvil encendido, lo cual habla de una falla muy grave en el diseño del sistema de seguridad.
Opción 2) Mi hermana no era mi hermana sino una banda de ladrones a quienes yo estaba incitando para que fueran a robar ese reducto en el que me encontraba, lo cual me pareció bastante inviable por el hecho de que podían hacerlo perfectamente cuando les placiera, sin necesidad de mi presencia allí dentro.
— Bueno, señora, no tiene por qué gritarme. Ya está, ya lo guardé, estaba avisando, justamente, que tenía que apagar el…
— ¡Te hubieses ido afuera para seguir pelotudeando! ¡Te vas dos segundos afuera y avisás lo que se te ocurra! Nos estás perjudicando a todos, si las empleadas son incapaces de darse cuenta y no te dicen nada, no es mi problema…
Y siguió, pero dejé de escucharla, porque tampoco entendía, en caso de que mi hermana no fuera mi hermana, qué diferencia había entre avisarle a la pandilla de bandidos acerca del malvado plan desde adentro del Pago Fácil o desde afuera.
—… y encima, me decís a mí que soy una desubicada.
— Es que usted es una desubicada y una irrespetuosa.
— ¡No! ¡Vos sos una desubicada y una irrespetuosa! ¡Acá se maneja plata! ¡Acá hay guita dando vuelta! Vos no podés venir y ponerte a jugar con el teléfono…
Me cansé. Yo llevaba una mochila anaranjada colgada de un solo hombro. Me la llevé hacia adelante, la abrí y saqué un revolver calibre Magnum 44.
Todos gritaron. La mayoría se tiró al piso. Dos tipos que estaban al lado de la puerta se empujaron, luego de un segundo de parálisis, y salieron corriendo. El hombre que estaba delante de mí atinó a arrodillarse, pero justo dijeron “el que sigue” y le tocaba a él y, claro, había esperado tanto…
Yo di dos pasos lentos y gloriosos hacia la cacerolera. Sentía sonar de fondo el soundtrack de cualquiera de las películas de Tarantino. Estiré el brazo y le puse la punta del revolver en su frente, y ella quedó pegada contra la vidriera que daba hacia la calle.
— ¿Me puede explicar, por favor, vieja concheta, cuál es la relación directa entre mandarme mensajes con mi hermana y que nos vengan a afanar?
Nunca vi una mandíbula tan apretada ni unos ojos tan abiertos. Creo que, más que nada, era incredulidad. Y miedo, por supuesto.
— No… no… Yo… – Tartamudeó.
— Y en todo caso, le concedo que yo me equivoqué y rompí una norma del lugar. ¿Pero le parece tratarme así? ¿Tan mal?
— No… Por favor, no… – Titubeaba con el eco lastimero de lo que minutos atrás había sido la voz de la prepotencia careta.
— ¿No? ¿Por favor, no? ¿Esa es tu explicación? ¡Tan convencida que parecías hace un rato!
A su lado, debajo, hecha un ovillo, con las manos por encima de su cabeza, la solemne temblaba.
— A mí me gusta mucho Buenos Aires, ¿sabe, señora? Quiero mucho a esta ciudad independientemente de que gane Rodríguez Larreta, independientemente, incluso, de la gente como usted de la cual trato de convencerme que abunda en todos lados, que no es solamente acá. Pero cosas así, señora, ¡ay! cosas así, a veces, me hacen flaquear en ese pensamiento. Y no me gusta ¿sabe?
— Yo… Yo… – lloraba sin lágrimas porque seguramente se le habían secado con el sol o con los rayos ultravioletas -…Yo…
— Ajá, encima una egocéntrica.
“El que sigue”.
— Bien. Ahora me toca pagar a mí y no quiero hacer esperar a las empleadas. Usted se va a ir, y usted – con el pie moví el bulto blanco – también- bajé el revólver hacia el primer botón perlado de la camisa beige de la cacerolera-. Y me gustaría que la próxima vez piense mejor antes de patotear a una persona a los gritos ¿si?
Asintió como pudo. Despacio, alejé la Magnum 44. Ambas se precipitaron hacia la salida.
“¡El que sigue!”.
Guardé apresurada el arma y saqué mi agenda con todo el papelerío. Se escuchó un leve murmullo, la gente se comenzó a levantar. Me disculpé por lo bajo (yo también estaba algo shockeada, siempre me sorprenden las reacciones exageradamente agresivas de la gente, incluyendo las mías) y fui hasta la caja.
— Antes que nada, te pido perdón; por el celular, el revolver y el griterío.
— ¿Eh? – la chica, concentrada en ordenar varios fajos de billetes, apenas me miró -. Acá no se escucha nada.
— Ah, bueno. Genial, entonces. ¿Para pagar el monotributo?