Häendel (alemán) representa la cumbre del Barroco. Mientras que Racine (francés) representa la cumbre del Neoclasicismo. Si bien uno es músico y el otro es dramaturgo, se encuentran en las antípodas, respectivamente. Tienen concepciones del arte antitéticas. Sin embargo, en La maldecida de Fedra se busca reconciliar estos dos contrarios, entre tantos otros (la música del aria Lascia ch’io pianga, de Häendel, abre, cierra y acompaña la obra). Ahora, la pregunta ineludible que nos hacemos: ¿se logra la reconciliación?
La maldecida de Fedra es una creación de Paula Suárez, dirigida por Marcelo Moncarz e interpretada por Eleonora Wexler. Se estrenó en julio. A pesar de que vimos actuar a Eleonora, es necesario aclarar que la propuesta es un unipersonal, pero con tres actrices que van rotando (una diferente para cada función), con lo cual, en cierto modo, se trataría de tres obras distintas. O, por lo menos, de tres interpretaciones diferentes. Las dos actrices restantes son Maiamar Abrodos y Georgina Rey (siempre dirigidas por Moncarz).
El texto parte del original de Racine (no es imprescindible conocerlo, pero amplía mucho el panorama tener clara la historia). La propuesta se centra en Enone, la nodriza. El juego es pensar una continuación después de la caída de Fedra.
La última intervención de Enone, en la Fedra neoclásica, tiene lugar en el acto IV y, luego, desaparece de escena. Más tarde, nos enteramos de que, tras hacer la confesión falsa a Teseo de que su hijo Hipólito intentó seducir a Fedra, su madrastra, se tira por un precipicio.
Los versos mencionados son estos: «¡Ah, Dioses! Para servirla lo hice todo, todo lo abandoné; / ¿y este es el pago que recibo? Bien lo he merecido» (1327-1328). La obra de Suárez elimina el desenlace y ofrece otro final: aparentemente, la pasión incestuosa de Fedra arrasó con todo. Enone queda exiliada (aquí le cambian el nombre y se llama Peregrina).
Ella sufre el peor de los desarraigos: todo el esfuerzo de su vida, de un golpe, no significa nada. La escenografía minimalista, de hecho, consiste en un círculo de arena y una piedra.
Ahora bien, ¿cuál es la acción? Bueno, es un monólogo en el que la mujer se lamenta por haber perdido todo, incluso hasta su último afecto, su perro. Nada más. Así que, pues, toda la obra gira en torno a un lamento.
El tema es que hay lamentos geniales (y llevaderos). Pensemos, por citar un ejemplo, en «Coplas por la muerte de su padre», de Manrique. Aunque es poesía para ser leída y no representada. Pensemos, entonces, en los monólogos de Segismundo y Rosaura o, sin ir más lejos, en los monólogos de Fedra, Teseo y Enone, en la obra de Racine. ¿Qué los sostiene? Las variaciones en la tensión dramática, que aumenta o decrece, según la información que van revelando los personajes con respecto a los hechos.
Sin embargo, en el texto de Paula Suárez, toda la potencia argumental se enfoque en el lamento de Enone por la pérdida de su perro. No hay más referencias. Puntos suspensivos.
Admitimos que el perro representa el último eslabón que unía a la nodriza con la humanidad. Ahora, despojada de su mundo, solo le queda perecer. Admitimos, también, que es interesante la analogía entre el amor desgraciado de Fedra por Hipólito y el de Enone por su perro (de hecho, Hipólito usa el animal para cazar y, además, el joven está consagrado a Ártemis, representada, iconográficamente, con perros; la asimilación es clara; asimismo, hay una especie de homologación entre la señora y su sierva, después de todos los años compartidos). Enone termina, en escena, en cuatro patas y ladrando.
¿Qué fue del decoro raciniano? Aceptamos que estamos en el siglo XXI, nada importa el decoro raciniano, no obstante. Puntos suspensivos, de nuevo.
Por lo demás, Suárez hace un texto (hipertexto) inspirado en otro (hipotexto) (cumbre de la literatura universal), pero lo respeta a medias. No hablamos del argumento, ya que se trata de una ruptura conciente y justificada. Pero, más allá de eso, hay un gran problema, con dos aristas.
Por un lado, no se efectuó un corte radical en lo que respecta al registro lingüístico (recordemos que la pieza de Racine se publicó en 1677 y se ambienta en Epiro, ciudad griega, en una especie de limbo temporal que oscila entre la Corte del Rey Sol y la Antigüedad griega). Por lo tanto, tenemos a una Fedra que habla en una lengua híbrida (no queremos decir jeringoza), compuesta por retazos de distintas épocas: lo mismo que escuchamos la expresión «Mercerse los cabellos» (más antigua que Racine, típica de la Edad Media), escuchamos también «mal cogida». Hay juegos retóricos ciceronianos mezclados con la simpleza martinfierrista.
Por el otro lado, la misma interpretación de Wexler adopta un tono coloquial y arcaico, que no es ni una cosa ni la otra (queremos decir ni chicha ni limoná). Por momentos, parece un personaje de sainete criollo y, por otros, una corifanta. Por lo demás, su capacidad de dar vida mediante la actuación es indiscutible (y cómo no lo vamos a subrayar, por más que ya se conozca su virtuosismo, si en este caso sostiene una obra muy difícil de pasar).
Retomando la pregunta inicial, no, no se logra la conciliación entre el par barroco-neoclásico, como tampoco se logra una armonía entre nuestros días y los de Felipe XIV. La principal falla que encontramos, en pocas palabras, es la peripecia (o falta de peripecia): Enone empieza lamentándose y muere lamentándose. Está cercada por el destino (tema central en Racine; tema central aquí), y lo único que hace es aullar. No hay cambio de fortuna. Con lo cual, el producto resulta de una tensión permanente, sin ascenso ni descenso, y la consecuencia de esto es la chatura, un planto monocorde.
La maldecida de Fedra
Teatro Hasta Trilce
Martes 21 hs.