El 22 de mayo de 1976, el país entero ya conocía la noticia de que esa madrugada habían asesinado a Ringo Bonavena. Entre las dudas del por qué lo habían matado y qué hacía el boxeador en Nevada, la gente lloraba la muerte de aquella figura mítica del imaginario popular nacional que fue ultimado por los hombres de la mafia. Pero existía un argentino que aún no sabía sobre el deceso. Porque nadie se lo quiso revelar. No podía enterarse.
Después del pesaje en el Rand Stadium de Johannesburgo, las personas que rodeaban al campeón mundial de los medios pesados Víctor Galíndez no quisieron dejar sólo al boxeador en ningún momento: no querían que tenga contacto con nadie porque había que mantener el mayor secreto de la historia del boxeo argentino. Esa noche de sábado, el púgil de Vedia -provincia de Buenos Aires- tenía que defender su corona y no podía enterarse de la muerte de Ringo, su gran amigo.
“Había muerto Bonavena y nosotros nos enteramos en la mañana. Estuvimos todo el día en sigilo, manteniendo el misterio. No se lo quisimos informar, porque de saber la noticia, Víctor no hubiera querido pelear esa noche”, cuenta el doctor Roberto Paladino, médico de Galíndez y testigo de aquel combate.
Todo ocurrió en la misma jornada. A las seis de la mañana, Ringo arribó al Mustang Ranch, en Storey, a veinte kilómetros de Reno, Nevada. Un laberinto de doscientas hectáreas que albergaba canchas de tenis, piscina, ciento dos habitaciones y hasta una pista de aterrizaje. Era el prostíbulo más grande del mundo, lucrativo negocio de Joe Conforte, hombre fuerte de aquel pueblo donde la prostitución era legal y esposo de Sally Conforte, una mujer de 59 años que por esos días se había convertido en la pareja inseparable de Bonavena.
En Sudáfrica, ante 42 mil personas, Galíndez subía al ring para defender su corona ante Richie Kates, el oriundo de Nueva Jersey que estaba segundo en el ranking y tenía 31 victorias (16 por KO) y sólo una derrota. En el tercer round, un choque casual de cabezas le produjo a Galíndez un gran corte en la ceja derecha en forma de L. Los espectadores, espantados, se tapaban el rostro por la sangre que corría y que empapó tres toallas; estaban temblorosos, desesperados y con las bocas abiertas. El hermano de Galíndez, arrodillado al borde del ring, pedía piedad mirando al cielo.
En sus últimos días en Reno, Bonavena había sido amenazado por Conforte en más de una oportunidad. Le comunicó que abandonara esa ciudad por su bien porque no iba a permitir que Ringo lo humillara públicamente. El argentino no sólo había empezado a tener una relación amorosa con Sally –quien tenía a su nombre los papeles de los negocios de Conforte-, sino que acudía a las fiestas del Mustang a fanfarronear que era dueño del lugar y denigrar a los empleados; incluido Willard Ross Brymer, quien en aquel amanecer se convirtió en su verdugo, cuando la bala del rifle de caza que portaba perforó la espalda de Ringo, dejándole un enorme agujero en el pecho.
A 16.358 kilómetros de Nevada, el cabezazo de Kates técnicamente terminó la pelea. La hemorragia era insostenible. Galíndez estaba herido, casi ciego, maltrecho y con mucho dolor. Las luces se
encendieron y la gente invadió el ring pensando que todo había terminado; mientras el argentino utilizaba la camisa del juez para limpiarse la sangre que tenía en toda la cara. Fue la pelea más sanguinaria del boxeo mundial que se recuerde.
“Yo acostumbraba a quedarme en el vestuario –recuerda el doctor Paladino- porque sufría de nervios y me fueron a llamar cuando Víctor tuvo el corte. Para mí no podía seguir porque tenía el tajo en una arteria, que era la que le producía la hemorragia. Era imposible continuar así, porque podía perder el ojo. Pero entre Tito (Lectoure), el referí y el médico asignado para la pelea, acordaron que siga una vuelta más. Tito sabía que a Galíndez le gustaba pelear así: ir de abajo lo motivaba más”.
