Este 1° de mayo será recordado por los políticos chilenos. Y hasta es posible que la historia lo rescate como un punto de inflexión. Una especie de barrera para señalar un antes y un después en el mapa de las relaciones socio-políticas locales.
De lo que no cabe duda es que lo ocurrido en esta conmemoración del Día de los Trabajadores sobrepasó el ámbito sindical. Fue una especie de lápida. O, más claro aún, el anuncio de que las cosas están cambiando. Que la percepción de un sector importante de la comunidad es que vivimos en una posdemocracia, para decirlo en palabras del Václav Havel. Y que en ella los dirigentes políticos que se debían a ese mundo, han caído también en lo que podría llamarse la pospolítica.
No es grato mirar desde esta perspectiva. Pero no queda alternativa, si uno desea acercarse a lo que está sucediendo aquí y, en buena medida, a nivel mundial.
Desde 1989, la izquierda se ha debatido en una especie de depresión pos derrota. Y ha llegado a tal punto, que asume culpas desmesuradas, sin reconocer que logros suyos permitieron hacer del mundo un lugar con menos iniquidades. Pero en el afán de lavar responsabilidades, reniega de todo, hasta de lo que debería hacerla sentirse orgullosa. Y a tumbos por ese despeñadero, se ha convencido que no queda más alternativa que caminar por el sendero que abrió el neoliberalismo. Y allí está.
En Chile eso se ha vivido de manera clara. El honor que nos hizo la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) al aceptar al país como miembro, así lo demuestra. Es un galardón logrado por el apego de los gobiernos de la Concertación al neoliberalismo. Es un baldón, si se lo mira desde la perspectiva del horizonte obrero. Los compromisos de flexibilizaciones en materia laboral son una exigencia que pagarán los trabajadores.
Mientras tanto, el mundo acumula riquezas en un volumen nunca antes visto y da lugar a diferencias entre ricos y pobres jamás concebidas siquiera. Con un individualismo campante. En que los lazos entre política, economía y medios de comunicación estructuran un poder apabullante. Es una sociedad que sigue los lineamientos de políticas elaboradas desde pautas económicas.
Se vive en un escenario en que, a través del miedo al desempleo, a la pobreza, al desamparo, a la delincuencia, los neoconservadores se imponen sin contratiempos.
La izquierda lo permite, mientras lame sus heridas y se desprende de sueños que antes la hacían pensar en colectivo. Hoy sus dirigentes han optado por un centrismo que beneficia al poder.
Sin ideas que rescaten utopías necesarias, los otrora adalides populares se refugian en esquemas sobrepasados o han caído en las redes neoliberales. Sólo así se explica que la concepción más destacada últimamente -o al menos la más publicitada- sea la creación del “Progresismo”. Como si alguien se pudiera negar al progreso. Y como si éste tuviera identificación política.
Antes fue la Tercera Vía, cuya tibieza terminó por identificarla, casi sin crítica, con el neoliberalismo. Hasta aquí la responsabilidad es de los líderes políticos.
El mundo sindical chileno también tiene que enfrentar sus culpas. Contaron con fuerza y presencia suficientes en los partidos que gobernaron durante 20 años para haber hecho algo más, mucho más, de lo que hicieron. Pero carecieron de ideas. No es casual que sólo algo más del 10% de los trabajadores esté sindicalizado. El terror a la represalia patronal sigue imperando. Porque mientras el dirigente tiene fuero, quienes lo apoyen pueden ser despedidos inmediatamente después de una negociación.
Es posible que la repulsa a los líderes concertacionistas este 1° de mayo haya sido merecida. Dejaron sus lugares en la puja sindical y volvieron, después de una derrota electoral, a pedir un apoyo para el que no hicieron merecimientos. Eso es cierto. Pero también lo es que el mundo del trabajo no ha sido la cantera de iniciativas que fue y de la que se nutrían los partidos.
Pareciera que ha llegado el momento de terminar los lamentos. Y recordar que las utopías siguen vigentes. Una utopía lo es, porque no puede alcanzarse jamás. Es un espejo en el que mirarse para avanzar. Es el punto en el horizonte que permite ver que hay algo mejor. Y así la Humanidad crece, se desarrolla. Si los sueños no hubieran sido soñados, hoy no habría una Declaración de los Derechos Humanos. Tampoco existirían los avances en la nivelación de géneros, ni en la eliminación de las discriminaciones y la esclavitud seguiría siendo aceptada.
José Vidal–Beneyto afirmó que “la democracia ha muerto de frustración, de hipermediatización publicitaria, de apatía, de adicción al poder”. Y tiene razón. Pero si este modelo de convivencia es una utopía, no podemos enterrarla. Habrá que hacer lo posible por resucitarla, que se puede. Pero para ello no es suficiente que sólo los dirigentes políticos asuman sus responsabilidades. Cada estamento de la sociedad tiene que responder ante su propia historia.
Sólo así la mascarada de la pospolítica se acercará algo a aquel arte de hacer posible la vida en sociedad. En una sociedad en que el miedo no sea el patrón de conducta y en que la equidad permita seguir soñando.
Por Wilson Tapia Villalobos