Cuando tiembla la tierra, los padres ausentes recuerdan a sus hijos en tiempo presente; los oficinistas se aferran a sus teléfonos para no caer debajo de sus escritorios, un abuelo se asfixia de su grito silenciado para no tener que ver a su vieja tropezar escalera abajo. El niño que no caminaba todavía cuando ocurrió el terremoto del 2010, imprime una doble huella en su memoria; no es la primera vez, lo sabe, aunque parecía olvidado. La madre de las mellizas no alcanza a pensar en ellas durante esos ciento cuarenta segundos, ni tampoco durante los treinta y seis minutos que le faltan para terminar de aspirar el suelo, debajo de los escritorios de los oficinistas. Muchos hablan y hablan; urge hablar. Unos no dicen nada y a otros, cuando les preguntas qué sintieron, dicen: “nada”. Yo sólo me inundé de ideas que no puedo ordenar y que no van a caber en estos ocho párrafos sobre los ocho grados Richter.
¿Por qué los movimientos sísmicos, además sus estragos físicos, dejan también una marca tan específica en nosotros, a nivel subjetivo y social? ¿Será que con la tierra estamos hechos de lo mismo? ¿“Del polvo venimos y polvo seremos”…? De cualquier manera, sea cual sea nuestra reacción, o nuestro discurso sobre lo que nos pasa con los temblores y los terremotos, algo se mueve dentro de nosotros y entre nosotros. Ese dolor sepultado irrumpe por una pequeña grieta, esa pregunta que no hemos querido hacernos se impone a la conciencia sin que logremos, de nuevo, resolver dejarla sin respuesta.
El lugar que tiene la tierra en las culturas americanas originarias se encuentra también implícito en nuestra híbrida conformación. Además, varias teorías psicológicas occidentales entienden lo terrestre como símbolo de las organizaciones psíquicas más primarias. En psicología, cuando se habla de “lo primario”, se está haciendo referencia a los estratos más profundos y arcaicos de lo psíquico-cultural, a los primeros núcleos desde los cuales se irán desarrollando las formas posteriores, más elaboradas, que le permitirán al sujeto pensar y sentir de acuerdo a su contexto, o en desacuerdo pero en los mismos términos. Por ejemplo, en el autismo, se trata precisamente de este nivel primario, ligado al vínculo con la madre y con el mundo; por eso se trata de cuadros graves en que la persona no logra entrar del todo en las relaciones, porque atañe algo muy básico, ser reconocido por un otro en tanto sujeto.
Me acuerdo del mito griego de Hesíodo que el psicoanalista francés René Kaës recoge cuando aborda los vínculos fraternos; el mito se refiere al origen del mundo, cuando sus elementos se encuentran indiferenciados. Aplicado a los vínculos, una idea se reitera: la multiplicidad parece anterior a la unicidad, el grupo precede al sujeto y la psicología sólo puede ser social. Entonces, todo comienza con Gea, la diosa madre, que representa además a la Tierra, quien se auto-engendró después del caos y, sin mediar padre alguno, engendró también a Urano. El incesto entre ambas deidades produce hijos Titanes y Titánides, que Urano obliga a quedarse enraizados en el interior de la tierra Gea. Ahogada y comprimida, ésta desea que sus hijos se rebelen contra su padre-hermano; Cronos se hará cargo… nacerán nuevas creaturas.
En estas primeras formas de engendramiento, se originan figuras representantes de lo arcaico, y emerge un nuevo orden creador, todavía frágil y precario, pero capaz de ordenar un poco el caos. Una de las lecturas de este mito alude a un momento rudimentario del psiquismo, cargado de angustias profundamente desestructurantes. ¿Cuál es el punto? ¿Hacia dónde van todos estos pensamientos? Lo voy a intentar: cuando tiembla la tierra, se ponen en juego estas angustias terribles, quedarse solo, no entender nada, disgregarse en pedazos, morir. Aparecen también las defensas que tenemos para enfrentarlas o negarlas y, en ocasiones, tenemos la oportunidad de volver a “ser un todo”, de reconocernos en el otro, como si fuera un hermano, semejante, legítimo, anclado a las mismas necesidades y al mismo suelo. Suelo que se remece en nuestra realidad de manera periódica, y esto lo sabemos y lo olvidamos al mismo tiempo, como el niño que no caminaba todavía hace cinco años.
Todorov dice que el olvido es indispensable para hacer memoria… Y que la conciencia del tiempo pasado es lo que se denomina memoria colectiva. Un geógrafo me explica que se ha estudiado que bastan cinco años, justo estos mismos cinco años, para que las medidas de prevención y los riesgos se dejen socialmente en el olvido. ¿Cómo saber qué es peor, la memoria del mal o el olvido para no sufrir? Como fue hace tiempo y ya no duele tanto, vamos a rememorar el terremoto de Lisboa de 1755, donde murieron cerca de cien mil personas, debido también al maremoto y al incendio de la ciudad.
Lo haremos porque después de este desastre, el pensamiento europeo también se estremeció; se derrumbaron las idealizaciones que promovía el catolicismo, las certezas de la filosofía cartesiana y se abrió la vivencia del horror hacia una sociedad que, sin duda, tuvo que reaccionar. El cambio fue cultural, social y político; implicó a la religión, la monarquía y quizás volcó el curso de la Historia. La Revolución Francesa, exigiendo libertad, igualdad y fraternidad para los seres humanos (al menos para algunos), ocurrió sólo 33 años más tarde, lo que parece que no es mucho cuando se piensa en nuestro desarrollo como civilización.
Todo esto, por supuesto, parece no terminar… Un eterno ciclo de “recordar, repetir, reelaborar”, en palabras de Freud. Un complejo trabajo de arqueología, desenterrar parte del pasado, revivirlo, proyectarlo hacia el futuro. O bien, en mis palabras, temblar, repetir, transformar.