Ringo estaba desencantado con su vida en el último tiempo. Lo desilusionaba que la revancha con Alí estaba cada vez más lejos; en un momento había llegado a tener una oferta de medio millón de dólares para volver a pelear contra él en Guatemala, pero se canceló por un terremoto. Ya no era lo que había sido: su mano izquierda tenía una lesión aguda que no mejoraba y además, de pelear en el Luna Park y en el Madison Square Garden, ahora peleaba en un prostíbulo, con enanos que hacían malabares entre cada round. Le había escrito una carta a su esposa: “La gente cenaba, se reía y nosotros peleábamos, parecía el circo romano. Yo no quiero esto, no sé qué hago acá”. Había anunciado alguna vez a sus hermanos que –como Jesús- quería morir a los 33, la edad que tenía en ese momento. “Muerto estaré enterrado dentro de ti”, decía otra carta que encontraron en el tráiler donde vivía, en Reno.
En una de las esquinas del cuadrilátero del Rand Stadium, Clive Noble -el médico asignado para la pelea- hundía sus dedos llenos de cicatrizante en la herida de Galíndez y le comunicaba al juez que el argentino podía continuar. Tras parar el combate por dos minutos y 45 segundos, el campeón regresó –casi sin ver nada- en el cuarto round y aguantó hasta la última vuelta, ante el estupor del público.
Las crónicas de la época no se olvidan de la emotiva transmisión de Ricardo Arias por LR4 Radio Splendid, en Buenos Aires, que combinando sus lágrimas con algunos pasajes de la vida de Bonavena, realizó uno de los relatos más fabulosos que se hayan escuchado en la radiofonía deportiva del país.
Las caras de horror de los espectadores por ver así a Galíndez se transformaron cuando -segundos antes del final del último round- el argentino se apoyó en el pie izquierdo y lanzó, acompañado por el torso, un uppercut de zurda que desplomó a Kates. El knock out en esa última vuelta fue algo imaginado sólo por directores de cine; la epopeya se convirtió en leyenda y entró en la historia grande del boxeo.
Pero la angustia no terminó con la pelea. Aún faltaba que alguien le cuente a Galíndez lo que había sucedido. En medio de toda la euforia, el campeón, totalmente extenuado y ocultando el llanto se dirigió al camarín en los hombros del público sudafricano que gritaba: “¡Vic-tor, Vic-tor!”. Lo acompañaban Tito Lectoure, Ernesto Cherquis Bialo y Roberto Paladino. El doctor decidió que había que llevarlo rápidamente a un hospital para que le curaran la herida y que también era el momento de informarle sobre lo que había ocurrido unas horas antes, en Reno.
“Lo llevamos al hospital para que le hicieran la sutura. Galíndez se tiró a la camilla y cerró los ojos. Él quería mucho a Ringo porque era el hombre del boxeo que más importancia le daba y el único campeón con el que Bonavena se llevaba bien. Ya sin el murmullo del estadio y Víctor recostado, el cirujano le comenzó a coser la ceja. En ese momento le dije a Tito: ‘Hay que contarle a Víctor lo que ocurrió’. Tito dudaba, no sabía si era la circunstancia adecuada. Galíndez abrió los ojos y comenzó a mirarnos con desconfianza…
-Lectoure: Mmm, tuvimos una mala noticia con Ringo…
-Galíndez: ¿Qué pasó?
-Lectoure: Viste donde él estaba, en Estados Unidos… Le pegaron un tiro.
-Galíndez: ¡NO!
-Cherquis: Mataron a Ringo.
-Galíndez: ¡¡¡Noooooooo!!!…
El hombre que había soportado más que ninguno arriba de un ring y que tenía el cuerpo molido, la mano derecha traumatizada, un dolor de cabeza terrible y que acababa de recibir una suturación sin anestesia se tiró al piso y rompió en llanto. “Era imposible consolarlo”, expresa con nostalgia Paladino. El testimonio del doctor y la camisa ensangrentada del referí –que hoy se exhibe en un museo de Johannesburgo- son lo único que quedan del pugilato de aquel sábado de mayo de 1976.
