El desafortunado hecho del que nos ha informado la prensa el pasado 19 de abril, que dice relación con el menor del colegio Crisol agredido por sus compañeros, nos recuerda un hecho que hoy es más común de lo que quisiéramos no sólo en nuestras escuelas, sino también en la mayor parte de los ámbitos de nuestra vida en sociedad: imponer la ley del más fuerte.
Esta forma de relacionarnos la vemos en distintos ámbitos de nuestra vida social: en el caso de las escuelas, en el bullying; en la vida privada, en el femicidio y otras formas de violencia intrafamiliar; en lo laboral, en los casos de atropello a los derechos de los trabajadores; en lo recreativo, en la invasión de las barras bravas en el espacio público o las ceremonias de “totemización” de los scouts; en lo académico, en el “mechoneo” universitario; por nombrar sólo algunos ámbitos en los que la dominación de una persona por sobre otra, en la imposición de la voluntad de una persona por sobre la de otro, es el eje de las relaciones sociales, que en algunos casos incluso está legitimada, como los dos últimos ejemplos citados.
Lo anterior refleja formas de relacionarse con los demás en las que queda de manifiesto la necesidad de imponerse por sobre el otro, de tener el lugar privilegiado en una relación construida desde una lógica de jerarquía, como única lógica posible.
Si bien ahora esta problemática aparece en portada a través de este caso de bullying porque el hecho ha tenido evidentes consecuencias negativas para el niño agredido, relacionarse desde la violencia es una cuestión cotidiana de nuestra cultura social, que los niños y jóvenes reflejan como un aprendizaje adquirido en los grupos humanos en los que crecen, familia, amigos del barrio y escuela, todo ello influenciado por una industria cultural que lucra con la violencia, transmitida principalmente por la televisión. Si consideramos que estas formas de relacionarnos atraviesan toda nuestra vida social, no debiera extrañarnos que las nuevas generaciones aprendan a relacionarse de igual manera. ¿De qué nos escandalizamos, entonces?
Debiéramos preocuparnos no sólo de que este problema exista, sino de que quienes deben enfrentar este problema no lo hagan. Y con enfrentar el problema no me estoy refiriendo a pensar en la represión como vía de solución, como lo es la sugerencia que hizo la Municipalidad de Huechuraba de poner detectores de metales en la entrada de un colegio para inhibir el porte de armas, y con hecho fomentar aún más la desconfianza como triste articulador de las relaciones, sino de pensar en abordar las causas del problema.
Ello nos obliga a pensar en las instituciones a las que les corresponde enfrentar el tema de educar, y por lo tanto, de la convivencia. Si bien a nivel de políticas públicas hay una responsabilidad ineludible, a nivel de instituciones en las que descansa el papel de educar también la hay. Estas instituciones que debieran intencionar procesos formativos son la familia y la escuela.
Es indiscutible el papel que le cabe a la familia en lograr que sus miembros aprendan a convivir en armonía. Lamentablemente esta responsabilidad no se está asumiendo debido a las mayoritariamente precarias condiciones de nuestra vida moderna, que se traduce en que las horas de convivencia entre los miembros de la familia sean escasas y de mala calidad. Esto ha significado que la escuela tenga que absorber en gran medida su responsabilidad, generándole con ello un complejo desafío.
No obstante este complejo escenario, es indiscutible que a la escuela le cabe la responsabilidad de educar. Es en ella en la que nuestros niños y jóvenes pasan la mayor parte del día, por lo que es en ella en la que aprenden a vivir en sociedad, para bien o para mal. Es en ella en la que se aprenden las lógicas de convivencia y desde la que es posible mejorarlas cuando hay evidencias de que éstas no benefician a sus miembros, como es el caso del niño agredido en el colegio Crisol. Cabe preguntarnos entonces, ¿Qué lógicas de convivencia fomenta la escuela? ¿Son colaborativas, es decir, de mutua cooperación, o son individualistas, es decir, de mutua competencia, desde las que se aprende a ver a los demás como adversarios? ¿Cómo la escuela intenciona que sus miembros aprendan a relacionarse sanamente?
Es la escuela a la que le cabe enfrentar la problemática de la convivencia porque es en ella que se construye nuestra sociedad día a día. La cultura escolar se construye muchas veces desde lógicas de convivencia determinadas exclusivamente por los adultos, basadas en la desconfianza, en la imposición en lugar del diálogo y la negociación, en la manipulación desde premios y castigos en lugar de la creación de una conciencia individual y colectiva para que cada uno aprenda a hacerse cargo de sí mismo. En esta construcción de la cultura escolar la responsabilidad de la gestión escolar es ineludible. Autoridades y profesores deben reflexionar si están construyendo una cultura escolar impositiva, con la misma lógica de dominación que nos preocupa, o inclusiva, que escucha a sus miembros y por lo tanto enseña a respetar.
No se trata de que los niños y jóvenes aprendan valores como el respeto por los demás desde una prédica cansadora y repetitiva, sino de que cada miembro de la escuela encarne este valor en su forma de relacionarse con los demás, cotidianamente, de manera que educarse sea algo que se dé naturalmente, por el sólo hecho de ser parte de ese grupo humano.
Tampoco se trata de aplicar sanciones a quienes transgreden las normas de convivencia, porque ésa es otra discusión, que se da cuando el problema ya se ha generado. Debemos, de una vez por todas, dirigir nuestra atención a las causas. Y la escuela y su lógica de relaciones tiene gran responsabilidad en ello.
Por Priscilla Echeverría De la Iglesia
Magíster © en Educación mención Currículum Educacional
Docente Facultad de Educación Universidad Alberto Hurtado