Nacionalismo: un himno no es una canción

Dan ganas de agradecerle a las radios que han estado tocando en los últimos días “No necesitamos banderas”, de Los Prisioneros

Nacionalismo: un himno no es una canción

Autor: Director

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Dan ganas de agradecerle a las radios que han estado tocando en los últimos días “No necesitamos banderas”, de Los Prisioneros. Sólo me pregunto si los oyentes, en su mayoría, comprenderán algo de lo que estas palabras nos vienen a decir, cada vez que vuelven a sonar. Si no estoy segura, es porque no puedo olvidar mi impotencia cuando en el recital del año 2011, varios grupos de “machos” desatados gritaban la letra de “Corazones rojos” con la convicción de que hablaba realmente de mujeres “ciudadanas de segunda clase, forzadas a rendir honor y no autorizadas para dar opinión”. Otro tema digno de ser tratado algún otro día martes. Al parecer, la capacidad de comprender las ironías está mal repartida en Chile, país emblema de la desigualdad. ¿O era en serio eso de que los psicólogos no sirven para nada?

En fin, ahora, tras un nuevo fallo del Tribunal de La Haya, reacciones nacionalistas, xenófobas y racistas invadieron las redes sociales y la calle, mientras los artículos publicados respecto de la última votación disparan en todos los sentidos. Ciertamente, cada medio de comunicación refleja una postura particular, no lejos de los conflictos de interés, pero creo que ese tema ya ha sido suficientemente desarrollado en otros lugares. ¿Cómo podemos entender el nacionalismo? ¿En qué mecanismos psicológicos se funda y cuáles son sus manifestaciones colectivas? ¿Es lo mismo hablar de nacionalismo que de patriotismo? ¿De qué vale la pena estar orgullosos como chilenos? Y eso que valoramos, ¿Le pertenece sólo a los chilenos?

Voy a tratar de desarrollar algunas de estas ideas partiendo por una definición más bien “psicologicista”, que relaciona el nacionalismo con el narcisismo y, en un segundo plano, con la paranoia. El narcisismo primario corresponde a un momento psíquico “normal”, a la necesidad de otorgarse a uno mismo el mínimo valor para sostenerse en el mundo social, es decir frente al otro. Sin eso, no hay sujeto posible, no están las condiciones que se requieren para la constitución del lenguaje, la ley, la cultura. Pero en el estancamiento del narcisismo, ocurre todo lo contrario; prima el egoísmo y la exaltación de características propias, que son idealizaciones respecto de una realidad siempre coja. En el nacionalismo, expresión narcisista de sobrevaloración de la cultura de un determinado país, encontramos las más irracionales desvalorizaciones de las demás naciones, de sus habitantes, de sus costumbres, por más parecidas o distintas que sean respecto del país de origen. Es posible que el nacionalismo sea inherente a la organización política de un mundo dividido por fronteras imaginadas o deliradas.

Los Prisioneros, cuando eligen su nombre, se muestran conscientes de las amarras que significan nuestras diferentes afiliaciones; grupo musical de características muy particulares, no parece dejarse institucionalizar, desde dentro derrumba sus bases, y denuncia que nuestra libertad implica que seamos capaces de pensar por nosotros mismos, sin delegar nuestro poder, al menos no todo, en representantes que nos lo terminan arrebatando. Este pensamiento, contra-institucional, tiene importantes resonancias con las consignas que levantó el movimiento de mayo del 68, transcribiendo la teoría sociológica académica en los muros de la ciudad.

Entonces, cuando vemos a algunos de nuestros compatriotas en esas defensas desquiciadas del territorio, de los “acuerdos” emanados de una guerra, empecinados en el odio por países vecinos, debemos preguntarnos por qué necesitan asumir esa postura tan violenta, qué es lo que se necesita defender con tanta vehemencia. Como en las personalidades narcisistas, las virtudes que tanto se destacan y se oponen a los vicios de los demás son las inseguridades más profundas, ese fondo oscuro que no quedó cubierto por la confianza más primaria. El nacionalismo sería, desde este punto de vista, la expresión de la fragilidad de una determinada identidad nacional. Abrir una frontera correspondería, así, a dejar entrar la duda respecto del valor de lo propio y, en contraste, el amor por el otro o el respeto por el extranjero se sustenta en la capacidad de amarnos a nosotros mismos en la justa medida. Es decir, quererse es querer al otro, y querer al otro es quererse, en tanto estamos identificados desde nuestras semejanzas. Lo otro es el narcisismo de las pequeñas diferencias, buscar entre chilenos y bolivianos, o cualquier otro pueblo latinoamericano, un abismo inexistente, frente a la amenaza que es para los más inseguros parecerse demasiado a un vecino y desaparecer entre la hierba que une nuestros jardines.

En el nacionalismo, el énfasis está en el odio; en el patriotismo, tal vez, se pone por delante el amor por lo que sentimos propio, pero que sabemos de todos. Anoche, tuve el privilegio de escuchar a la cantautora chilena Natalia Contesse repartir entre su audiencia las palabras que, a su vez, Violeta Parra sembró hace sesenta años en su tonada “Hace falta un guerrillero”: “la Patria ya tiene al cuello la soga de Lucifer, no hay alma que la defienda, ni obrero ni montañés, soldados hay por montones, ninguno como Manuel”. Me hizo pensar, colmada de sentimiento, que la Patria es lo que las empresas, el dinero y los poderosos, con sus manos largas e intrusas, transforman en una nación.

Porque cuando canta Natalia, escribe Violeta, recita Neruda, compone Alarcón, o gritan Los Prisioneros, el nacionalismo se hace trizas y lo que importa es que cualquier persona o cualquier grupo, de cualquier país o continente, puede hacerse portavoz, con toda propiedad y a la vez con ninguna, de todos estos versos. “Si somos americanos, somos hermanos señores, tenemos las mismas flores, tenemos las mismas manos”… Y esta noche, soñaré que lo que he escrito para ustedes, era una larga y única canción.


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