A sus 82 años, desde su departamento de Almagro, Paladino evoca a Bonavena y revela que el boxeador de Parque Patricios le cambió la vida. “Nos conocimos en Huracán, donde yo era médico y él entrenaba. En ese tiempo no solía haber doctores personales, pero Ringo me preguntó si quería atenderlo y comencé a viajar con él”. Paladino, que después fue médico de campeones como Nicolino Locche, Carlos Monzón o el mismo Diego Maradona cuando apenas era un Cebollita, cuenta detalles de la preparación de Bonavena para aquel histórico enfrentamiento ante Muhammad Alí en Nueva York: “Esa pelea fue la única en la que Ringo estuvo diez puntos. Para el entrenamiento le propuse que no tenga relaciones sexuales por casi un mes antes y cumplió. El acto sexual no le desfavorecía, sino la trasnochada. Porque a una mujer linda, una vedette, le gusta mostrarse, entonces hay que sacarla a cenar, a bailar y hasta eso se hace las siete de la mañana y a las nueve ya tiene que estar corriendo”.
Además de amigo, Víctor Galíndez era gran admirador de Bonavena. Estuvo atento cuando Ringo subió al ring ese 7 de diciembre de 1970 y aguantó hasta la última vuelta ante la leyenda de Alí en el Madison Square Garden. Paladino aún recuerda ese momento con asombro: “Yo estaba en el vestuario, no lo quería escuchar ni por radio. Me ponía a fumar como un loco escuchando el ruido de la gente. Calculé cuándo podía terminar la pelea y cuando salí lo vi tirado en el ring. Esa imagen me causó mucha impresión. Sabía que había hecho una gran pelea, porque nene: ¡aguantarle 15 rounds a Clay es un espectáculo!”.
Esa noche Buenos Aires se paralizó: la transmisión obtuvo 79.3 puntos de rating y marcó un hito en la historia argentina, sólo superado por el encuentro entre Italia y Argentina por el Mundial de 1990. Algo similar ocurrió la noche en la que se apoderó del título argentino de los pesados, cuando venció a Goyo Peralta: los 25.236 boletos vendidos conservan el récord de asistencia para una pelea de boxeo en el Luna Park.
Aunque fue el boxeador que más le pegó a Alí, Bonavena había desperdiciado su cuarta y última chance de ser el número uno. “Le afectaron los pies planos para ser campeón y sus problemas en la mano izquierda. Tuvo la mala suerte de ser contemporáneo de Jimmy Ellis, Joe Frazier y el propio Alí”, se resigna Paladino. Aún así, su figura adquirió una estatura mítica que ninguno de los boxeadores argentinos –incluso siendo campeones mundiales- logró emparejar. Su carácter pícaro, desfachatado y audaz convocaba multitudes y lo llevó más allá de las fronteras deportivas.
El 28 de mayo, seis días después del asesinato, su cadáver llegó a Buenos Aires y ni la lluvia ni la cruel dictadura militar que se había instalado dos meses antes pudieron contener a las 150 mil personas que acompañaron el féretro desde su velatorio en el Luna Park hasta el Cementerio de la Chacarita. “A Bonavena fue a llorarlo más gente que a Perón”, llegó a comentar Jorge Luis Borges.
Aquella historia de mayo del 76 parece, en varios de sus pasajes, desbordar los límites de la crónica e incursionar en los de la ficción. Tres días antes del entierro de Bonavena, el avión de un Galíndez afligido había aterrizado en Ezeiza y fue recibido por una multitud que lo acompañó hasta el Luna Park. Ya en Bouchard y Corrientes, y ante la algarabía del público, el campeón se puso a llorar recordando a su amigo: “Hemos perdido a un grande, por eso pido un minuto de silencio”.